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Observando las manos de Brian brillando sobre su piel, Theresa se imaginó lo que sería tenerlas sobre la suya. Se dejó caer en una silla y comenzó a darse crema en las piernas, sintiendo que la mirada de Brian seguía todos sus movimientos al extender la crema en la zona interior de los muslos. Mantenía apartada la mirada, pero por el rabillo del ojo vio cómo se sentaba apoyando un pie en el borde de una hamaca y comenzaba a ponerse crema en la pierna. Se había puesto de lado, así que Theresa disfrutó de una ocasión de observarle sin ser vista.

Su mirada recorrió su espalda musculosa, descendiendo hasta el muslo que tenía levantado y la unión de las piernas, donde aguardaban los secretos. De repente, Theresa pensó que en tiempos victorianos se prohibía a los hombres y a las mujeres estar juntos en las playas. Era algo decididamente sensual observar a un hombre en bañador.

Apartó la vista, preguntándose si debía sentirse culpable por la nueva e inesperada curiosidad que albergaba. Pero no se sentía culpable en absoluto. Tenía veintiséis años… ya era hora de que saciara su curiosidad.

– ¿Me echas crema en la espalda? -preguntó Brian.

– Claro, date la vuelta -contestó alegremente.

Pero cuando estaba sujetando el bote, le temblaba la mano extendida. Brian tenía la espalda suave, y varios lunares. Los hombros anchos y la cintura estrecha. La piel, tersa y saludable. Cuando Theresa curvó los dedos sobre ambos costados, él se estremeció, levantando levemente los brazos para darle acceso. Por un momento, Teresa tuvo la tentación de deslizar las manos alrededor del bañador y apretar la cara contra su pecho, pero se dominó y le echó crema en los duros hombros, en el cuello, y hasta un poco en el pelo. Ya tenía el pelo más largo, lo cual agradó a Theresa. Nunca había sentido demasiada simpatía por los «pelados» militares, pues se imaginaba que si llevara el pelo más largo, se curvaría en mechones rizados. Cuando le acarició el cuello, Brian echó la cabeza hacia atrás y profirió un sonido ronco y gutural. Theresa sintió como si se hubiera encendido un fuego en sus entrañas.

Fue peor, o mejor, cuando Brian se volvió y cogió el bote de sus dedos resbaladizos.

– Ahora es mi turno; date la vuelta -dijo con voz sosegada.

Theresa así lo hizo, apartándose de la ardiente mirada de Brian. Entonces sintió las grandes manos extendiendo la fría loción sobre su piel desnuda. Luego, con la fricción y el contacto, su piel comenzó a calentarse. Las caricias le hacían respirar con dificultad, y le hacían imposible controlar el alocado ritmo de su corazón. Curvó los dedos sobre sus hombros, ascendiendo bajo su cabello, forzándola a echar la cabeza hacia adelante. Luego descendieron lentamente para deslizarse por el borde del bikini, entreteniéndose sobre las caderas. Las manos resbalaban sensualmente sobre su piel, y le provocaban estremecimientos.

Entonces, se acabó el masaje. Theresa oyó cómo cerraba el bote y lo dejaba sobre la mesa de aluminio. Pero no se movió. No podía. Sentía que no iba a volver a moverse en toda su vida, a menos que se apagara el fuego que ardía en sus mejillas. Si esto no sucedía, se quedaría allí y se quemaría hasta convertirse en cenizas.

– El último que entre es un gusano -gritó Brian.

Entonces Theresa se lanzó hacia la piscina corriendo y se tiró al agua al mismo tiempo que él. La impresión fue fortísima. A Theresa le dio la sensación de que la temperatura de su cuerpo había descendido cincuenta grados de repente. Nadó sin parar hasta el otro extremo de la piscina con fuerza y estilo. Cuando llegó a su meta, la temperatura de su cuerpo ya se había estabilizado.

Hicieron juntos ocho largos y, a mitad del noveno, Theresa comenzó a dar palmadas en el agua y declaró:

– Adiós, creo que me voy a ahogar.

Entonces de hundió en el agua y, cuando volvió a sacar la cabeza, Brian estaba allí parado, esperando.

– Mujer, no he acabado contigo todavía. Lo siento, nada de ahogos hasta entonces.

