Hasta entonces, Theresa sólo había utilizado una pintura de labios transparentes que les daba brillo, pero en esta ocasión probó varios tonos, y Amy le enseñó a mezclar hábilmente dos colores y a acentuar el atractivo contorno de su labio superior con un tono más brillante.
Con el maquillaje completado, Theresa parecía otra. Era un cambio drástico, y Amy sonrió ante el espejo.
Aun así, Amy no estaba satisfecha del todo.
– Ese pelo -gruñó irritada.
– Bueno, no puedo cambiar el color y ya sabes que no hay manera de peinarlo.
– Ya, pero podrías ir a la peluquería y ponerlo en manos expertas, a ver qué se les ocurría.
– ¿A la peluquería?
– ¿Por qué no?
– Con todo este maquillaje ya voy a llamar la atención bastante. ¿Qué va a pensar él si aparezco con un peinado diferente?
– ¡Oh, tonterías! Pensará que es increíble.
– Pero yo no quiero que parezca… bueno, que voy a una cita.
– ¡Pero es una cita!
– No, no lo es. Él tiene dos años menos que yo. Voy sólo de relleno, eso es todo.
Pero, a pesar de sus protestas, Theresa recordó las bromas de Brian y tuvo que reconocer que parecía muy satisfecho de ser su acompañante.
Varios minutos después, de pie delante del amplio espejo del tocador del baño, tuvo que morderse el labio inferior para contener la sonrisa de aprobación que quería surcar sus rasgos. Dejó de reprimirse y sonrió de oreja a oreja. ¡Le gustaba su cara! Por primera vez en su vida, le gustaba de verdad. Casi parecía un sacrilegio tener que quitarse la pintura.
Cuando de mala gana abrió el grifo y cogió la barra de jabón, le dio la sensación de que la noche siguiente no llegaría jamás.
Pero el último día del año llegó por fin, y Theresa consiguió hora para una peluquería, aunque era un día muy difícil. Por la tarde regresó a su casa convertida en la orgullosa poseedora de un nuevo peinado.
El consejo de la peluquera había sido muy sencillo: dejar los rizos sueltos con su forma natural y suavizar su tono con un tinte. El color rojo parecía menos chillón y tenía un aspecto más discreto y elegante.
Cuando colgó el abrigo en el armario del vestíbulo, Brian la saludó desde la sala.
– Hola.
Pero Theresa evitó una confrontación directa y salió disparada hacia su cuarto musitando sólo otro breve «hola».
Todo el mundo estaba arreglándose para la fiesta, y en el baño especialmente el ajetreo era muy denso. Theresa se dio una ducha rápida y se metió a su cuarto para echarse unos polvo de talco para después del baño que se había aventurado a comprar. Tenían un suave aroma a flores que recordaba a la mezcla de perfume que se ponían las mujeres antiguamente. Sutil, femenino.
Se detuvo con la borla en la mano y ladeó la cabeza. Por la pared que daba al baño estaban filtrándose diferentes sonidos. Oyó una tos masculina y reconoció que era de Brian. El agua de la ducha corrió durante varios minutos, durante los cuales se oyeron dos golpes, como los de un codo golpeando la pared, mientras las imágenes se sucedían velozmente en la mente de Theresa. Siguió el zumbido de un secador, luego un largo silencio, seguramente del afeitado, después del cual comenzó a tararear Dulces Recuerdos. Theresa sonrió y se dio cuenta de que llevaba un buen rato desnuda, pendiente de lo que sucedía en el baño.
Al volverse para buscar un sostén, vislumbró su impresionante figura en el espejo, y deseó por milésima vez en otros tantos días no haber tenido aquellos horribles senos. Se apartó del espejo y buscó un sostén limpio. Se lo puso con cara de pocos amigos, contemplando la prenda en el espejo. ¡No tenía ningún atractivo femenino! Los tirantes, tenían anchos refuerzos en los hombros para impedir que el peso dañara su carne, pero era inevitable que quedaran marcas. La prenda estaba hecha de un tejido blanco «extra-resistente». ¡Cómo odiaba esas palabras! Y cómo odiaba a la industria de la lencería. Debían una explicación a las cientos de mujeres con su misma talla, por no ofrecerlas un solo sujetador de color melocotón, azul celeste, malva o cualquier otro tono femenino. Aparentemente se suponía que las mujeres de sus mismas proporciones no tenían sentido del color cuando se trataba de elegir ropa interior.
