—Nos reuniríamos ambos en la muerte —dijo Halleck—. Pero debo admitir que combates un poco mejor cuando estás bajo presión. Ahora estás realmente de humor —y sonrió lobunamente, haciendo que la cicatriz de estigma de su mentón se crispara.
—El modo como me has atacado —dijo Paul—. ¿Hubieras derramado realmente mi sangre?
Halleck apartó el kindjal y se irguió.
—Si te hubieras batido un ápice por debajo de tus capacidades, muchacho, te hubiera hecho una buena señal, y siempre te hubieras acordado de esta cicatriz. No quiero que mi alumno favorito sucumba ante el primer vagabundo Harkonnen que acuda a su encuentro.
Paul desactivó su escudo y se apoyó en la mesa para recuperar el aliento.
—Me merecía esto, Gurney. Pero mi padre se hubiera puesto furioso si me hubieses herido. No quiero que seas castigado por mis errores.
—En este caso —dijo Halleck— el error hubiera sido también mío. Y no tienes que preocuparte por una o dos cicatrices de entrenamiento. Eres afortunado por tener tan pocas. En cuanto a tu padre… el Duque me castigaría tan sólo si fallara en hacerte un combatiente de primera clase. Y hubiera fallado si no te hubiera explicado el error que cometías hablando de humor en algo tan serio como esto.
Paul se irguió y devolvió el puñal a su funda de muñeca.
—Esto no es exactamente un juego —dijo Halleck.
Paul asintió. Se maravilló ante la insólita seriedad de la actitud de Halleck, su firme resolución. Miró la violácea cicatriz de estigma que adornaba la mandíbula del hombre, y recordó la historia que le habían contado acerca de que había sido la Bestia Rabban quien se la había causado, en un pozo de esclavos de los Harkonnen en Giede Prime. Y Paul sintió una repentina vergüenza por haber dudado de Halleck aunque fuera por un solo instante. Comprendió entonces que aquella cicatriz significaba a menudo mucho dolor para Halleck… un dolor tan intenso, quizá, como aquel que le había infligido a él la Reverenda Madre. Pero se apresuró a rechazar aquella idea: helaba todo su mundo.
—Creo que hoy tenía ganas de jugar un poco —dijo Paul—. Las cosas se han vuelto tan serias últimamente a mi alrededor…
Halleck volvió el rostro para ocultar su emoción. Algo ardía en sus ojos. Sintió dolor… como una herida interna, la herida de un ayer olvidado que el Tiempo había cicatrizado aunque no completamente.
Cuán pronto ha asumido este muchacho su condición de hombre, pensó Halleck. Cuán pronto ha debido aprender esta brutal necesidad de la prudencia, este hecho que se graba en tu mente y te advierte: «Desconfía incluso de tus allegados.»
Sin girarse, dijo:
—He notado este deseo de jugar en ti, muchacho, y no hubiera querido nada mejor que complacerte. Pero ya no podemos jugar. Mañana partiremos hacia Arrakis. Arrakis es real. Los Harkonnen son reales.
Paul tocó su frente con la hoja vertical de su espada.
Halleck se giró, vio el saludo y respondió con una inclinación de cabeza. Señaló el muñeco de ejercicios.
—Ahora trabajaremos tu rapidez. Muéstrame cómo lo alcanzas con la izquierda. Te controlaré desde aquí, donde puedo seguir mejor la acción. Y te advierto que hoy probaremos de nuevo contraataques. Esta es una advertencia que no te hará ninguno de tus enemigos reales.
Paul se alzó sobre la punta de los pies para distender sus músculos. Adoptó una actitud solemne, con la repentina comprensión de que su vida se deslizaba hacia rápidos cambios. Avanzó hacia el muñeco y apretó con la punta de la espada el interruptor del centro de su pecho; inmediatamente sintió en la hoja la repulsión del recién activado escudo.
—¡En guardia! —gritó Halleck, y el muñeco se lanzó al ataque.
Paul activó su escudo, paró y contraatacó.
Halleck le vigilaba mientras manipulaba los controles. Su mente pareció dividirse en dos: una alerta al desarrollo del entrenamiento, y la otra derivando entre nubes.
