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Gurney señaló con la cabeza al desierto bajo ellos. Los Fremen continuaban con sus tareas. No parecían estar en absoluto preocupados por la rápida aproximación del gusano.

Les llegó un martilleo sordo procedente de las dunas abiertas más allá de la falsa mancha de especia… un sordo pulsar que hacía vibrar la roca bajo sus pies. Gurney vio a los Fremen dispersarse por la arena, a lo largo del camino del gusano.

Y el gusano estaba ahora ya muy cerca, como un gigantesco pez de arena, abriendo la superficie con su cresta, sus anillos reluciendo y retorciéndose. Desde su privilegiada posición sobre el desierto, Gurney pudo seguir la captura del gusano… el atrevido salto del primer hombre con los garfios, el giro de la criatura, y después todo el grupo de hombres escalando la moviente colina del flanco del gusano.

—Eso es algo de lo que no tendrías que haber visto —dijo Paul.

—Circulan muchas historias y rumores —dijo Gurney—. Pero no es una cosa que se pueda creer sin haberla visto. — Agitó la cabeza—. La criatura que todos los hombres de Arrakis temen, y vosotros la usáis como un animal de monta.

—Oíste a mi padre hablar del poder del desierto —dijo Paul —. Ahí está. La superficie de este planeta es nuestra. No hay tormenta ni criaturas que puedan detenernos.

Nosotros, pensó Gurney. Se refiere a los Fremen. Está hablando de sí mismo como de uno de ellos. Miró nuevamente al azul de especia de los ojos de Paul. Sabía que también sus propios ojos tenían un toque de este color, pero los contrabandistas podían obtener alimentos de otros planetas, y había una sutil implicación de castas entre ellos según el tono y la intensidad de los ojos. Cuando un hombre se convertía en demasiado parecido a los indígenas se decía de él que había tomado «un toque de especia». Y había siempre un cierto desprecio en esta expresión.

—Durante un tiempo no cabalgamos al hacedor a la claridad del día por estas latitudes —dijo Paul—. Pero Rabban ya no dispone de un número suficiente de aparatos para cubrir incluso la más pequeña extensión de arena. —Miró a Gurney—. Tus vehículos nos han pillado por sorpresa.

Nos… nos… Gurney agitó la cabeza para apartar aquellos pensamientos.

—No os hemos sorprendido más de lo que vosotros nos habéis sorprendido a nosotros —dijo.

—¿Qué es lo que se dice de Rabban en los sink y en los poblados? —preguntó Paul.

—Se habla de que han fortificado los poblados del graben hasta tal punto que no conseguiréis nada contra ellos. Dicen que sólo necesitan sentarse tranquilamente tras sus defensas y dejar que vosotros os agotéis en fútiles ataques.

—En otras palabras —dijo Paul—, se han inmovilizado.

—Mientras que vosotros podéis ir a donde os plazca —dijo Gurney.

—Es una táctica que he aprendido de ti —dijo Paul—. Han perdido la iniciativa, y esto quiere decir que han perdido la guerra.

Gurney sonrió con una sonrisa de complicidad.

—Nuestro enemigo se encuentra exactamente donde yo quiero que esté —dijo Paul. Miró a Gurney—. Bien, Gurney, ¿quieres enrolarte conmigo para el final de esta campaña?

—¿Enrolarme? —Gurney le miró sorprendido—. Mi Señor, nunca he dejado tu servicio. Eres todo lo que me queda… y pensar que te consideraba muerto. Estaba solo, y he sobrevivido como he podido únicamente esperando inmolar mi vida por la única causa válida que me quedaba… la muerte de Rabban.

Un embarazado silencio flotó sobre Paul.

Una mujer apareció entre las rocas, por encima de ellos, con sus ojos, entre la capucha del destiltraje y la máscara, mirando alternativamente a Paul y a su compañero. Se detuvo frente a Paul. Gurney notó su aire posesivo, la forma en que miraba a Paul.

—Chani —dijo Paul—, este es Gurney Halleck. Me has oído hablar de él.

—Te he oído hablar.

—¿Dónde han ido los hombres con el hacedor? —preguntó Paul.

—Lo han cabalgado para distraerlo y darles tiempo a salvar la máquina.