Y sin más ceremonias desapareció, surgiendo en la posición perfecta para coger a Theresa en un simulacro de salvamento, con el brazo izquierdo rodeando el pecho de Theresa y colocado detrás de ella. A continuación la remolcó hasta el borde de la piscina.

Theresa se dejó llevar gustosamente, sintiendo una gran sensualidad, y abandono. El brazo de Brian apretaba uno de sus senos y le producía una sensación maravillosa.

Al llegar al borde, ambos se agarraron con los dos brazos a él y apoyaron las mejillas sobre las muñecas, el uno frente al otro, moviendo los pies perezosamente en la superficie del agua azul.

– Estás derritiéndote -observó Brian sonriendo, y deslizó un dedo bajo el ojo derecho de Theresa.

– ¡Oh, el maquillaje!

Volvió a hundirse y se frotó los ojos antes de volver a salir. Entonces le preguntó a Brian si seguía manchada.

– Sí, pero déjalo. Te pareces a Greta Garbo.

– Eres un nadador estupendo.

– Tú también.

– Como ya te he dicho, es prácticamente el único deporte que me resultaba agradable cuando estaba creciendo. Pero a la larga también lo dejé, cuando iba camino de los veinte, porque tenía miedo de que… bueno, de que desarrollara desproporcionadamente mi musculatura.

Brian estaba observando detenidamente su cara mojada.

– Parece que hay muchas cosas a las que tuviste que renunciar que yo no hubiera sospechado nunca.

– Sí, pero eso ya se acabó. Ahora soy una persona nueva.

– Theresa, no… bueno, ¿estás segura de que puedes hacer ya tanto ejercicio? Has nadado mucho, y me preocupa aunque hayas dicho que ya estás completamente recuperada.

Como para demostrárselo, Theresa se agarró al borde de la piscina y salió de un salto, girando para sentarse frente a él.

– Completamente recuperada, Brian.

Él se sentó a su lado. Theresa se echó hacia atrás el cabello con un movimiento de la cabeza, sintiendo que la mirada de Brian no perdía detalle.

Brian se pasó las manos por el rostro para secarlo un poco, y luego a través de cabello, echándolo hacia atrás. Se quedó mirando el agua con expresión pensativa.

– Theresa, ¿te daría reparo contestarme algunas preguntas sobre la operación?

– Quizás. Pero pregunta de todos modos. Estoy intentando con todas mis fuerzas superar la timidez… Pero, si no te importa, voy a echarme un poco de crema primero. El agua se ha llevado casi toda.

Se levantaron, dejando huellas húmedas sobre el hormigón al dirigirse hacia el extremo opuesto de la piscina. Theresa se secó la cabeza y luego extendió su toalla sobre la hierba, sentándose para echarse crema en la cara una vez más. Cuando acabó, se tumbó boca abajo, pensando que sería mucho más fácil responder a las preguntas de Brian si no le miraba.

Las manos de Brian recorrieron su espalda, extendiendo crema de nuevo mientras preguntaba.

– ¿Cuándo decidiste operarte?

– ¿Te acuerdas cuando te escribí diciéndote que me había caído en el aparcamiento del colegio?

– Sí.

– Pues justo después de eso. Cuando el doctor examinó mi espalda, me dijo que debería preocuparme de resolver mi problema para siempre.

– ¿El de la espalda?

– Los pechos muy grandes producen muchas molestias en la espalda y los hombros que la gente desconoce. Los hombros son especialmente delicados. Pensé que probablemente te habrías fijado en las marcas… todavía se notan un poco.

– ¿Éstas?

Brian acarició uno de sus hombros, y Theresa sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo de punta a punta.

– Antes no estaba mirando tus hombros precisamente -prosiguió Brian-, pero ahora veo las marcas. ¿Qué más? Quiero saberlo todo. ¿Fue muy duro para ti? Psicológicamente, quiero decir.

Boca abajo sobre la toalla, con la cara apoyada en el envés de una mano y los ojos cerrados, Theresa le contó todo. Le habló de las discusiones que tuvo con sus padres, de sus miedos e incertidumbres, omitiendo el hecho de que los pezones no habían recuperado aún la sensibilidad. Todavía no se atrevía a compartir dicha intimidad con Brian. Si llegaba un momento en que fuera necesario, se lo contaría, pero entonces no dijo una palabra del tema, al igual que tampoco le mencionó que tal vez no podría amamantar a sus hijos.