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—Aún no es totalmente de día, amor mío.

—Sihaya —dijo él, hablando con una sonrisa en su voz.

—Me llamas tu primavera del desierto —dijo ella—, pero hoy seré tu aguijón. Soy la sayyadina, que vela porque los ritos sean cumplidos.

Paul comenzó a ajustarse su destiltraje.

—Una vez me dijiste las palabras del Kitab al-Ibar —dijo—. Me dijiste: «La mujer es tu campo, así que ve a tu campo y cultívalo.»

—Soy la madre de tu primogénito —dijo ella.

La vio en la penumbra gris, imitando sus movimientos, ajustando su destiltraje para el desierto.

—Tendrías que descansar todo lo que pudieras —dijo ella.

Sintió el amor en sus palabras y la regañó bromeando:

—La Sayyadina que Vela no tendría que poner en guardia al candidato.

Ella se acercó hasta su lado y apoyó su palma en la mejilla de él.

—Hoy soy la que vela, pero también soy tu mujer.

—Tendrías que haber dejado esta tarea a otra —dijo Paul.

—La espera es demasiado terrible —dijo ella—. Prefiero estar a tu lado.

Paul besó su palma antes de ajustarse la máscara facial de su traje, y luego se volvió y soltó el sello de la tienda. El aire que penetró era frío y ligeramente húmedo, con rastros del rocío precipitado por el alba en el desierto. Tenía el perfume de la masa de preespecia, la masa que habían descubierto un poco más lejos, hacia el nordeste, y que había revelado la presencia de un hacedor cerca de allí.

Paul salió por la abertura a esfínter, se detuvo ante la tienda y arrojó los últimos restos de sueño de sus músculos. Una leve luminiscencia verde pálida se diseñaba en el horizonte, hacia el este. En la penumbra, las tiendas de su gente eran como otras tantas pequeñas falsas dunas a su alrededor. Percibió un movimiento a su izquierda, el centinela, y supo que le habían visto.

Sabían el peligro que iba a afrontar aquel día. Cada Fremen lo había afrontado. Le concedían aún unos pocos instantes de soledad para que pudiera prepararse mejor.

Debe ser hecho hoy, se dijo.

Pensó en el poder que blandía frente al pogrom… los viejos que ahora le enviaban a sus propios hijos para que les adiestrara en su extraño arte de combatir, los viejos que le escuchaban en consejo y seguían sus planes, los hombres que luego volvían para presentarle el máximo elogio que se podía hacer a un Fremen:

—Tu plan ha resultado, Muad’Dib.

Sin embargo, el más pequeño y mediocre guerrero Fremen era capaz de hacer algo que él nunca había hecho. Y Paul sabía que su autoridad se resentía por el omnipresente conocimiento de aquella distinción entre ellos.

Nunca había cabalgado un hacedor.

Oh, era cierto, había montado en su grupa con los demás en viajes de adiestramiento e incursiones… pero nunca había viajado solo. Hasta que no lo hubiera hecho, su universo se vería limitado por la habilidad de los demás. Esto era algo que ningún verdadero Fremen soportaría. Hasta que lo hiciera, los vastos territorios del sur —un área a unos veinte martilleadores más allá del erg— le estarían vedados a menos que ordenara un palanquín, aceptando viajar como una Reverenda Madre o como un enfermo.

El recuerdo de la larga lucha sostenida con su consciencia interior durante la noche volvió a él. Vio allí un extraño paralelismo: si dominaba al hacedor, poseería un medio de control sobre sí mismo. Pero más allá de aquello había una zona neblinosa, la gran turbulencia que parecía adueñarse de todo el universo.

Las diferentes formas en que percibía el universo le obsesionaban… confuso y nítido al mismo tiempo. Lo vio in situ. Y sin embargo, cuando había nacido, cuando las presiones de la realidad comenzaban a actuar sobre el tiempo, el ahora tenía una vida propia y crecía con sus sutiles diferencias. La terrible finalidad permanecía. La consciencia de la raza permanecía. Y por encima de todo ella el jihad, sangriento y salvaje.

