– ¿Te importaría vigilar el café un momento?
En el baño, encendió la luz que había sobre el tocador y se miró en el espejo. ¡Cómo no, roja como un tomate! Aquel horrible color rojo. Se apretó las mejillas con la palma de las manos, cerró los ojos y se preguntó lo que sería ser normal y toparse con un hombre medio desnudo como Brian Scanlon en la cocina. ¡Cielos, por qué la aturdía de aquella manera!
¿Qué hacían las demás mujeres? ¿Cómo dominaban la primera atracción que sentían? Debía ser mucho más sencillo con catorce años, como Amy, y llevando un ritmo naturaclass="underline" un primer intercambio de miradas, un primer roce de las manos, el primer beso, y luego las primeras exploraciones de la sexualidad naciente.
«Pero a mí me dejaron fuera de combate en el primer asalto», pensó desolada, mirando sus pecas y su pelo horrible, que por sí solos hubieran bastado para hacer desistir a cualquiera sin necesidad de los otros obstáculos aún mayores. «La naturaleza me jugó una mala pasada, y aquellas primeras miradas que podían haber conducido al resto, para mí sólo contuvieron asombro o lascivia. Y ahora aquí estoy, a mis veinticinco años, y sin saber cómo comportarme la primera vez que siento atracción hacia un hombre».
Se dio un baño, se lavó la cabeza y no regresó a la cocina hasta que estuvo debidamente vestida en un tono que utilizaba en son de reto: el morado. A Theresa le encantaba, pero si llegaba cerca de su cabello los dos colores se declaraban la guerra y parecía una ensalada de zanahoria y remolacha. Así que separó los pantalones de pana morados de su cabello por medio de un suéter blanco precioso que Amy le había regalado las pasadas Navidades y que nunca se había puesto, a pesar de haber estado tentada en muchas ocasiones. Tenía bolsillos para calentarse las manos en la parte frontal, se cerraba con cremallera y a lo largo de las mangas corrían dos rayas, una azul marino y la otra morada.
Lo sacó del armario, se lo puso y se colocó ante el espejo mientras cerraba la cremallera. Pero la imagen que surgió ante sus ojos le hizo desear llorar. Sus senos resaltaban mucho más con aquella prenda. Por nada del mundo se enfrentaría a Brian con eso puesto.
Irritada, se lo quitó y lo arrojó a un lado, reemplazándolo por una camisa de tono blanco grisáceo y mangas largas, sobre la cual se echó la sempiterna y odiada rebeca.
Se salvó de volverse a encontrar a Brian con el pecho desnudo porque él entró en el baño mientras ella estaba recogiéndose el pelo. Recogido era un poco más discreto al menos.
En el baño, Brian también se observó en el espejo. «Te tiene miedo, Scanlon, así que el problema está resuelto. No tienes que pensar en la posibilidad de enamorarte de ella.»
Pero en el cuarto abundaban detalles femeninos: el aroma a flores del jabón flotando en el aire húmedo, la manopla para lavarse que goteaba colgada de la barra de la cortina y que Brian se quedó contemplando un buen rato cuando la cogió para cerrar las cortinas… Haciendo un esfuerzo, intentó olvidarse de ella. Pero, mientras estaba bajo el chorro de agua caliente enjabonando su cuerpo, volvió a pensar en ella, y en la película, y no pudo evitar el preguntarse lo que sería estar en la cama con aquel cuerpo pecoso, aquellos senos exuberantes y aquella cabellera roja.
«¡Scanlon, es Navidad, no seas pervertido! ¿Qué demonios haces pensando en acostarte con la hermana de tu mejor amigo?»
Pero ésa no era la única razón por la que no podía quitársela de la cabeza, reconoció al instante. Era una persona maravillosa. Interiormente, que era lo importante.
Premeditadamente, Brian actuó con ligereza cuando volvió a encontrarse con Theresa en la cocina. Pero fue más fácil, pues el resto de la familia comenzaba a levantarse, y fueron apareciendo uno a uno para tomar café o zumo de naranja. Una vez que todos se sentaron a desayunar, la perspectiva del día había cambiado.
