Al pie de la muralla rocosa, las hojas amontonadas por los niños del sietch revoloteaban en el viento, pero los sonidos del paso del grupo (excepto alguna ocasional distracción de Paul o de su madre) no se distinguían de los rumores casuales de la noche.
Paul se pasó la mano por la fina película de sudor y polvo que se había encostrado en su frente, sintió un contacto en su brazo y oyó la voz silbante de Chani:
—Haz como te he dicho: cálate la capucha hasta tu frente. Deja expuestos tan sólo tus ojos. Estás desperdiciando humedad.
Una orden susurrada pidió silencio a sus espaldas:
—¡El desierto os oye!
Un pájaro gorjeó entre las rocas, muy arriba frente a ellos.
El grupo se detuvo, y Paul notó una repentina tensión.
Hubo un sordo golpe entre las rocas, un sonido no más intenso del que hubiera producido un ratón saltando en la arena.
El pájaro gorjeó de nuevo.
Un estremecimiento recorrió las filas del grupo. El ratón- canguro saltó de nuevo en la arena.
El pájaro gorjeó por tercera vez.
El grupo reanudó su ascensión por el interior de la hendidura entre las rocas, pero había ahora un silencio extraño en el modo de respirar de los Fremen que puso a Paul en estado de alerta, y notó que las numerosas miradas directas que dirigía a Chani no recibían respuesta, como si ella se aislara, se cerrara en si misma.
Ahora había roca bajo sus pies, un rumor débil de roce de ropas grises a su alrededor, y Paul sintió una relajación de la disciplina, pero Chani y los demás seguían extrañamente aislados, remotos. Siguió a una sombra imprecisa de perfil humano: peldaños, un giro, más peldaños, un túnel, a través de dos puertas selladoras de humedad, y por fin un estrecho pasadizo iluminado por un globo, entre dos paredes y un techo de roca amarillenta.
A su alrededor, Paul vio a los Fremen echar hacia atrás sus capuchas, quitarse los tampones y respirar profundamente. Alguien suspiró. Paul buscó a Chani, pero descubrió que ya no estaba a su lado. Estaba circundado por numerosos cuerpos aún embozados que le empujaban para uno y otro lado. Alguien le golpeó accidentalmente con un codo.
—Perdona, Usul —le dijo—. ¡Vaya carrera! Siempre es así. A su izquierda, el rostro delgado y barbudo del hombre llamado Farok estaba vuelto hacia él. Sus órbitas manchadas y sus ojos azules parecían aún más tenebrosos a la luz amarilla de los globos.
—Quítate la capucha, Usul —le dijo Farok—. Estás en casa —y ayudó a Paul, soltándole la capucha mientras con los hombros le hacía un poco de sitio a su alrededor.
Paul se quitó los tampones de la nariz, liberando después su boca. El acre olor del lugar le asaltó: cuerpos no lavados, exhalaciones destiladas de residuos reciclados, por todas partes los efluvios de una humanidad, con la turbulencia de la especia y sus armónicos dominándolo todo.
—¿Qué es lo que estamos esperando, Farok? —preguntó Paul.
—A la Reverenda Madre, creo. ¿No has oído el mensaje?… Pobre Chani.
¿Pobre Chani?, se preguntó Paul. Miró a su alrededor, preguntándose dónde estaría, y dónde estaría su madre en aquella multitud.
Farok inspiró profundamente.
—El aroma del hogar —dijo.
Paul observó que el hombre gozaba realmente de la fetidez del aire, no había ironía en su voz. Oyó toser a su madre, y luego le llegó su voz a través de los cuerpos apelotonados:
—Qué intensos son los olores de tu sietch, Stilgar. Veo que hacéis muchas cosas con la especia… papel… plásticos… ¿y eso no son explosivos químicos?
—¿Sabes reconocer todo esto por el olor? —era otra voz de hombre.
Y Paul comprendió que su madre estaba hablando para él, intentaba conseguir que aceptara rápidamente aquella avalancha en su pituitaria.
Hubo un rumor de actividad a la cabeza del grupo, una inspiración profunda y prolongada que pareció recorrer a los Fremen, y luego Paul oyó voces sofocadas a lo largo de la hilera.
