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—Todo esto es cierto, Chani, pero…

—Ya no soy una niña que persigue los escorpiones en el sietch, a la luz de un globo portátil, Usul. Ya no juego.

Paul la miró, impresionado por la extraña ferocidad que se adivinaba bajo su actitud casual.

—No merecía desafiarte, Usul —dijo Chani—. No iba a interrumpir tu meditación por tonterías como esta. —Se le acercó, mirándole con el rabillo del ojo, y su voz se hizo un murmullo—: Además, amor mío, cuando se sepa que alguien que quería desafiarte se ha encontrado frente a mí y ha hallado la muerte en manos de la mujer de Muad’Dib, serán muy pocos los que se atreverán a desafiarte.

Si, pensó Paul, esto ha ocurrido realmente. Es el pasado auténtico. Y el número de aquellos que querían desafiar la nueva hoja de Muad’Dib disminuyó drásticamente.

En alguna parte, en un mundo que no pertenecía al sueño, hubo un movimiento, el grito de un pájaro nocturno.

Estoy soñando, se dijo Paul. Es la comida de especia.

Sin embargo, experimentaba una sensación de abandono. Se preguntó si no era posible que su espíritu-ruh hubiera resbalado de alguna manera hacia aquel mundo donde, según los Fremen, tenía su verdadera existencia… el alam al-mithal, el mundo de las similitudes, aquel lugar metafísico donde todas las limitaciones físicas habían sido anuladas. Y sintió miedo ante la evocación de aquel mundo, porque la ausencia de toda limitación significaba la desaparición de todos los puntos de referencia: «Estoy aquí porque estoy aquí.»

Su madre le había dicho una vez:

—La gente está dividida, algunos de ellos no saben qué pensar de ti.

Debo estar a punto de despertarme, se dijo Paul. Porque aquello había ocurrido: aquellas eran las palabras de su madre, la antigua Dama Jessica que era ahora la Reverenda Madre de los Fremen; aquellas palabras pertenecían a la realidad.

Jessica temía los lazos religiosos que se habían establecido entre él y los Fremen, Paul lo sabía. No le gustaba el hecho de que la gente de aquel sietch y la del graben se refirieran a Muad’Dib como a El. Y no dejaba de interrogar a las tribus, diseminando sus espías sayyadinas, recogiendo sus respuestas y meditando melancólicamente sobre ellas.

Le había hecho notar un proverbio Bene Gesserit: «Cuando religión y política viajan en el mismo carro, los viajeros piensan que nada podrá detenerles en su camino. Su movimiento es acelerado… rápido y más rápido y más rápido. Dejan a un lado todos los obstáculos, y no piensan que un precipicio se descubre siempre demasiado tarde.»

Paul recordó haber estado sentado en los apartamentos de su madre, en la estancia más interior, tapizada con pesadas telas recamadas con dibujos inspirados en la mitología Fremen. Había estado sentado allí, escuchándola, observando como ella le miraba sin cesar, incluso cuando bajaba los ojos. Su rostro ovalado tenía nuevos pliegues en las comisuras de la boca, pero sus cabellos resplandecían aún como el bronce pulido. Sus grandes ojos verdes, sin embargo, estaban velados por la bruma azul de la especia.

—Los Fremen tienen una religión simple y práctica —había dicho él.

—Ninguna religión es simple —había replicado ella.

Pero Paul, viendo el futuro repleto de tempestuosas nubes sobre sus cabezas, se había sentido presa de la ira. Sólo había acertado a decir:

—La religión unifica nuestras fuerzas. Es nuestra mística.

—Tú cultivas deliberadamente esta atmósfera, esta osadía — había cargado ella—. No dejas de indoctrinarlos.

—Esto es lo que me han enseñado —había dicho él.

Pero aquel día ella estaba llena de reproches y de argumentos.

