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– Bueno, podemos elegir piezas separadas y hacer una combinación aceptable, como una falda y un suéter, o algo así.

– Un suéter no, Amy. No me sentiría cómoda.

– ¡Pero no puedes ir a la fiesta con unos pantalones de pana, una blusa blanca y una rebeca de la abuela sobre los hombros!

– ¿Crees que yo quiero?

– Bueno… ¡tiene que haber algo mejor que eso, demonios!

Amy lanzó una mirada horrorizada a la falda pasada de moda que Theresa acababa de descartar.

Theresa recobró su buen humor repentinamente.

– «¿Demonios?» Supongo que mamá no sabe que dices cosas así, lo mismo que no sabe que bailas en la alfombra, ¿eh?

Theresa sabía perfectamente que, a los catorce años, Amy experimentaba con una gama de palabrotas mucho peores que la que acababa de proferir… estaba en una edad en la que se podían esperar tales experimentos.

De repente, el brillo de los ojos de Amy aumentó:

– Oye, ¿y si vemos el suéter del que te hablé? No digas nada hasta que te lo pruebes, ¿de acuerdo? Es ideal -dijo entusiasmada-. ¡El suéter más divino que te puedas imaginar! Le tengo echado el ojo desde antes de Navidades, pero estaba pelada y no me lo pude comprar. Pero, si les queda alguno de una talla más grande, ¡te va a encantar!

Un cuarto de hora después, Theresa estaba delante de un espejo diferente, en una tienda diferente, y luciendo una prenda que resolvía todos sus problemas, además de estar a la moda.

Era un suéter ligero y holgado, de tejido acrílico y color ciruela. Como más que ajustarse a su cuerpo, colgaba del mismo, disimulaba parcialmente su silueta.

– ¡Oh, Amy, es perfecto!

– ¡Ya te lo dije!

– Pero, ¿y los pantalones?

Amy echó el guante a unos pantalones de corte elegante y color indefinible: suave, sutil, entre gris y violeta. Luego se echó hacia atrás para contemplar a su hermana mayor y proclamó con la palabra más utilizada por la gente de su edad:

– ¡Divino!

Theresa giró ante el espejo y dio un abrazo a su hermana.

– ¡Lo es! Es perfecto.

Amy estaba radiante de orgullo y continuó dirigiendo la expedición.

– Ahora, los zapatos. Te saca casi una cabeza, así que no te vendrán mal unos cuantos centímetros de propina. Buscaremos unos elegantes y atrevidos, ¿qué te parece?

– Zapatos… ¡a por ellos!

Theresa estaba sacando la cabeza por debajo del suéter cuando recordó la última cosa con la que necesitaría ayuda.

– Amy, ¿te parece que llamaría demasiado la atención si me pusiera un poco de maquillaje?

La sonrisa de Amy se amplió.

– ¡Ya era hora de que te decidieses! -declaró.

– Espera un momento, Amy -dijo Theresa al ver el brillo de los ojos de su hermana-. Todavía no me he decidido…

Pero aquella noche sucedió algo que cristalizó su decisión. Estaba en su cuarto con la puerta abierta, examinando su suéter nuevo, cuando tuvo la sensación de que estaba siendo observada. Levantó la vista y descubrió a Brian en la puerta, mirándola. Era la primera vez que veía su cuarto, y sus ojos recorrieron perezosamente la habitación, deteniéndose en el estante que contenía su colección de figurillas y descendiendo a continuación a la cama, hecha con esmero. Luego regresaron a Theresa, la cual se había apresurado a guardar el suéter en el armario.

– ¿No he conseguido todavía que cambies de opinión respecto a la fiesta?

Brian se cruzó de brazos y se apoyó con indiferencia contra el marco de la puerta.

Theresa nunca había sido objeto de tanta atención por parte de un hombre, tardaría algún tiempo en acostumbrarse. Era desconcertante tenerle examinando su cuarto, que era un lugar demasiado íntimo para encontrarse con él. No sabía a dónde mirar.

– Sí, lo has conseguido, pero no esperes que baile tan bien como Amy.

– Lo único que espero es que en algún momento de la noche me mires a los ojos.

La mirada errante de Theresa revoloteó hasta los ojos de Brian, percibió un brillo burlón y se apartó una vez más, desconcertada.

– Así que ésta es tu guarida -dijo adentrándose en la habitación y haciendo un gesto con la cabeza hacia el estante de las figurillas-. Ya veo que la rana se ha unido a los demás. Me da mucha envidia su posición, mirando a tu almohada.

Brian se detuvo cerca de ella.

Theresa buscó una réplica sin encontrarla, y tragó saliva al sentir cómo le subía el rubor.

– ¿Sabes? Jeff tenía razón -se burló Brian con expresión divertida.

– ¿Ra… razón? ¿En qué?

– El rubor disimula las pecas. Pero no para nunca.

Brian acarició dulcemente con la yema de un dedo su mejilla.

– Es irresistible -añadió.

