El silencio cayó de nuevo sobre la arena.
Feyd-Rautha se volvió, haciendo frente a la gran puerta roja por la cual tenía que surgir el gladiador.
El gladiador especial.
El plan escogido por Thufir Hawat era admirable: simple y directo, pensó Feyd-Rautha. El esclavo no estaría drogado… y este era el peligro. Pero una palabra clave había sido impresa en el inconsciente del hombre, para bloquearlo en el instante crucial. Feyd-Rautha repitió varias veces la palabra vital en su mente, murmurándola en silencio: «¡Canalla!». A los ojos de los espectadores, todo ocurriría como si alguien hubiera conseguido introducir en la arena un esclavo no drogado para matar al na- Barón. Y las pruebas cuidadosamente preparadas señalarían como único culpable al maestro de esclavos.
Un sordo ronroneo se elevó de los servomotores de la gran puerta roja, que comenzó a abrirse.
Feyd-Rautha concentró toda su atención en la puerta. El primer momento era el más crítico. En el preciso instante en que aparecía el gladiador, un ojo adiestrado podía captar todo lo que necesitaba saber. Se suponía que todos los gladiadores se hallaban bajo la influencia de la elacca, prestos para morir en el combate… pero había que observar la forma en que blandían el cuchillo y montaban su guardia para saber si eran conscientes o no de la multitud. Una simple inclinación de su cabeza podía proporcionar un importante indicio para una finta o un contraataque.
La puerta roja se abrió sonoramente.
Un hombre surgió de ella a paso de carga, alto y musculoso, con el cráneo afeitado y los ojos parecidos a oscuros pozos. Su piel era del color rojo zanahoria que confería la elacca, pero Feyd-Rautha sabía que estaba pintada. El esclavo llevaba unas mallas verdes y el cinturón rojo de un semiescudo: la flecha del cinturón estaba inclinada hacia la izquierda, indicando que sólo el lado izquierdo del esclavo estaba protegido por el escudo. Empuñaba su cuchillo como si fuera una espada, ligeramente apuntado hacia adelante, como un combatiente experimentado. Avanzó lentamente por la arena, presentando su lado protegido por el escudo a Feyd-Rautha y al grupo reunido junto a la puerta de prudencia.
—No me gusta su aspecto —dijo uno de los picadores de Feyd-Rautha—. ¿Estáis seguro de que está drogado, mi Señor?
—Tiene el color —dijo Feyd-Rautha.
—Pero está en posición de combate —dijo otro ayudante.
Feyd-Rautha avanzó un par de pasos en la arena, estudiando a su esclavo.
—¿Qué se ha hecho en el brazo? —dijo uno de los distractores. Feyd-Rautha miró atentamente la sangrienta marca en el antebrazo izquierdo del hombre y luego siguió la dirección de la mano que le señalaba un dibujo que el hombre se había trazado con sangre en el lado izquierdo de sus mallas verdes: el perfil estilizado, todavía húmedo, de un halcón.
¡Un halcón!
Feyd-Rautha miró directamente a sus tenebrosos ojos, captando un brillo de excitación.
¡Es uno de los soldados del Duque Leto que capturamos en Arrakis!, pensó. ¡No es un simple gladiador! Se estremeció de pies a cabeza, preguntándose angustiado si Hawat no tendría en realidad otro plan para la arena… un truco dentro de otro truco. ¡Y aunque fuera así, sólo el maestro de esclavos aparecería como único culpable!
El jefe de manipuladores de Feyd-Rautha se inclinó a su oído.
—No me gusta el aspecto de ese hombre, mi Señor —dijo—. Dejad que le plante una o dos picas en el brazo que sostiene el cuchillo para asegurarnos.
—Plantaré yo mismo las picas —dijo Feyd-Rautha. Tomó un par de largas astas rematadas en garfios y las levantó, sopesándolas, comprobando su equilibrio. Aquellas picas estaban supuestamente drogadas… pero no en aquella ocasión, y aquello podía costar la vida al jefe de manipuladores. Pero todo formaba parte del plan.