Era el día de la ceremonia de la circuncisión para el pequeño Leto. Paul había comprendido algunas de las razones por las que ella estaba alterada. Nunca había aceptado su unión —aquel «matrimonio de juventud»— con Chani. Pero Chani había engendrado un hijo Atreides, y Jessica había podido renegar del hijo y de la madre.

Bajo su mirada, Jessica había finalmente reaccionado.

—Piensas que soy una madre desnaturalizada —había dicho.

—Por supuesto que no.

—Veo cómo me miras cuando estoy con tu hermana. No comprendes nada acerca de tu hermana.

—Sé por que Alia es distinta —había dicho él—. Aún no había nacido, pero formaba parte de ti cuando cambiaste el Agua de Vida. Ella…

—¡Tú no sabes nada de todo esto!

Y Paul, repentinamente incapaz de expresar el conocimiento que había extraído del tiempo, no había podido decir más que:

—No eres una madre desnaturalizada.

Jessica había captado entonces su angustia.

—Tengo que decirte algo, hijo —había murmurado.

—¿Sí?

—Quiero a tu Chani. La acepto.

Aquello había sido real, se dijo Paul. No era una visión imperfecta que pudiera cambiar en los dolores de su parto del tiempo.

Aquella seguridad le dio una sólida base para agarrarse a su mundo. Fragmentos de realidad aparecieron en su sueño. Supo bruscamente que se encontraba en un hiereg, un campamento en el desierto. Chani había plantado su destiltienda en la harinosa arena a causa de su blandura. Esto tan sólo podía significar que Chani estaba cerca de allí… Chani su alma, Chani su sihaya, dulce como la primavera del desierto. Chani entre los palmerales del profundo sur.

Ahora recordó una canción de la arena que había elegido para la hora del sueño.

«Oh, mi alma, No quieras el Paraíso esta noche, Y te juro por Shai-hulud Que allí irás igualmente, Obediente a mi amor.»

Y después había entonado el canto de marcha que, en la arena, unía a los enamorados, un ritmo parecido al chirriar de las dunas bajo sus pies:

«Háblame de tus ojos, Y te hablaré de tu corazón. Háblame de tus pies, Y te hablaré de tus manos. Háblame de tu sueño, Y te hablaré de tu despertar. Háblame de tus deseos, Y te hablaré de tu sed.»

En otra tienda, alguien, había pulsado un baliset. Y entonces había pensado en Gurney Halleck. Recordando aquel instrumento familiar, había pensado en Gurney, cuyo rostro había entrevisto una vez en un grupo de contrabandistas, pero sin que el rostro le hubiera visto a él, o no hubiera querido verle, temeroso de que se iniciara nuevamente la caza por parte de los Harkonnen del hijo del Duque al que habían matado.

Pero el estilo del que tocaba en mitad de la noche, el delicado pulsar de aquellos dedos en las cuerdas del baliset, despertaron el nombre del músico en la memoria de Paul. Era Chatt el Saltador, capitán de los Fedaykin, jefe de los comandos suicidas que velaban por Muad’Dib.

Estamos en el desierto, recordó Paul. Estamos en el erg central, más allá de las patrullas Harkonnen. Estoy aquí para caminar por la arena, atraer al hacedor y cabalgarlo gracias a mi astucia, probando así que soy enteramente un Fremen.

Sintió la pistola maula y el crys en su cintura. Percibió el silencio a su alrededor.

Era aquel silencio particular que precede a la mañana, cuando los pájaros nocturnos ya se han retirado y las criaturas diurnas no han anunciado aún su despertar a su enemigo, el sol.

—Debes cabalgar por la arena a la luz del día, para que Shai- hulud vea y sepa que no tienes miedo —le había dicho Stilgar —. Así que daremos la vuelta a nuestro tiempo y dormiremos esta noche.

Lentamente, Paul se sentó, notando su destiltraje lacio alrededor de su cuerpo, la tienda como una sombra. Se movió silenciosamente, pero Chani le oyó.

Habló desde la oscuridad de la tienda, otra sombra entre las sombras.