—Hay algo aterrador en ti —dijo ella—. Cuando te he apartado de los demás… lo he hecho porque esto era lo que querían. Tú… empujas a la gente. Tú… ¡haces ver cosas!
Paul se obligó a sí mismo a hablar distintamente:
—¿Y qué es lo que ves?
Ella bajó los ojos para mirar sus manos.
—Veo a un niño… en mis brazos. Es nuestro hijo, tuyo y mío —llevó una mano a su boca—. ¿Cómo puedo conocerlo todo de ti?
Tienen algo de talento, le dijo su mente a Paul. Pero lo rechazan porque les aterroriza.
En un momento de lucidez, vio que Chani estaba temblando.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Usul —susurró ella, y seguía temblando.
—No puedes volver al futuro —dijo él.
Lo invadió una profunda compasión hacia ella. La apretó contra sí, acariciando su cabeza.
—Chani, Chani, no tengas miedo.
—Usul, ayúdame —imploró ella.
Mientras ella hablaba, Paul sintió que la droga completaba su trabajo en su interior, rasgando los velos del tiempo para revelar el lejano torbellino gris de su futuro.
—Estás tan tranquilo —dijo Chani.
El se inmovilizó en su consciencia, viendo al tiempo dilatarse en su extraña dimensión, delicadamente estable pero aún tumultuoso, estrecho y a la vez proyectado para recoger mundos y energías innumerables, una cuerda tensa y oscilante sobre la que debía pasar manteniendo el equilibrio.
Por un lado veía el Imperio, a un Harkonnen llamado Feyd- Rautha que le amenazaba como una mortal hoja, los Sardaukar que se lanzaban fuera de su planeta para reemprender el pogrom sobre Arrakis, la Cofradía que complotaba y aprobaba tácitamente, las Bene Gesserit con su esquema de selección genética. Todos se amasaban en el horizonte, retenidos tan sólo por los Fremen y su Muad’Dib, el gigante Fremen aún dormido que sólo esperaba el despertar de la salvaje cruzada que devastaría el universo.
Paul se vio así mismo como el centro, el pivote alrededor del cual giraba toda aquella inmensa estructura, cruzando aquella finísima cuerda, el imperceptible segmento de paz y felicidad, con Chani a su lado. Ante él, un breve paréntesis relativamente tranquilo en un oculto sietch, un instante de paz entre períodos de violencia.
—No hay otro lugar para la paz —dijo.
—Usul, estás llorando —murmuró Chani—. Usul, mi fuerza, ¿estás dando humedad a los muertos? ¿A qué muertos?
—A los que todavía no están muertos —dijo él.
—Entonces deja que vivan el tiempo de sus vidas.
A través de la niebla de la droga, Paul supo que tenía razón, y la apretó aún mas fuerte contra él, salvajemente.
—¡Sihaya! —gritó.
Ella apoyó la palma de su mano en su mejilla.
—Ya no tengo miedo, Usul. Mírame. Cuando me abrazas así, también yo veo lo que tú ves.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó él.
—A nosotros dos dándonos mutuamente amor en un momento de calma entre tormentas. Eso es lo que debemos hacer.
La droga se apoderó nuevamente de él, y pensó: En tantas ocasiones me has dado tranquilidad y el olvido. De nuevo le aferró la hiperiluminación, con sus detalladas imágenes del tiempo, y sintió su futuro transformarse en recuerdos: las tiernas agresiones del amor físico, la comunión de identidades, la participación, la dulzura y la violencia.
—Tú eres fuerte, Chani —murmuró—. Quédate conmigo.
—Siempre —dijo ella, y le besó en la mejilla.
