Casi inmediatamente replegó sus alas y se lanzó en picado, girando en círculo y confirmando así a la factoría que aguardaba, que aquel era un depósito de especia.
Gurney bajó sus binoculares, observando que los demás también habían visto la señal. Le gustaba aquel lugar. La cresta rocosa ofrecía una cierta protección. Estaban en la profundidad del desierto, era un lugar poco adecuado para una emboscada… sin embargo… Gurney indicó a un aparato que sobrevolara las rocas y envió a otros a tomar posiciones en distintos puntos rodeando la zona… no a mucha altitud para evitar ser descubiertos por los detectores Harkonnen de largo alcance.
Pero dudaba que las patrullas Harkonnen se aventurasen tan lejos hacia el sur. Aquel era un territorio Fremen.
Gurney revisó sus armas, maldiciendo el hecho que hacía los escudos inutilizables allí. Cualquier cosa que pudiera atraer a un gusano debía ser evitada a toda costa. Se frotó su cicatriz de estigma a lo largo de su mejilla, estudiando el lugar, y decidió que sería más seguro descender con un grupo de hombres a pie, entre las rocas. La inspección a pie seguía siendo aún la más segura. Uno no era nunca demasiado prudente cuando los Fremen y los Harkonnen se cortaban mutuamente el cuello.
Eran los Fremen sin embargo los que le preocupaban ahora. La especiales importaba poco, pero se mostraban como unos verdaderos demonios si alguien metía un pie en un territorio que consideraban prohibido. Y, desde hacía una temporada, eran diabólicamente astutos.
Gurney consideraba insoportable la astucia y el valor en combate de aquellos nativos. Desplegaban un sofisticado conocimiento del arte de la guerra como nunca había encontrado, él que había sido adiestrado por los mejores combatientes del universo antes de participar en batallas donde tan sólo sobrevivían los más fuertes.
Examinó nuevamente el desierto, preguntándose de dónde provenía su creciente inquietud. Quizá el gusano que habían visto… pero estaba lejos, al otro lado de la cresta.
Una cabeza apareció al lado de Gurney… el comandante de la factoría, un viejo pirata barbudo y tuerto, con un ojo azul y unos dientes de color lechoso a causa de su dieta de especia.
—Parece un yacimiento rico, señor —dijo el comandante de la factoría—. ¿Vamos allá?
—Sitúate en el borde de aquella cresta —ordenó Gurney—. Déjame desembarcar con mis hombres. Podrás avanzar hasta la especia desde ahí. Yo y mis hombres echaremos un vistazo desde esas rocas.
—De acuerdo.
—En caso de problemas —dijo Gurney—, salva la factoría. Nosotros escaparemos en los tópteros.
El comandante de la factoría saludó.
—De acuerdo, señor —desapareció a través de la abertura.
Gurney escrutó de nuevo el horizonte. No podía desechar la posibilidad de que allí hubiera Fremen: estaban cruzando su territorio. Los Fremen le preocupaban, con su imprevisibilidad y dureza. Y había otras cosas que le contrariaban en aquel trabajo, pero los beneficios eran grandes. El hecho de que fuera imposible enviar a los exploradores a mayor altura, por ejemplo. La necesidad de guardar silencio a través de la radio era otra cosa que aumentaba su inquietud.
La factoría giró, iniciando el descenso. Se deslizó suavemente en dirección a la árida playa al pie de las rocas. Sus cadenas tocaron la arena.
Gurney abrió la burbuja y se soltó el cinturón de seguridad. En el instante en que la factoría se detenía estaba ya en pie, saliendo fuera mientras el domo se cerraba a sus espaldas, deslizándose a lo largo de la cadena ayudándose con manos y pies y saltando a la arena más allá de la red de emergencia. Los cinco hombres de su guardia personal salieron con él, emergiendo por la escotilla delantera. Otros soltaron la factoría del ala de acarreo. Esta alzó el vuelo, empezando a trazar círculos sobre la factoría. Inmediatamente las cadenas de la factoría se pusieron en movimiento, apartándola de la cresta rocosa en dirección a la oscura mancha de especia en medio de la arena.
