El hombre se alzó sobre la punta de los pies, dejándose caer de nuevo cuando los Fedaykin avanzaron hacia él.
—He preguntado tu nombre —dijo Paul, utilizando la Voz—. ¡Dime tu nombre!
—¡Capitán Aramsham, Sardaukar Imperial! —restalló el hombre. Los músculos de sus mejillas se relajaron. Miró a Paul, confuso. Hasta aquel momento había considerado aquella caverna como una madriguera de bárbaros, pero sus ideas estaban cambiando.
—Bien, capitán Aramsham —dijo Paul—, los Harkonnen pagarían una buena cantidad para saber lo que tú sabes ahora. Y el Emperador… ¿qué estaría dispuesto a pagar por saber que hay un Atreides que aún sigue vivo pese a su traición?
El capitán miró a derecha e izquierda, hacia los dos hombres que le quedaban. Paul casi podía ver los pensamientos que giraban por la mente del hombre. Los Sardaukar no se rendían nunca, pero el Emperador debía conocer aquella amenaza.
—Ríndete, capitán —dijo Paul, usando de nuevo la Voz.
El hombre a la izquierda del capitán saltó de pronto hacia Paul, para tropezar con el relampagueante impacto del cuchillo de su propio capitán contra su pecho. El atacante cayó al suelo, con el cuchillo hundido en su cuerpo.
El capitán hizo frente al único compañero que le quedaba.
—Yo soy quien decide cuál es el mejor modo de servir a Su Majestad —dijo—. ¿Comprendido?
El Otro Sardaukar relajó los hombros.
—Suelta tu arma —dijo el capitán.
El Sardaukar obedeció.
El capitán volvió de nuevo su atención hacia Paul.
—He matado a un amigo por vos —dijo—. Recordémoslo siempre.
—Sois mis prisioneros —dijo Paul—. Os rendís a mí. Que viváis o muráis no tiene ninguna importancia —hizo un gesto a los guardias para que se llevaran a los dos Sardaukar.
Cuando los Sardaukar hubieron desaparecido, Paul se volvió hacia su lugarteniente.
—Muad’Dib —dijo el hombre—. Te he fallado en…
—El fallo ha sido mío, Korba —dijo Paul—. Tenía que haberte advertido. En el futuro, cuando registres a un Sardaukar, recuerda esto. Y recuerda también que todos ellos llevan una o dos uñas de sus pies falsas, que pueden ser combinadas con otros elementos ocultos en su cuerpo para montar un efectivo radiotransmisor. Tienen uno o varios dientes falsos. Llevan espiras de hilo shiga ocultas entre sus cabellos… tan fino que es casi invisible, pero lo bastante fuerte como para estrangular a un hombre e incluso cortarle la cabeza en el proceso. Con los Sardaukar, hay que examinarles centímetro a centímetro, sondearlos con rayos X, cortarles todo el pelo y el vello de su cuerpo. Y cuando hayas terminado, puedes estar seguro de que aún no habrás descubierto todo lo que llevan.
Alzó los ojos hacia Gurney, que se les había acercado.
—Entonces, es mucho mejor matarles —dijo el lugarteniente. Paul agitó la cabeza, sin dejar de mirar a Gurney.
—No. Quiero que consigan escapar.
Gurney desorbitó los ojos.
—Señor… —jadeó.
—¿Sí?
—Tu hombre tiene razón. Hay que matar a esos prisioneros inmediatamente. Destruir todas las evidencias de ellos. ¡Has humillado a los Sardaukar Imperiales! Cuando el Emperador sepa esto, no se detendrá hasta que no te vea asándote a fuego lento.
—Es difícil que el Emperador tenga alguna vez ocasión de hacerlo —dijo Paul. Hablaba lentamente, fríamente. Algo había ocurrido en su interior mientras hacía frente al Sardaukar. Una suma de decisiones se había acumulado en su consciencia—. Gurney —dijo—, ¿hay muchos hombre de la Cofradía en torno a Rabban?
Gurney se envaró, achicando los ojos.
—Tu pregunta no tiene…
—¿Hay muchos? —cortó bruscamente Paul.
—Arrakis hormiguea de agentes de la Cofradía. Están comprando especia como si fuera lo más precioso del universo. ¿Por qué crees que nos hemos aventurado tan lejos en el…?