Chani se le unió fuera de la tienda, con los brazos cruzados sobre su pecho, mirándole de reojo como hacía siempre para adivinar su estado de ánimo.

—Háblame de nuevo de las aguas de tu mundo natal, Usul — le dijo.

Paul comprendió que intentaba distraerle, liberar su mente de toda tensión antes de la prueba mortal. El cielo era cada vez más claro, y algunos de sus Fedaykin estaban recogiendo ya sus tiendas.

—Preferiría que tú me hablaras del sietch y de nuestro hijo — dijo Paul—. ¿Nuestro Leto sigue tiranizando a mi madre?

—Y también a Alia —dijo ella—. Y crece muy aprisa. Pronto será un hombrecito.

—¿Cómo es el sur? —preguntó él.

—Cuando hayas cabalgado al hacedor lo verás por ti mismo —dijo ella.

—Pero antes quisiera verlo a través de tus ojos.

—Es terriblemente solitario —dijo ella.

Paul tocó el pañuelo nezhoni que ella llevaba en la frente, bajo el capuchón del destiltraje.

—¿Por qué no quieres hablarme del sietch?

—Ya te he hablado de él. El sietch es un lugar terriblemente solitario sin nuestros hombres. Es un lugar de trabajo. Nos pasamos las horas en las factorías y en los talleres. Hay que fabricar armas, empalar la arena para la previsión del tiempo, recolectar la especia para los tributos. Debemos sembrar las dunas para que la vegetación crezca en ellas y las ancle. Debemos fabricar tejidos y tapices, cargar las células de combustible. Y luego hay que adiestrar a los niños, para que la fuerza de la tribu no decrezca.

—¿No hay nada agradable allí en el sietch? —preguntó él.

—Los niños son agradables. Observamos los ritos. Tenemos suficiente comida. A veces, una de nosotras regresa al norte a dormir con su hombre. La vida debe continuar.

—Mi hermana, Alia… ¿ha sido aceptada por la gente?

Chani se volvió a mirarle a la creciente luz del alba. Sus ojos parecieron taladrarle.

—Discutiremos esto en otra ocasión, amor mío.

—Discutámoslo ahora.

—Tienes que conservar tus energías para la prueba.

Paul se dio cuenta de que había tocado un punto sensible. Había algo ausente, lejano, en su voz.

—Lo desconocido trae sus propios conocimientos —dijo.

Ella asintió con la cabeza. Tras una pausa, dijo:

—Subsiste aún… una cierta incomprensión a causa de lo extraño que hay en Alia. Las mujeres le tienen miedo porque una niña, casi un bebé, habla… de cosas que sólo un adulto tendría que conocer. No comprenden el… cambio en el seno que ha hecho a Alia… diferente.

—¿Hay problemas? —preguntó él. Y pensó: He tenido visiones de problemas cerniéndose sobre Alia.

Chani miró a la resplandeciente línea del amanecer.

—Algunas de las mujeres se han reunido para apelar a la Reverenda Madre. Le piden que exorcice al demonio que hay en su hija. Han citado la escritura: «No se tolerará una bruja entre nosotros.»

—¿Y qué ha dicho mi madre al respecto?

—Ha recitado la ley y ha despedido a las mujeres, confusas. Ha dicho: «Si Alia es fuente de problemas, eso es culpa de la autoridad que no ha sabido prever e impedir estos problemas.» Y ha intentado explicarles cómo el cambio había actuado sobre Alia, en su seno. Pero las mujeres estaban furiosas porque se sentían confusas, y se han ido murmurando.

Tendremos problemas por causa de Alia, pensó Paul.

Un soplo cristalino de arena le rozó el rostro, trayéndole el olor de la masa de preespecia.

—El-Sayal —dijo—, la lluvia de arena que trae el amanecer. Su mirada recorrió la gris luminosidad del desierto, aquel paisaje que superaba toda desolación, aquella arena que era la eterna imagen de una forma recreada en sí misma. Secos relámpagos surgieron de una zona oscura, hacia el sur… la señal de que una tormenta habla alcanzado el límite de su carga estática. El prolongado retumbar del trueno llegó como una secuela poco después.