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– ¿Puedes nadar?

– ¿Que si puedo nadar? -replicó algo perpleja.

– Sí, quiero decir que si… ya te lo permiten los médicos.

– Oh, sí, ya puedo hacer de todo. Lo peor fue el primer mes después de la operación.

A continuación siguió un extraño silencio, y Theresa se preguntó a qué se debería.

– ¿Por qué no me lo dijiste la otra noche?

Theresa ya tenía aclarada la duda. ¡Brian había estado esperando que le diera el visto bueno para seguir adelante! La idea le causó cierta inquietud, pero ansiaba profundizar su relación con él, a pesar de que sabía sin lugar a dudas que habría pocos días de total inocencia una vez hubieran comenzado a verse con regularidad. Su clásico sentido de la propiedad la ponía de por sí en una situación vulnerable, una en la que muy pronto se vería forzada a tomar algunas decisiones muy críticas.

– Yo… no se me ocurrió pensar en eso.

– A mí, sí.

Ahora fue cuando Theresa cayó en la cuenta… la delicadeza con que Brian la había abrazado, como si fuera de frágil cristal… ni en los momentos más ardientes la había oprimido con fuerza, como en otras ocasiones.

El silencio reinó durante un rato. Brian lo rompió, hablando con voz más profunda de lo usual.

– Theresa, me gustaría que pasáramos juntos el próximo sábado… aquí. Trae un bañador y yo me encargaré de comprar algo de comer. Nadaremos, tomaremos el sol y hablaremos, ¿de acuerdo?

– Sí.

– ¿A qué hora paso a buscarte?

Le había echado tanto de menos… solo podía darle una respuesta.

– Pronto.

– ¿A las diez?

«No, a las seis de la mañana», pensó ella, pero respondió:

– Muy bien. Estaré preparada.

– Entonces, el sábado nos veremos. Y… ¿bonita?

– ¿Sí?

– Te echo de menos.

– Yo también.

Era viernes. Theresa no había podido dormir bien, considerando las posibilidades que se abrían ante ella con respecto a Brian. Pensaba no sólo en la tensión sexual existente entre ellos, sino también en las responsabilidades que la misma acarreaba. Nunca se le había ocurrido la idea de tener una relación sexual plena fuera del marco del matrimonio, pero la breve experiencia en Fargo la había prevenido de que, cuando los cuerpos están excitados, las actitudes morales tienden a disolverse y olvidarse ante la plenitud del momento.

«¿Le dejaría? ¿Me lo permitiría a mí misma?» La respuesta a ambas preguntas, descubrió, era un rotundo sí.

Por la mañana fue a una droguería para comprar una crema bronceadora, sabiendo que tendría problemas si no protegía su piel pecosa y delicada en la cual sentía una sensación hormigueante con sólo oír la palabra «sol». Escogió una cuya etiqueta decía que tenía un alto índice de protección y luego se acercó a un mostrador lleno de gafas de sol. Pasó un rato agradable probándose todas las gafas por lo menos dos veces, antes de decidirse por un par bastante elegante y moderno, cuyos cristales cambiaban de color con la luz. El llevar ocultos los ojos le daba a los labios un aspecto más atrayente y vulnerable.

Vagó entre los mostradores cogiendo las cosas que necesitaba: desodorante, suavizante capilar… De repente se quedó paralizada ante una estantería llena de diferentes productos anticonceptivos.

En el subconsciente, vio el rostro de Brian como proyectado en una pantalla de cine. Parecía inevitable que se convirtiera en su amante. Entonces, ¿por qué le parecía una infamia considerar la posibilidad de comprar el anticonceptivo por adelantado? De algún modo, enfriaba la cálida temperatura del amor y le hacía sentirse taimada y superficial.

Sin darse cuenta de que lo había hecho, se puso las gafas de sol para ocultarse tras ellas, a pesar de que la etiqueta con el precio colgaba aún de una patilla.

«¡Theresa Brubaker, tienes veintiséis años! Vives en la América del año 2.000, donde la mayoría de las mujeres toman esta decisión antes de los dieciocho años. ¿De qué tienes miedo?», se preguntó a sí misma.

¿Del compromiso? En absoluto. Sólo de la innegable atracción sexual, pues una vez que se hubiera rendido, no habría vuelta atrás. Era una decisión irreversible.

«No seas boba. Tal vez él quiera pasarse todo el día en la piscina y todas tus preocupaciones habrán sido en vano.»