Luego se volvió y salió del cuarto tranquilamente, dejando a Theresa con la mano sobre la piel que tan suavemente había acariciado. El hormigueo perduraba sobre su mejilla. El roce había sido ligero como una pluma, pero Theresa había notado los callos de los dedos. Aquella sensación y sus bromas la habían dejado con la cabeza llena de mil emociones vertiginosas y el corazón palpitando de excitación.

Aquella noche, más tarde, Theresa llamó suavemente a la puerta de Amy y luego pasó.

– Necesito tu ayuda, Amy. Tienes que enseñarme a maquillarme, y tendrás que dejarme tus pinturas, si no te importa.

Por toda respuesta, Amy esbozó una sonrisa aprobadora y arrastró a su hermana dentro de la habitación, cerrando la puerta decididamente.

Estuvieron haciendo pruebas hasta las tantas. Sentada ante el espejo del tocador de Amy, Theresa experimentó con toda la gama de atrevidos colores adolescentes que había echado en falta en sus sueños de pubertad. La sesión de maquillaje tuvo dos ventajas: no sólo ayudó a la mariposa a salir del capullo, sino que también acercó a las dos hermanas. Dada la disparidad de edades, no habían tenido demasiadas oportunidades de compartir experiencias de aquel tipo.

Amy comenzó utilizando los colores primarios, haciendo un arco iris sobre la cara de su hermana, hasta que Theresa exclamó:

– ¡Parezco un cuadro de la abuela!

– Más bien pareces su paleta -corrigió Amy.

Compartieron unas risas y luego prosiguieron la tarea, buscando el toque adecuado para disimular las pecas y darle un aire sutil y resplandeciente.

Después les tocó el turno a los ojos pero, cuando Amy se inclinó sobre el hombro de Theresa y examinó críticamente en el espejo la pintura azul con que habían untado uno de sus párpados, estallaron en carcajadas una vez más.

– ¡Puaj! ¡Quítamela! Es como llevar manteca en un ojo, y parece que me lo han puesto morado.

– ¡Es verdad!

A continuación probaron una sombra de ojos verde, pero hacía que Theresa pareciese un semáforo, así que también la eliminaron. Al final se decidieron por un tono malva casi transparente que no ofrecía un mal contraste con el color de su piel y su cabello.

La primera vez que Theresa probó a usar la tenacilla de las pestañas se pellizcó y lanzó un grito de dolor.

– ¡Es como intentar rizar el pelo a una oruga! -se quejó-. Son tan cortas que casi no se ven, y para colmo son tan claras…

– Solucionaremos ese problema.

Pero las lágrimas resbalaron bajo sus castigados párpados, y pasaron varios largos y dolorosos minutos antes de que aprendiera a manejar con soltura la tenacilla. Luego aprendió a darse rimel en las pestañas con un cepillo. Los resultados, la sorprendieron incluso a ella misma.

– ¡Cielos, no sabía que tuviese unas pestañas tan largas!

– Eso es porque nunca habías visto sus puntas.

Eran una maravilla… largas y muy seductoras, y le daban a todo su rostro un aspecto brillante y… sensual.

El colorete resultó un absoluto desastre. Lo quitaron más rápido de lo que lo habían puesto, decidiendo que el color natural de Theresa no se podía destacar más y que lo mejor sería dejar sólo el tono primario.

Hasta entonces, Theresa sólo había utilizado una pintura de labios transparentes que les daba brillo, pero en esta ocasión probó varios tonos, y Amy le enseñó a mezclar hábilmente dos colores y a acentuar el atractivo contorno de su labio superior con un tono más brillante.

Con el maquillaje completado, Theresa parecía otra. Era un cambio drástico, y Amy sonrió ante el espejo.

Aun así, Amy no estaba satisfecha del todo.

– Ese pelo -gruñó irritada.

– Bueno, no puedo cambiar el color y ya sabes que no hay manera de peinarlo.

– Ya, pero podrías ir a la peluquería y ponerlo en manos expertas, a ver qué se les ocurría.

– ¿A la peluquería?

– ¿Por qué no?

– Con todo este maquillaje ya voy a llamar la atención bastante. ¿Qué va a pensar él si aparezco con un peinado diferente?

– ¡Oh, tonterías! Pensará que es increíble.

– Pero yo no quiero que parezca… bueno, que voy a una cita.

– ¡Pero es una cita!

– No, no lo es. Él tiene dos años menos que yo. Voy sólo de relleno, eso es todo.

Pero, a pesar de sus protestas, Theresa recordó las bromas de Brian y tuvo que reconocer que parecía muy satisfecho de ser su acompañante.

Varios minutos después, de pie delante del amplio espejo del tocador del baño, tuvo que morderse el labio inferior para contener la sonrisa de aprobación que quería surcar sus rasgos. Dejó de reprimirse y sonrió de oreja a oreja. ¡Le gustaba su cara! Por primera vez en su vida, le gustaba de verdad. Casi parecía un sacrilegio tener que quitarse la pintura.

Cuando de mala gana abrió el grifo y cogió la barra de jabón, le dio la sensación de que la noche siguiente no llegaría jamás.