Cuando se volvió a poner de cara al espejo con el sostén del bikini en la mano, se quedó observando sus senos. Las cicatrices en forma de media luna que había bajo cada uno de ellos habían desaparecido casi por completo, y de las circulares de alrededor de los pezones no quedaba ni rastro. Las que seguían siendo muy visibles eran las que iban verticalmente desde la parte inferior de los senos hasta los pezones. El médico le había dicho que éstas tardarían seis meses por lo menos en desaparecer por completo, pero le había garantizado que lo harían. Además, padecía de picores en ambas. Theresa cogió un bote de crema de cacao y se echó una buena cantidad del bálsamo calmante a lo largo de cada una de las cicatrices. Pero, al terminar, los dedos de la mano permanecieron sobre su seno izquierdo. No eran las cicatrices lo que veía, sino una mujer cambiada. Una mujer cuyos horizontes se habían extendido en infinitas direcciones desde su operación. Una mujer a la que ya no le preocupaban las pecas ni el color de su cabello. Una mujer que consideraba sus senos casi hermosos.
Una sonrisa alegre y orgullosa iluminó su rostro.
«Soy femenina. Soy tan hermosa como me siento. Y hoy me siento absolutamente hermosa.»
Se puso la parte superior del bikini y contempló su aspecto. Parecía increíble lo bien que sentaba. Deslizó las yemas de los dedos por el escote, lleno de pecas. Ya no eran odiosas, sino que le daban un toque simpático a sus atractivos contornos.
Le disgustó tener que ponerse encima el chándal blanco. ¡Oh, gloriosa liberación, qué fantástico era sentirla dentro!
Metió en una bolsa de lona un bote de champú, la crema bronceadora, productos de maquillaje, la crema de cacao, unos vaqueros y un sujetador sin estrenar de color azul claro, con encajes. Ya se habían acabado sus días de sujetadores horribles.
Cuando dieron las diez, Theresa no sólo estaba preparada, sino que también era una mujer satisfecha de sí misma.
La furgoneta apareció en la calzada y Theresa salió a la puerta. Le vio sonreír y levantar un brazo. Luego apagó el motor, bajó y se dirigió hacia ella.
Llevaba las gafas de sol, un bañador blanco ajustado y una camisa azul marino desabrochada, que tenía tres bolsillos de cremallera. Tenía remangada la camisa hasta los codos. Se aproximó a ella y se detuvo a su lado. Miró hacia arriba, pues Theresa estaba dos peldaños por encima de él. Perezosamente, se quitó las gafas, mientras Theresa sentía cada poro de su piel electrizado por la presencia de Brian.
– Hola, bonita.
– Hola, Brian.
A Theresa le habría encantado llamarle algo cariñoso, aunque el modo expresivo en que pronunciaba su nombre era cariñoso en sí mismo.
¿Quién hizo el primer movimiento? Theresa sólo sabía que en un instante estaba dos peldaños por encima de él y en el siguiente envuelta entre sus brazos compartiendo un beso bajo el brillante sol de junio. Ella, la chica tímida e introvertida que tantas veces se había preguntado por qué unas mujeres consideraban normales y sin importancia estas escenas, frecuentes en sus vidas, mientras que otras sólo podían tumbarse en sus camas vacías y soñar con tal éxtasis.
No fue un beso apasionado. Ni siquiera muy íntimo. Pero la levantó del suelo y la lanzó contra el pecho parcialmente desnudo de Brian, al que rodeó el cuello con ambos brazos. Brian alzó los labios, rozando con ellos los de Theresa, y luego bajó la cabeza para cubrir de besos el triángulo pecoso que dejaba expuesto la abertura del chándal.
– Mmm… hueles muy bien.
Brian relajó su abrazo sólo lo suficiente para que Theresa resbalase hacia abajo, pegada contra su cuerpo. Luego, ella alzó la mirada, sonriéndole, contemplando sus atractivos ojos.
– Mmm… tú también.
Brian apoyó las manos sobre sus caderas. Theresa percibió el movimiento con toda claridad, a pesar de que estaban mirándose a los ojos sin moverse, a plena luz del día, de modo que cualquier vecino podría verlos.
– ¿Estás lista?
– Desde las seis de la mañana.
Brian soltó una carcajada, deslizó ambas manos hacia arriba por los costados de Theresa y la volvió hacia la puerta.
– Entonces coge tus cosas y no perdamos un minuto más.
Capítulo 15
Los apartamentos Village Green eran edificios de estuco que formaban una especie de herradura, dentro de la cual había una piscina fabulosa. Los patios y jardines estaban arbolados con viejos olmos cuyas ramas repletas de hojas colgaban inertes en la cálida mañana de verano. Brian aparcó frente a la parte trasera del segundo edificio.
En el interior, el vestíbulo tenía suelo de moqueta y las paredes estaban cubiertas por un discreto y elegante papel pintado. Caminando junto a él, Theresa no pudo evitar observar cómo flexionaba sus pies desnudos a cada paso que daba. Estar con un hombre descalzo tenia algo innegablemente íntimo. Theresa se fijó también en sus piernas. Brian tenía unas piernas musculosas, cubiertas de vello. Él se detuvo ante el número 122, abrió la puerta y se echó hacia atrás.
– Todavía no es gran cosa, pero lo será.
Theresa entró en una sala con suelo de moqueta de color hueso. Justo enfrente de la puerta principal había otra corrediza de cristal, de unos dos metros y medio, que tenía la cortina corrida y permitía contemplar la vista de la piscina y la zona verde que la rodeaba. En el cuarto había una silla de despacho de color marrón, una lámpara de pie junto a ella, y nada más excepto aparatos musicales: guitarras, amplificadores, altavoces enormes que le llegaban a Theresa por el hombro, micrófonos, un magnetofón de varias pistas, un tocadiscos, una radio, cintas y discos.
Formando una L en yuxtaposición a la sala había una pequeña cocina con un mostrador que la separaba del resto del salón. Un corto pasillo conducía probablemente al dormitorio y al cuarto de baño.
Theresa se paró en el centro de la sala. Parecía un lugar muy solitario y vacío, y se puso triste al imaginarse allí a Brian, solo, sin ninguna de las comodidades de un hogar, sin nadie con quien hablar o compartir la música… Pero se volvió y sonrió alegremente.
– Dicen que el hogar está donde está tu corazón.
Brian también sonrió.
– Eso dicen. Aun así, podrás ver por qué te invité a nadar. Creo que es todo lo que puedo ofrecer.
«Oh, yo no diría eso», pensó Theresa impulsivamente. Pero se encogió de hombros y miró a su alrededor una vez más.
– La natación es uno de los pocos deportes que he podido practicar toda mi vida. Me encanta desde que era pequeña. ¿Son tuyos todos estos aparatos?
– Sí.
– ¡Tienes un equipo magnífico!
Brian observaba a Theresa mientras ésta iba mirando cada cosa, sin tocar nada, hasta que vio en el suelo un cuaderno de anillas junto a una vieja guitarra acústica. Se arrodilló, leyó las palabras escritas a mano y alzó la vista.
– ¿Tu cuaderno de canciones?
Brian asintió.
Theresa pasó las páginas lentamente, deteniéndose de vez en cuando para tararear unos cuantos compases.
– Debes haber tardado muchos años en recopilar todas estas canciones.
Las hojas atraían a Theresa simplemente porque contenían su escritura, la cual se había convertido en algo muy familiar para ella durante los seis meses pasados. Las canciones estaban ordenadas alfabéticamente, así que Theresa no pudo evitar la tentación de pegar un salto hasta la «D». Allí estaba: Dulces Recuerdos.