Recoger el agua, sembrar las dunas, transformar el planeta lenta pero seguramente… ya no es suficiente, pensó Jessica. Las pequeñas incursiones, las incursiones seguras… ya no son suficientes ahora que Paul y yo los hemos adiestrado. Sienten su fuerza. Quieren combatir.
Tharthar se apoyaba ahora en un pie, ahora en el otro, carraspeando.
Sabemos que hay que esperar prudentemente, pensó Jessica, pero hay en nosotros ese núcleo de frustración. Sabemos el daño que puede derivarse de una espera demasiado prolongada. Si esperamos demasiado, corremos el riesgo de olvidar nuestra meta.
—Nuestros jóvenes dicen que si Usul no desafía a Stilgar, es que tiene miedo —dijo Tharthar.
Bajó la mirada.
—Entonces, es así —murmuró Jessica. Y pensó: Lo vi venir. También Stilgar.
Tharthar se aclaró una vez más la garganta.
—Incluso mi hermano, Shoab, dice esto —murmuró—. No dejarán a Usul ninguna elección.
Entonces ha llegado el momento, pensó Jessica. Y Paul deberá arreglárselas por sí mismo. La Reverenda Madre no puede verse envuelta en la sucesión.
Alia retiró sus manos de las de su madre y dijo:
—Yo iré con Tharthar y escucharé lo que dicen los jóvenes. Quizá haya un medio.
Los ojos de Jessica se encontraron con los de Tharthar.
—Ve entonces —le dijo a Alia—. E infórmate de todo apenas puedas.
—No quiero que ocurra esto, Reverenda Madre —dijo Tharthar.
—Yo tampoco lo quiero —admitió Jessica—. La tribu necesita todas sus fuerzas —observó a Harah—. ¿Irás con ellos?
Fue Harah quien respondió a la informulada pregunta:
—Tharthar no hará nada contra Alia. Sabe que muy pronto seremos esposas las dos, ella y yo, compartiendo al mismo hombre. Hemos hablado, Tharthar y yo. —Harah miró primero a Tharthar, luego a Jessica—. Hay un acuerdo entre nosotras.
Tharthar tendió una mano a Alia.
—Debemos apresurarnos —dijo—. Los jóvenes están partiendo.
Salieron apresuradamente a través de los cortinajes, la mano de la niña apretada en la pequeña mano de la mujer, pero parecía ser la niña la que guiaba la marcha.
—Si Paul-Muad’Dib vence a Stilgar, esto no ayudará a la tribu —dijo Harah—. Este era el método por el que se sucedían los jefes antes, pero los tiempos han cambiado.
—Los tiempos han cambiado también para ti —dijo Jessica.
—No puedes creer que yo dude acerca del resultado de este combate —dijo Harah—. Usul sólo puede vencer.
—Eso es lo que quería decir —dijo Jessica.
—Y crees que mis sentimientos personales entran en mi juicio —dijo Harah. Agitó la cabeza, haciendo tintinear los anillos de agua en torno a su cuello—. Cómo te equivocas. ¿Acaso piensas que me siento ofendida por no haber sido la escogida de Usul, que estoy celosa de Chani?
—Cada cual hace su propia elección —dijo Jessica.
—Siento piedad por Chani —dijo Harah.
Jessica se envaró.
—¿Qué quieres decir?
—Sé lo que piensas de Chani —dijo Harah—. Piensas que no es la mujer adecuada para tu hijo.
Jessica se relajó, recostándose en los almohadones.
—Quizá.
—Podrías tener razón —dijo Harah—. Y si esto fuera cierto, podrías encontrar un sorprendente aliado… la propia Chani. Ella sólo desea lo mejor para El.
Jessica sintió un repentino nudo en la garganta.
—Chani me es muy querida —dijo—. No podría…
—Tus alfombras están muy sucias —dijo Harah. Paseó su mirada por el suelo, evitando los ojos de Jessica—. Hay tanta gente que viene aquí. Deberías hacerlas limpiar más a menudo.