LIBRO TERCERO
EL PROFETA
CAPÍTULO XXXVIII
Ninguna mujer, ningún hombre, ningún niño consiguió jamás penetrar en la intimidad de mi padre. Si alguien tuvo alguna vez una relación parecida a lo que podría ser una camaradería con el Emperador Padishah, este fue el Conde Hasimir Fenring, un compañero suyo de infancia. La medida de la amistad del Conde Fenring puede ser evaluada por un hecho positivo: él fue quien calmó las sospechas del Landsraad, tras el Asunto Arrakis. Costó más de un billón de solaris en especia, eso al menos es lo que dice mi madre, y también muchas otras concesiones: esclavas, honores reales y títulos nobiliarios. Pero la segunda y más importante evidencia de la amistad del Conde fue negativa. Se negó a matar a un hombre, pese a que entraba dentro de sus capacidades y mi padre se lo había ordenado. Narraré esto más adelante.
El Barón Vladimir Harkonnen, lleno de rabia, avanzó por el corredor que conducía a sus apartamentos privados, cruzando rápidamente las manchas de luz que el atardecer hacía derramarse a través de las ventanas. Flotaba y se contorsionaba en sus suspensores con violentos movimientos.
Atravesó como un huracán la cocina privada, pasó la biblioteca, cruzó la pequeña sala de recepción y la antecámara de la servidumbre, donde ya era la hora de la siesta.
El capitán de los guardias, Iakin Nefud, estaba echado en un diván al otro lado de la estancia, con el estupor de la semuta reflejándose en su plano rostro, el lamentoso maullido de la música de semuta flotando a su alrededor. Junto a él estaba su corte personal, presta a servirle.
—¡Nefud! —rugió el Barón.
Los hombres se apartaron estremecidos.
Nefud se puso en pie, el rostro repentinamente blanco por el miedo pese al narcótico. La música de semuta se interrumpió.
—Mi Señor Barón —dijo Nefud. Sólo la droga impedía que su voz temblara.
El Barón examinó los rostros que le rodeaban, viendo las miradas desprovistas de emoción de todos ellos. Volvió su atención a Nefud, hablando en tono melifluo:
—¿Cuánto tiempo hace que eres capitán de mis guardias, Nefud?
Nefud deglutió.
—Desde Arrakis, mi Señor. Casi dos años.
—¿Y siempre has anticipado los peligros que podían amenazar mi persona?
—Ha sido siempre mi único deseo, mi Señor.
—Entonces, ¿dónde está Feyd-Rautha? —retumbó el Barón.
Nefud retrocedió.
—¿Mi Señor?
—¿Acaso no consideras a Feyd-Rautha como un peligro para mi persona? —su voz era de nuevo meliflua.
Nefud se humedeció los labios con la lengua. Los efectos de la semuta se iban diluyendo en sus ojos.
—Feyd-Rautha está en las dependencias de los esclavos, mi Señor.
—De nuevo con mujeres, ¿eh? —el Barón tembló en el esfuerzo por contener su ira.
—Señor, puede que…
—¡Silencio!
El Barón avanzó otro paso en la antecámara, notando cómo los hombres retrocedían, dejando un sutil vacío alrededor de Nefud, distanciándose un poco del objeto de su furor.
—¿Acaso no te he ordenado que sepas en cada instante dónde se encuentra el na-Barón? —preguntó el Barón. Dio otro paso adelante—. ¿Acaso no te he ordenado que sepas exactamente todo lo que dice, y a quién? —otro paso—. ¿Acaso no te he dicho que me mantengas informado de cada una de sus visitas a las dependencias de los esclavos?
Nefud tragó saliva. Gotas de transpiración perlaban su frente.
—¿Acaso no te he dicho todo eso? —concluyó el Barón, con una voz llana y desprovista de énfasis.
Nefud asintió.
—¿Y acaso no te he dicho también que examines a todos los muchachos esclavos que me sean enviados, y que tienes que hacerlo… personalmente?
Nefud asintió de nuevo.
—Entonces, ¿es que no has visto la mancha en el muslo del que me has enviado esta tarde? —preguntó el Barón—. ¿Es posible que tú…?
—Tío.
El Barón se volvió bruscamente, fulminando con la mirada a Feyd-Rautha, inmóvil en el umbral. La presencia de su sobrino allí, en aquel preciso momento —la ansiosa mirada que el muchacho no podía disimular—, todo aquello revelaba muchas cosas. Feyd-Rautha tenía su propio servicio de espionaje centrado en el Barón.