—Entonces, es cierto… Liet ha muerto.
Liet, pensó Paul. Y luego: Chani, hija de Liet. Las piezas parecieron encajar en su mente. Liet era el nombre Fremen del planetólogo.
Paul miró a Farok.
—¿Es este el Liet que nosotros conocemos como Kynes? — preguntó.
—Sólo hay un Liet —dijo Farok.
Paul se volvió, y su mirada recorrió a los Fremen junto a él. Entonces, Liet-Kynes ha muerto, pensó.
—Ha sido la traición de los Harkonnen —exclamó alguien—. Lo han hecho de modo que pareciera un accidente… perdido en el desierto… un tóptero estrellado…
Paul se sintió invadido por una oleada de rabia. El hombre que les había ofrecido su amistad, que les había salvado de la caza de los Harkonnen, el hombre que había enviado a las cohortes Fremen a buscar a dos criaturas perdidas en el desierto… otra víctima de los Harkonnen.
—¿Usul siente ya sed de venganza? —preguntó Farok.
Antes de que Paul pudiera responder, fue dada una orden en voz baja, y todo el grupo avanzó, penetrando en una caverna más amplia y arrastrando a Paul con ellos. En el repentino espacio abierto, se halló frente a Stilgar y a una mujer desconocida envuelta en un vestido flotante de brillantes colores naranja y verde. Sus brazos estaban desnudos hasta los hombros, y vio que no llevaba destiltraje. Su piel era de un color oliva pálido. Sus oscuros cabellos estaban peinados hacia atrás en su frente, haciendo resaltar sus pómulos y su aquilina nariz entre la densa oscuridad de sus ojos.
Se volvió hacia él, y Paul vio que de sus orejas colgaban anillos dorados entremezclados con medidas de agua.
—¿Este es el que ha vencido a mi Jamis? —preguntó.
—Cállate, Harah —dijo Stilgar—. Fue Jamis quien le desafió… fue él quien invocó el tahaddi al-burhan.
—¡Pero es un muchacho! —dijo ella. Agitó bruscamente la cabeza, haciendo tintinear las medidas de agua—. ¿Mis hijos son huérfanos por culpa de otro niño? ¡Seguro, ha sido un accidente!
—Usul, ¿cuántos años tienes? —preguntó Stilgar.
—Quince años standard —dijo Paul.
La mirada de Stilgar recorrió el grupo reunido ante ellos.
—¿Hay alguno entre vosotros que quiera desafiarle?
Silencio.
Stilgar miró a la mujer.
—Y yo, hasta que no haya aprendido su extraño arte de combatir, no le desafiaré.
Ella le devolvió la mirada.
—Pero…
—¿Has visto a la extraña mujer que ha ido con Chani a ver a la Reverenda Madre? —preguntó Stilgar—. Es nuestra no-freyn Sayyadina, la Madre de este muchacho. Madre e hijo son maestros en ese extraño arte de batirse.
—Lisan al-Gaib —susurró la mujer. Sus ojos estaban llenos de estupor cuando miraron otra vez a Paul.
De nuevo la leyenda, pensó Paul.
—Quizá —dijo Stilgar—. Pero aún no ha sido probado. —Su atención regresó a Paul—. Usul, nuestra costumbre es que ahora seas responsable de la mujer de Jamis y de sus dos hijos. Su yali… sus apartamentos, son tuyos. Su servicio de café es tuyo… y esta es tu mujer.
Paul estudió a la mujer, preguntándose: ¿Por qué no llora a su hombre? ¿Por qué no muestra ningún odio hacia mí? Bruscamente, se dio cuenta de que los Fremen le estaban mirando, a la espera.
Alguien murmuró:
—Hay trabajo que hacer. Di de qué modo la aceptas.
—¿Aceptas a Harah como mujer o como sirviente? —dijo Stilgar.
Harak alzó los brazos, girando lentamente sobre sí misma.
—Aún soy joven, Usul. Se dice que parezco tan joven como era cuando estaba con Geoff… antes de que Jamis le venciera.
Jamis mató a otro para tenerla, pensó Paul.
—Si la acepto como sirviente, ¿podré cambiar mi decisión más tarde? —preguntó.