—Realmente es lo más precioso del universo —dijo Paul—. Para ellos —miró hacia Stilgar y Chani, que se estaban acercando a través de la caverna—. Y nosotros la controlamos, Gurney.
—¡Los Harkonnen la controlan! —protestó Gurney.
—La gente que puede destruir algo es quien realmente lo controla —dijo Paul. Hizo un gesto con la mano para que Gurney guardara silencio, saludando con la cabeza a Stilgar, que se detuvo frente a él, con Chani a su lado.
Paul tomó el cuchillo del Sardaukar en su mano izquierda, tendiéndoselo a Stilgar.
—Tú vives para el bien de la tribu —dijo Paul—. ¿Derramarías mi sangre con este cuchillo?
—Por el bien de la tribu —gruñó Stilgar.
—Entonces usa este cuchillo —dijo Paul.
—¿Me estás desafiando? —preguntó Stilgar.
—Si lo hiciera —dijo Paul—, te desafiaría sin armas y dejaría que me golpearas.
La respiración de Stilgar se hizo entrecortada.
—¡Usul! —dijo Chani, mirando primero a Gurney, luego de nuevo a Paul.
—Tú eres Stilgar, un guerrero —dijo Paul, mientras Stilgar reflexionaba sobre el significado de sus anteriores palabras—. Cuando los Sardaukar iniciaron aquí la lucha, tú no estabas al frente del combate. Tu primer pensamiento fue el de proteger a Chani.
—Es mi sobrina —dijo Stilgar—. Si tus Fedaykin no hubieran conseguido dominar a esos…
—¿Por qué tu primer pensamiento fue para Chani? — pregunto Paul.
—¡Eso no es cierto!
—¿Oh?
—Pensé en ti —admitió Stilgar.
—¿Y sigues creyendo que puedes alzar tu mano contra mí? — preguntó Paul.
Stilgar empezó a temblar.
—Es la costumbre —murmuró.
—También es la costumbre matar a los extranjeros de otro mundo hallados en el desierto y tomar su agua como un regalo de Shai-hulud —dijo Paul—. Sin embargo, tú concediste la vida a dos extranjeros una noche, a mi madre y a mí mismo.
Viendo que Stilgar permanecía silencioso, mirándole fijamente, Paul añadió:
—Las costumbres cambian, Stil. Tú mismo las cambiaste.
Stilgar bajó sus ojos hacia el emblema amarillo del cuchillo que sujetaba.
—Cuando yo sea Duque en Arrakeen con Chani a mi lado, ¿crees que tendré tiempo de preocuparme de todos los detalles de gobierno del Sietch Tabr? —preguntó Paul—. ¿De todos los problemas particulares de cada familia?
Stilgar siguió mirando el cuchillo.
—¿Crees realmente que deseo cortar mi brazo derecho? — preguntó Paul.
Lentamente, Stilgar alzó los ojos hacia él.
—¡Tú! —dijo Paul—. ¿Crees que quiero privar a la tribu y a mí mismo de tu fuerza y de tu sabiduría?
En voz muy baja, Stilgar dijo:
—A ese joven de mi tribu, cuyo nombre ya conoces, a ese joven podría matarle, respondiendo a su desafío y según la voluntad de Shai-hulud. Pero al Lisan al-Gaib no podría tocarle. Tú lo sabías cuando me has dado el cuchillo.
—Lo sabía —admitió Paul.
Stilgar abrió su mano. El cuchillo golpeó contra las piedras del suelo.
—Las costumbres cambian —dijo.
—Chani —dijo Paul—, ve con mi madre, dile que se reúna conmigo para que pueda aconsejarme si…
—¡Pero me dijiste que iríamos al sur! —protestó Chani.
—Estaba equivocado —dijo él—. Los Harkonnen no están allá. La guerra no está allá.
Ella respiró profundamente, aceptando aquello como las mujeres del desierto aceptan las obligaciones de aquella vida tan íntimamente ligada con la muerte.
—Llevarás a mi madre un mensaje que sólo sus oídos deberán oír —dijo Paul—. Le dirás que Stilgar me reconoce como Duque de Arrakis, y que hay que hallar un medio de que los jóvenes lo acepten sin combate.
Chani miró a Stilgar.