CAPÍTULO XLII
No se puede evitar la influencia de la política en el seno de una religión ortodoxa. Esta lucha por el poder impregna el adiestramiento, la educación y la disciplina de una comunidad ortodoxa. A causa de esta presión, los jefes de una tal comunidad deben afrontar inevitablemente este último dilema interior: sucumbir al más completo oportunismo como precio para mantener su poder, o arriesgarse al sacrificio de sí mismos en nombre de la ética ortodoxa.
Inmóvil en la arena, Paul observaba la línea de aproximación del gigantesco hacedor. No debo esperar como un contrabandista… impaciente y tembloroso, se dijo. Debo formar parte del desierto.
El ser estaba ahora a pocos minutos de distancia, llenando la mañana con el ruidoso crepitar de su avance. Sus enormes dientes, en la redonda caverna que era su boca, se destacaban como grandes flores. El olor a especia que emanaba de su cuerpo dominaba el aire.
El destiltraje de Paul se adhería perfectamente a su cuerpo, y apenas era consciente de sus tampones nasales y la máscara para la respiración. Las enseñanzas de Stilgar, las laboriosas horas en la arena, le hacían olvidar cualquier otra cosa.
—¿A qué distancia debes mantenerte del radio de acción del hacedor en la arena gruesa? —le había preguntado Stilgar. Y él había respondido correctamente:
—A medio metro por cada metro de diámetro del hacedor.
—¿Por qué?
—Para evitar el vórtice de su paso, pero tener tiempo de correr y saltar a su lomo.
—Tú ya has cabalgado a los más pequeños, los criados para la semilla y el Agua de Vida —había dicho Stilgar—. Pero el que llames para tu prueba será un hacedor salvaje, un viejo del desierto. Debes mostrarle el respeto que se merece.
Ahora, el profundo ruido del martilleador se mezclaba con el chirrido de la aproximación del gusano. Paul inspiró profundamente, oliendo la amarga acidez mineral de la arena incluso a través de sus filtros. El hacedor salvaje, el viejo del desierto, estaba casi encima de él. Sus segmentos frontales, encrestados, levantaban una ola de arena capaz de sepultarle.
Ven aquí adorable monstruo, pensó. Aquí. Escucha mi llamada. Ven aquí. Ven aquí.
La ola levantó la duna bajo sus pies. Un torbellino de polvo le envolvió. Reafirmó su posición, mientras todo su mundo era dominado por el paso de aquella inmensa pared curva ofuscada por la arena, una roca viviente segmentada.
Paul levantó los garfios, tomó puntería, se inclinó hacia adelante, se lanzó. Los sintió morder y tirar violentamente. Saltó hacia arriba, plantando sus pies en la curvada pared, tirando hacia afuera para que los garfios se clavaran mejor. Aquel era el momento culminante de la prueba: si había plantado correctamente los garfios, en el extremo anterior del segmento anillado, abriendo así el segmento, el gusano no rodaría sobre sí mismo para aplastarle.
El gusano frenó su marcha. Llegó al martilleador, y lo silenció. Lentamente, su cuerpo se curvó hacia arriba… arriba… levantando aquellos irritantes garfios lo más alto posible, lejos de la arena que amenazaba la tierna membrana interior del segmento.
Y Paul se encontró cabalgando erecto a lomos del gusano. Se sintió exultante, como un emperador ante sus dominios. Venció su impulso de dar cabriolas, de hacer girar el gusano a uno u otro lado, de demostrar su pericia y su dominio absoluto sobre la criatura.
Repentinamente comprendió por qué Stilgar le había puesto en guardia, hablándole de aquellos jóvenes locos que bailaban y jugaban con sus monstruos, arrancando sus dos garfios a la vez para clavarlos de nuevo antes de que el gusano pudiera arrojarlos de su lomo.
Arrancando un garfio de su lugar, Paul tiró del otro y clavó de nuevo el primero un poco más abajo en el flanco. Aseguró su presa, y cuando lo tuvo bien seguro repitió la operación con el otro, descendiendo así un poco en su flanco. El hacedor giró un poco sobre sí mismo y, con este movimiento, se desvió hacia la zona de arena fina donde aguardaban los demás.