Una sola vez, ¡oh, tan sólo una vez! cómo le habría gustado husmear en los mostradores y de ropa interior femenina con braguitas diminutas y sostenes a juego y experimentar lo que se sentía con unas prendas tan provocativas y femeninas sobre su piel. Pero desgraciadamente no le habían concedido la oportunidad.
Una vez puesta la ropa interior, cubrió el sostén de algodón con el suéter e inmediatamente se sintió más benevolente con ella misma y con la industria textil. El suéter era elegante y atractivo y le ayudó a recobrar su excitación. Los pantalones, de suave matiz violeta, se ajustaban perfectamente a sus caderas bien proporcionadas, y los zapatos de tacón alto con finas tiras de piel que había elegido añadían el toque adecuado de frivolidad. Theresa nunca había sentido demasiada afición por las joyas, especialmente por los pendientes, pues sólo servían para hacer más llamativo el rostro de una mujer. Pero, su nuevo tono de uñas merecía algo especial, así que se puso una delicada pulsera de oro alrededor de la muñeca izquierda. Finalmente, cogió un pequeño broche de oro con la forma de una clave de sol y lo insertó en el escote del suéter.
Luego cruzó el vestíbulo y se metió en el cuarto de Amy para reproducir el maquillaje ensayado la noche anterior. Pero a Theresa le temblaban tanto las manos que apenas podía manejar los cepillos y demás utensilios.
Amy se dio cuenta y no pudo resistir la tentación de burlarse.
– Considerando que no es una cita, no deberías estar en ese estado de nervios.
– Oh, ¿se nota? -preguntó consternada.
– Quizás deberías dejar de frotarte las manos en los muslos cada medio minuto, porque si no tus pantalones nuevos van a parecer muy pronto los pantalones de trabajo de un fontanero.
– Es ridículo, lo sé. Desearía parecerme más a ti, Amy. Eres ingeniosa e inteligente, incluso cuando hay chicos delante pareces saber qué decir y cómo actuar. Oh, estas cosas deben parecerte absurdas, viniendo de una mujer de mi edad.
De algún modo, el siguiente comentario de Amy fue el ideal para calmar los nervios de su hermana.
– A él le va a encantar tu nuevo peinado, y tu maquillaje, y también tu conjunto, así que deja de preocuparte. Anda, dame esa sombra y cierra los ojos.
Pero, cuando Theresa echó la cabeza hacia atrás e hizo lo que se le había ordenado, su hermana se halló ante la difícil tarea de aplicar maquillaje en unos párpados temblorosos. Aun así, consiguió reproducir el efecto mágico de la noche anterior, y cuando Theresa se miró en el espejo del tocador de Amy con el maquillaje acabado, se llevó una mano al pecho inconscientemente, en ademán de asombro.
Sonriendo, Amy la animó.
– ¿Lo ves? Te lo dije.
Y, en aquel precioso instante, Theresa la creyó. Se volvió impulsivamente para abrazar a su hermana, pensando en lo feliz que se sentía porque todas aquellas cosas no hubiesen sucedido antes. Era maravilloso experimentar aquellos primeros sentimientos de Cenicienta a los veinticinco años.
– Buena suerte, ¿eh?
La sonrisa de Amy era sincera.
Como respuesta, Theresa le lanzó un beso cariñoso desde la puerta. Cuando se volvió para salir, Amy añadió:
– ¡Ah! Y no te olvides de ponerte un poco de perfume.
– Oh, perfume. Pero no tengo nada. Compré unos polvos de talco, pero se supone que no deben poder olerse.
– Anda, prueba éste.
Escogieron una fragancia sutil y seductora de entre los botes esparcidos sobre el tocador de Amy. A Theresa ya sólo le restaba enfrentarse a Brian Scanlon. Y aquél iba a ser el momento más difícil de todos.
De vuelta en su cuarto, Theresa se movió de un lado a otro, guardando ropa suelta, mirando su reloj cada poco rato. Podía oír las voces de Jeff y Brian en el otro extremo de la casa, juntó con las de su padre y la de Amy. Todos estaban esperándola y, repentinamente, deseó haberse arreglado antes para no tener que hacer la entrada triunfal. Pero ya era demasiado tarde. Sin importarle si estropeaba los pantalones o no, se frotó las manos sobre los muslos por última vez, respiró profundamente y salió.