—Bien, entonces… —Paul se interrumpió y husmeó el aire.

—El viento se acerca —dijo Chani.

—¡Hey, aquí…! —llamó una voz en la cresta por encima de ellos—. ¡El viento!

Gurney vio que los Fremen se apresuraban ahora… como dominados por un repentino sentido de urgencia. La llegada del viento creaba en ellos un temor que ni siquiera un gusano provocaba. La factoría alcanzó pesadamente las primeras estribaciones rocosas, le fue abierto un camino entre las rocas… y estas mismas rocas fueron colocadas nuevamente luego hasta que toda huella del paso del tractor quedó borrada a sus ojos.

—¿Tenéis muchos escondrijos de este tipo? —preguntó Gurney.

—Muchísimos —dijo Paul. Se volvió hacia Chani—. Búscame a Korba. Dile que Gurney me ha advertido que entre esos contrabandistas hay algunos elementos que no son de fiar.

Ella miró de nuevo a Gurney, luego a Paul, asintió, y se alejó entre las rocas, con la agilidad de una gacela.

—Es tu mujer —dijo Gurney.

—La madre de mi primogénito —dijo Paul—. Hay otro Leto entre los Atreides.

Gurney aceptó aquello con sólo un alzamiento de cejas.

Paul observó con ojo crítico la actividad de sus hombres. Un color ocre dominaba ahora el cielo por el sur, y las primeras ráfagas de viento le embistieron con un torbellino de polvo.

—Ajusta tu traje —dijo Paul. Y se colocó la máscara y la capucha sobre su cabeza.

Gurney obedeció, agradeciendo los filtros.

—¿Quiénes son los hombres en los que no confías, Gurney? —habló Paul, con su voz ahogada por el filtro.

—Hay algunos nuevos reclutas —dijo Gurney—. Extranjeros… —vaciló, sorprendido. Extranjeros. La palabra había acudido tan fácilmente a su boca…

—¿Sí? —dijo Paul.

—No son como los acostumbrados cazadores de fortuna que se unen a nosotros —dijo Gurney—. Son más duros.

—¿Espías Harkonnen? —preguntó Paul.

—Creo, mi Señor, que no tienen relación con los Harkonnen. Sospecho que son hombres del servicio Imperial. Hay en ellos la impronta de Salusa Secundus.

Paul le dirigió una cortante mirada.

—¿Sardaukar?

Gurney alzó los hombros.

—Es posible, pero en este caso saben ocultarlo muy bien.

Paul asintió, pensando en cuán fácilmente había reasumido Gurney sus hábitos de leal defensor de los Atreides… pero con sutiles reservas… diferencias. Arrakis también le había cambiado a él.

Dos encapuchados Fremen emergieron de una abertura entre las rocas bajo ellos, escalando los riscos. Uno de ellos acarreaba un grueso bulto sobre el hombro.

—¿Dónde están ahora mis hombres? —preguntó Gurney.

—Seguros entre las rocas, debajo de nosotros —dijo Paul—. Tenemos una caverna aquí… la Caverna de los Pájaros. Decidiremos qué hacemos con ellos después de la tormenta.

—¡Muad’Dib! —llamó una voz desde abajo.

Paul se volvió al grito, viendo a un guardia Fremen haciéndole señales desde la embocadura de la caverna. Respondió a su gesto.

Gurney le observó con una nueva expresión.

—¿Tú eres Muad’Dib? —preguntó—. ¿Tú eres el azote de la arena?

—Es mi nombre Fremen —dijo Paul.

Gurney desvió su mirada, invadido por un opresivo presentimiento. La mitad de sus hombres yacían muertos en la arena, los otros estaban cautivos. No le importaban los nuevos reclutas, pero entre los otros había hombres de valía, amigos, gente de la que era responsable. «Decidiremos qué hacemos con ellos después de la tormenta» Esto era lo que había dicho Paul, lo que había dicho Muad’Dib. Y Gurney recordó las historias que se contaban acerca de Muad’Dib, el Lisan al-Gaib… cómo había despellejado a un oficial Harkonnen para hacer el cuero de sus tambores, cómo se había rodeado de los comandos de la muerte, de los Fedaykin que se precipitaban a la lucha con himnos de muerte en sus labios.