Soy un frutal bien cuidado, pensó. Lleno de buenos sentimientos y de habilidades y de todas esas hermosas cosas que crecen en mi… para que algún otro pueda recolectarlas.
Por alguna razón, recordó a su hermana menor, con su rostro de elfo muy definido en su mente. Pero había muerto… en una casa de placer para las tropas Harkonnen. Le gustaban los pensamientos… ¿o quizá las margaritas? No conseguía recordarlo. Y esta incapacidad de recordar le turbaba.
Paul esquivó un golpe lento del muñeco y lanzó un entretisser con la izquierda.
¡Este pequeño astuto demonio!, pensó Halleck, concentrándose en los complejos movimientos de Paul. Ha practicado y estudiado por su cuenta. Este no es el estilo de Duncan, él nunca ha podido enseñarle nada semejante.
Este pensamiento sólo consiguió aumentar la tristeza de Halleck. Me ha contagiado su humor, dijo para sí mismo. Y comenzó a pensar en Paul, y se preguntó si el muchacho, algunas noches, no habría escuchado con terror los ruidos de su propia almohada.
—Si los deseos fueran peces —murmuró— todos arrojaríamos nuestras redes.
Era una frase de su madre que se repetía a si mismo siempre que sentía las tinieblas del mañana cernirse sobre él. Después reflexionó en lo extraño que sería usar esta expresión en un planeta que nunca había conocido ni los mares ni los peces.
CAPÍTULO V
YUEH (yue), Wallington (uel ling tun), Stdrd 10082–10191; doctor en medicina de la Escuela Suk (grdStdrd 10112); md; Wanna Marcus, B. G. (Stdrd 10092–10186?); conocido principalmente por haber traicionado al duque Leto Atreides. (Cf.: Bibliografía, Apéndice VII(Condicionamiento Imperial) y Traición, La.)
Aunque oyó al doctor Yueh entrar en la sala con paso deliberadamente sonoro, Paul permaneció boca arriba en la mesa de ejercicios donde le había dejado la masajista. Se sentía deliciosamente relajado después del ejercicio con Gurney Halleck.
—Parecéis en buena forma —dijo Yueh, con su voz tranquila y aguda.
Paul levantó la cabeza y vio la envarada figura del hombre, de pie a algunos pasos de él, y de una sola ojeada observó sus arrugadas ropas negras, el bloque cuadrado de su cabeza de labios empurpurados y bigote caído, el tatuaje diamantino del Condicionamiento Imperial en la frente, el largo cabello negro cayendo sobre su hombro izquierdo, sujeto por el anillo de plata de la Escuela Suk.
—Estaréis contento de saber que hoy no tenemos tiempo para nuestra lección —dijo Yueh—. Vuestro padre estará aquí dentro de un momento.
Paul se sentó.
—De todos modos, he preparado un visor de librofilms y algunas lecciones grabadas para que podáis estudiarlas durante el viaje hacia Arrakis.
—Oh.
Paul comenzó a vestirse. Se sentía excitado por la idea de que su padre iba a venir. Habían pasado muy poco tiempo juntos desde que el Emperador le había ordenado aceptar el feudo de Arrakis.
Yueh se acercó a la mesa en forma de L, pensando: Cómo ha madurado en estos últimos meses. ¡Qué inutilidad! ¡Oh, qué triste inutilidad! Y se recordó a sí mismo: No debo fallar. Lo que hago lo hago con la seguridad de que mi Wanna no sufrirá más a causa de esas bestias Harkonnen.
Paul se le unió al lado de la mesa, abotonándose la chaqueta.
—¿Qué deberé estudiar durante el viaje?
—Ah… las formas de vida terrestres de Arrakis. Parece que algunas se han adaptado estupendamente al planeta. No está claro cómo ha sido. Tendré que consultar al ecólogo planetario cuando lleguemos… al doctor Kynes… y ofrecerle mi ayuda en sus investigaciones.
Y Yueh pensó: ¿Qué es lo que estoy diciendo? Soy hipócrita conmigo mismo.
—¿Habrá algo sobre los Fremen? —preguntó Paul.