¡Pero eso era muy poco probable! Si la tenía todo el día al sol, parecería un ladrillo que alguien olvidó en el horno. Y ya había insinuado que la llevaría al dormitorio para que probase su cama de agua.

«¡Así que compra algo! Al menos lo tendrás si lo necesitas. Coge uno y lee la etiqueta.»

Pero, antes de hacerlo, Theresa miró el pasillo en ambas direcciones. Hasta las instrucciones de la etiqueta la ruborizaban. ¿Cómo iba a afrontar el hecho de que tendría que usar esas cosas si estaba con un hombre? ¡Se moriría de vergüenza!

Estudió los diferentes productos y finalmente se decidió por uno. Pero, de camino a la caja, cogió un Cosmopolitan y puso dicha revista distraídamente sobre el resto de las compras en el mostrador. Cosmopolitan, pensó, «¡qué apropiado!». Pero otra clase de mujer le habría reprochado no poner los anticonceptivos sobre la revista en vez de al revés.

En su siguiente parada en el centro comercial de Burnsville, decidió que necesitaba un bolso más grande para guardar aquellas cosas, sobre todo los anticonceptivos. Se rió para sus adentros al pensar que fuera precisamente la compra de sus primeros anticonceptivos lo que le había llevado a comprar algo que había deseado toda su vida: un bolso para llevar al hombro. Sus hombros habían soportado más peso del que debían en los años pasados, y Theresa nunca había sentido la necesidad de cargarlos con un peso adicional, a pesar de que a menudo había deseado tener un bolso de esa clase. Pues ahora iba a comprárselo.

Pero la razón principal por la que había entrado en una tienda de ropa era para comprarse un traje de baño, otra de las prendas con las que se había ensanchado su horizonte de posibilidades, pues los que había llevado hasta entonces eran de una sola pieza y retocados para que le sirvieran.

Ahora, comoquiera que sea, se lo probó todo, hasta los bikinis más provocativos. Eligió un modelo de dos piezas muy normal que, sin ser escandaloso, tampoco era una cursilada pasada de moda. Tenía el mismo color que la hierba de su jardín, y parecía de cuero mojado y reluciente cuando la luz se reflejaba en él. Aquel tono verde brillante era algo que en épocas pasadas nunca se habría atrevido a contrastar con su cabello, pues había pensado inmediatamente en la vieja historia del semáforo verde y rojo. Pero desde la operación, su confianza había aumentado. Y la entrada de Brian en su vida había centuplicado dicha confianza. Aquel regalo de Brian era algo que pretendía devolverle de algún modo algún día.

A la mañana siguiente, se despertó poco después de las cinco. El sol naciente estaba asomándose por el Este, coloreando el cielo de un tono rojizo. Cerrando los ojos, Theresa sintió que los rayos de sol penetraban en su cuerpo. Se puso boca abajo, saboreando la satisfacción que un simple acto como aquél le proporcionaba. Esbozó una sonrisa perezosa, sintiéndose ligera, flexible. Ya no había nada que le molestara bajo su cuerpo esbelto.

Después de cierto tiempo se puso boca arriba, mirando al techo y al despertador a continuación. ¿Se había roto, o habían pasado solamente cinco minutos desde que se despertó? ¿Se le haría la mañana tan larga hasta que llegara Brian?

Sí se le hizo a pesar de que perdió todo el tiempo que pudo arreglándose casi con el mismo esmero que lo haría una novia el día de su boda.

Se depiló las piernas… hasta arriba del todo por primera vez en su vida. Redondeó las uñas de los pies con una lima y luego se las pintó. Se hizo una manicura completa y cuidadosa, dándose tres capas de pintura en las uñas. Se lavó la cabeza y se peinó con un esmero que era positivamente estúpido, considerando que iba a saltar a la piscina poco después de llegar allí. Pero no se maquilló con menos esmero. Planchó un chándal blanco con una fina raya azul en las mangas y en los laterales de los pantalones. Luego se dio un baño y finalmente, cuando ya sólo faltaba media hora, ordenó su habitación. Luego se quitó su bata de baño y cogió el bikini verde. Se puso la diminuta parte inferior y se miró al espejo. La prenda daba a sus firmes nalgas un aspecto atractivo y tentador, y Theresa no habría cambiado de sitio ni un ápice de carne, incluso aunque hubiera podido.