Un tóptero se lanzó en picado y tomó tierra en sus inmediaciones. Otro lo siguió, y luego otro. Vomitaron los pelotones de Gurney, y volvieron a alzar el vuelo.
Gurney probó sus músculos en el destiltraje, tensándolos. Se quitó la máscara y el filtro de la cara, perdiendo humedad para cumplir una necesidad más imperiosa: obtener toda la potencia de su voz para gritar sus órdenes. Empezó a escalar las rocas, tanteando el terreno: guijarros y arena gruesa bajo sus pies, y el característico olor de la especia.
Un buen emplazamiento para una base de emergencia, pensó. Sería provechoso enterrar algunos pertrechos aquí.
Se volvió hacia sus hombres, que le seguían en formación dispersa. Buenos elementos, incluso los nuevos a los que no había tenido tiempo de someter a prueba. Buenos elementos. No necesitaba tener que repetirles constantemente lo que tenían que hacer. No se apreciaba el destello de ningún escudo entre ellos. No había cobardes en su grupo llevando consigo algún escudo que pudiera atraer a un gusano y arruinar todo el trabajo de recogida de la especia.
Desde el lugar donde se encontraba, en una elevación entre las rocas, Gurney veía claramente la oscura mancha de la especia, a medio kilómetro de distancia aproximadamente, y el tractor acercándose a su centro. Alzó la vista hacia la protección aérea, calculando su cota… no demasiado alta. Asintió para sí mismo y reemprendió la ascensión.
En aquel instante, la cresta estalló.
Doce cegadores chorros de llamas rugieron hacia arriba, en dirección a los tópteros y al ala de acarreo. Al mismo tiempo, un horrísono fragor metálico le llegó desde el tractor, y las rocas en torno a Gurney empezaron a vomitar hombres encapuchados.
Gurney tuvo tiempo de pensar: ¡Por los cuernos de la Gran Madre! ¡Cohetes! ¡Están utilizando cohetes!
Luego se encontró frente a frente con una figura encapuchada agazapada sobre sí misma, con un crys en la mano apuntándole. Otros dos hombres saltaron de las rocas, a su izquierda y a su derecha. Sólo los ojos del guerrero frente a él eran visibles para Gurney, entre la capucha y el velo del albornoz color arena, pero su actitud y la tensión en que se mantenía encogido, preparado para saltar, le advirtieron que se trataba de un combatiente hábil y entrenado. Sus ojos tenían el azul de los Fremen del desierto profundo.
Gurney movió una mano hacia el cuchillo, manteniendo los ojos fijos en el crys del otro. Si se atrevían a usar cohetes, esto quería decir que disponían de otras armas a proyectiles. Aquel momento requería una extrema cautela. Por el ruido sabía que la mayor parte de su cobertura aérea había sido abatida. A sus espaldas se oían gruñidos, imprecaciones, un rumor de lucha.
Los ojos de su adversario habían seguido el movimiento de la mano de Gurney hacia su cuchillo, para fijarse luego en sus propios ojos.
—Deja el cuchillo en su funda, Gurney Halleck —dijo el hombre.
Gurney vaciló. Aquella voz tenía un sonido extrañamente familiar, pese a la distorsión producida por el filtro del destiltraje.
—¿Conoces mi nombre? —dijo.
—No necesitas el cuchillo conmigo, Gurney —dijo el hombre. Se irguió, introdujo su crys en la funda bajo sus ropas —. Di a tus hombres que cesen en su inútil resistencia.
El hombre echó hacia atrás la capucha y retiró su filtro.
El shock producido por lo que vio tensó los músculos de Gurney. Por un momento creyó hallarse contemplando el fantasma del Duque Leto Atreides. Luego, la comprensión fue llegando lentamente.
—Paul —jadeó. Y más fuerte—: Paul, ¿eres realmente tú?
—¿No crees en tus propios ojos? —preguntó Paul.
—Se decía que estabas muerto —dijo Gurney con voz ronca. Dio medio paso hacia adelante.