Todo eran preparativos. Habría una reunión familiar en casa de los abuelos y todo el mundo llevaría algo para la cena. Además, al día siguiente el grupo iría a la casa de los Brubaker para la comida de Navidad, así que Margaret, Theresa y Amy estarían todo el día ocupadas en la cocina.
Margaret estaba en plena forma, dando órdenes como un sargento de instrucción mientras sus hijas las ejecutaban. Willard se pasó parte del día a la busca de pájaros cardenales, y Jeff y Brian sacaron sus guitarras por fin. Al oír el sonido de las guitarras desde la cocina, Theresa dejó lo que estaba haciendo y se acercó a la puerta de la sala para ver a Brian tocando por primera vez. Se quedó quieta observando cómo afinaba y luego daba un acorde aumentado suave y vibrante, con la cabeza pegada al instrumento, escuchando atentamente mientras las seis notas se apagaban. Estaba sentado en el banco del piano, de cara al sofá, donde se había instalado Jeff, y no sabía que Theresa estaba detrás de él.
Jeff tocaba la guitarra solista, Brian la rítmica y, cuando las discordancias preliminares cristalizaron en la introducción de una canción, Theresa percibió una maravillosa comunicación entre ellos. No se habían hecho ninguna señal de ninguna clase. Sencillamente, el galimatías de la afinación se había resuelto en una canción convenida silenciosamente.
Entre músicos puede haber una comunicación, al igual que entre amigos, que les permite adivinar el estado de ánimo del otro. Es algo que no puede ser dispuesto ni acordado. Entre los miembros de un grupo, dicha comunicación establece la diferencia entre tocar simplemente notas al mismo tiempo y crear una afinidad de sonidos.
Ellos dos la poseían. Casi había una cualidad mística en ella y, mientras Theresa escuchaba desde la puerta de la cocina, sintió escalofríos por los brazos y las piernas. Habían comenzado a tocar Georgia on My Mind. ¿Dónde estaba el rock estridente? ¿Dónde los ásperos acordes que tanto gustaban a Jeff? ¿Cómo se había perfeccionado tanto?
Ni Brian ni Jeff se miraban mientras tocaban. Tenían la cabeza ladeada, la mirada perdida, la actitud concentrada que Theresa conocía tan bien.
Jeff comenzó a cantar, su voz sumamente áspera evocaba la interpretación inmortal que Ray Charles hacía de esa canción. A Theresa se le hizo un nudo en la garganta. Amy se había colocado detrás de ella silenciosamente, y las dos estaban inmóviles. Jeff hizo una improvisación entre dos estrofas, y Theresa contempló sus dedos flexibles volando sobre los trastes, con una agilidad que no le había visto antes. Cuando tocaron los acordes finales, Theresa se volvió y vio los ojos desmesuradamente abiertos de Amy.
Las miradas de Jeff y Brian se encontraron y ambos sonrieron a la vez.
– Jeffrey -murmuró Theresa al fin.
Él levantó la vista sorprendido.
– Oye, cara guapa, ¿cuánto tiempo llevas ahí?
Brian le dio la vuelta al banco del piano, y Theresa le dedicó una sonrisa de aprobación al pasar, pero se dirigió hacia su hermano, para abrazarle.
– ¿Desde cuándo tocas así de bien?
– Hace más de un año que no me oyes, casi un año y medio. Brian y yo hemos estado trabajando duro.
– Eso está claro.
Theresa se volvió hacia Brian.
– No me interpretes mal, pero creo que estáis hechos el uno para el otro.
Todos se rieron, y luego Brian le dio la razón a Theresa.
– Sí, pensamos algo parecido la primera vez que tocamos juntos. Simplemente sucedió, ¿sabes?
– Lo sé. Y se nota.
Amy, con las manos metidas en los bolsillos de sus vaqueros, avanzó hasta el lado de Brian.
– ¡Chico, cuando la panda oiga esto…!