«Saldréis de este duelo como un héroe», le había dicho Hawat. «Habréis muerto a vuestro gladiador en un combate de hombre a hombre, a pesar de la traición. El maestro de esclavos será ejecutado, y vuestro hombre tomará su lugar.»
Feyd-Rautha avanzó otros cinco pasos en la arena, representando el momento, estudiando al esclavo. Sabía que los expertos en las tribunas sobre la arena habían visto ya que algo no iba bien. El gladiador tenía la piel del color correcto para un drogado, pero permanecía inmóvil y no temblaba. Los aficionados habrían susurrado ya entre ellos «¿Veis como está en guardia? Tendría que agitarse… atacar o huir. ¿Veis cómo conserva sus fuerzas, cómo espera? No debería esperar.»
Feyd-Rautha sintió crecer su propia excitación. Puede que haya traición en la mente de Hawat, pensó. Pero pese a todo puedo vencer a este esclavo. Y es en mi cuchillo largo donde se encuentra el veneno en esta ocasión, no en el corto. Ni siquiera Hawat sabe esto.
—¡Hai, Harkonnen! —gritó el esclavo—. ¿Estás preparado para morir?
Un silencio mortal se apoderó de la arena. ¡Los esclavos nunca lanzan su desafío!
Ahora, Feyd-Rautha podía ver claramente los ojos del gladiador, la fría ferocidad de la desesperación que se albergaba en ellos.
Notó el modo como el hombre permanecía de pie, relajado y atento, con los músculos preparados para la victoria. El correo secreto de los esclavos había pasado el mensaje de Hawat de uno en uno hasta alcanzar su destino: «Tendrás una auténtica posibilidad de matar al na-Barón.» Hasta ahora, el plan funcionaba a la perfección.
Una furtiva sonrisa cruzó la boca de Feyd-Rautha. Alzó las picas, viendo el éxito de sus planes en la forma en que el gladiador permanecía de pie.
—¡Hai! ¡Hai! —desafió el esclavo, y dio dos pasos hacia adelante.
Ahora ya nadie del público puede equivocarse, pensó Feyd- Rautha.
Su esclavo tenía que haber estado casi paralizado por el terror inducido por la droga. Cada uno de sus movimientos tenía que haber revelado su convicción de que no había ninguna vía de salvación para él… que de ninguna manera podía vencer. Su cerebro tenía que haberse contorsionado por el recuerdo de las historias acerca de los venenos que el na-Barón escogía para el puñal del guante blanco. El na-Barón no concedía nunca una muerte rápida; se deleitaba exhibiendo extraños venenos, podía permanecer en la arena explicando los más interesantes efectos colaterales sobre las victimas que se contorsionaban a su lado. Había miedo en el esclavo, sí… pero no terror.
Feyd-Rautha levantó muy alto las picas e inclinó la cabeza, casi como en una invitación.
El gladiador atacó.
Sus fintas y sus paradas eran las mejores que Feyd-Rautha había visto en su vida. Un golpe lateral estuvo a punto, por fracciones de segundo, de cortar los tendones de la pierna izquierda del na-Barón.
Feyd-Rautha saltó hacia atrás, dejando una pica clavada en el brazo derecho del esclavo, con los garfios completamente hundidos en la carne, de modo que el hombre no podía arrancarlos sin seccionarse los tendones.
Un concierto de sofocados gritos se alzó de los graderíos.
Feyd-Rautha se sintió invadido por la exaltación.
Sabía lo que estaba experimentando su tío en aquel instante, sentado allá con los Fenring, los observadores de la Corte Imperial, a su lado. No podía haber ninguna interferencia en aquel combate. Las formas debían ser conservadas ante tales testigos. Y el Barón sólo podía interpretar de un modo los acontecimientos de la arena: una amenaza contra su persona.
El esclavo retrocedió, manteniendo el cuchillo entre sus dientes y sujetándose la pica a lo largo de su brazo con ayuda de la banderola.
—¡No siento tu aguja! —gritó. Empuñó de nuevo el cuchillo y avanzó, el arma levantada, ofreciendo su lado izquierdo, el cuerpo doblado hacia atrás para aprovechar al máximo la protección del semiescudo.