—Haz como dice —gruñó Stilgar—. Ambos sabemos que podría vencerme… y que yo no podría alzar mi mano contra él… por el bien de la tribu.
—Volveré con tu madre —dijo Chani.
—Dile que venga sola —dijo Paul—. El instinto de Stilgar no se equivoca. Soy más fuerte cuando tú estás segura. Tú te quedarás en el sietch.
Ella fue a protestar, pero calló.
—Sihaya —dijo Paul, utilizando su nombre íntimo. Después se volvió hacia la derecha, encontrándose con los brillantes ojos de Gurney.
Todo lo que había dicho Paul desde el instante en que mencionó a su madre pasó como en una nube a través de los oídos de Gurney.
—Tu madre —murmuró Gurney.
—Idaho nos salvó la noche de la incursión —dijo Paul, con la mente puesta aún en Chani—. Ahora…
—¿Y Duncan Idaho, mi Señor? —preguntó Gurney.
—Murió… dándonos tiempo para escapar.
¡La bruja está viva!, pensó Gurney. ¡Está viva, aquella sobre la que juré vengarme! Y es obvio que el Duque Paul ignora qué clase de criatura le ha dado a luz. ¡La diablesa! ¡Entregando a su padre a los Harkonnen!
Paul pasó por su lado y subió de nuevo a la plataforma. Miró a su alrededor, viendo que los heridos y los muertos habían sido retirados, y pensando amargamente que aquel iba a ser otro capitulo en la leyenda de Muad’Dib. Ni siquiera he empuñado mi cuchillo, pero se dirá que hoy he matado a veinte Sardaukar con mis propias manos.
Gurney siguió a Stilgar, insensible al suelo de roca, a los globos, invadido por la rabia. La bruja aún está viva, mientras aquellos a los que traicionó son tan sólo huesos en una tumba solitaria. Paul debe saber la verdad sobre ella, antes de que yo la mate.
CAPÍTULO XLIV
¡Cuántas veces el hombre encolerizado niega rabiosamente aquello que le dice su conciencia!
La muchedumbre reunida en la caverna de asambleas irradiaba aquella atmósfera tensa y excitada que Jessica había notado el día que Paul había matado a Jamis. Había un nervioso murmullo en las voces. Se iban formando pequeños grupos.
Jessica guardó un cilindro de mensajes bajo sus ropas mientras salía a la plataforma después de dejar los apartamentos privados de Paul. Se sentía descansada tras el largo viaje desde el sur, pero estaba irritada con Paul porque aún no había permitido el uso de los ornitópteros capturados.
—Todavía no poseemos el completo control del aire —había dicho Paul—. Y no debemos depender de un carburante que no podemos conseguir en este mundo. El carburante y los vehículos deben ser reservados para el día de la gran ofensiva.
Paul estaba en pie, cerca de la plataforma, con un grupo de jóvenes. La pálida luz de los globos daba a la escena un toque de irrealidad. Era como una pintura, pero con una dimensión añadida de los olores de la caverna, los murmullos, el rumor de pasos.
Jessica estudió a su hijo, preguntándose por qué aún no le había revelado su sorpresa… Gurney Halleck. Pensar en Gurney la turbaba, recordándole un pasado más feliz… días de amor y belleza con el padre de Paul.
Stilgar esperaba con un pequeño grupo de los suyos al otro lado de la plataforma. Permanecía silencioso, lleno de una ineluctable dignidad.
No debemos perder a este hombre, pensó Jessica. El plan de Paul debe funcionar. Cualquier otra solución sería una terrible tragedia.
Avanzó por la plataforma, pasando junto a Stilgar pero sin mirarle, y penetrando en la multitud. Un camino se abrió ante ella hasta Paul. Lo recorrió entre un repentino silencio.
Sabía el significado de aquel silencio… las inexpresadas preguntas de aquella gente, la emoción hacia la Reverenda Madre.
Los jóvenes se apartaron de Paul mientras ella avanzaba, y por un instante esta deferencia con que la trataban la irritó. «Todos aquellos que están por debajo tuyo codician tu posición», decía un axioma Bene Gesserit. Pero no leyó codicia en ninguno de aquellos rostros. Lo que la separaba de ellos era más bien aquel fermento religioso que se había ido formando alrededor de la jefatura de Paul. Recordó otra frase Bene Gesserit: «Los profetas suelen morir de muerte violenta».
Paul la miró.
—Ya es hora —dijo ella, y le tendió el cilindro de mensajes.
Uno de los compañeros de Paul, más atrevido que los demás, miró a Stilgar.
—¿Vas a desafiarle, Muad’Dib? —dijo—. Ahora es el momento, no hay la menor duda. Te juzgarán un cobarde si…
—¿Quién se atreve a llamarme cobarde? —preguntó Paul. Su mano descendió hasta la empuñadura de su crys.
Un pesado silencio cayó sobre el grupo, transmitiéndose a toda la muchedumbre.
—Hay trabajo que hacer —dijo Paul, mientras el hombre retrocedía unos pasos. Se volvió, abriéndose paso entre la gente hacia la plataforma, saltó a ella e hizo frente a la multitud.
—¡Hazlo! —gritó una voz.
Murmullos y susurros siguieron al grito.
Paul aguardó a que volviera el silencio. Hubo aún algunos golpes de tos y movimientos inquietos. Cuando renació la calma en la caverna, Paul alzó la cabeza, y su voz llegó a todos los rincones de la amplia bóveda.
—Estáis cansados de esperar —dijo.
Dejó que nuevamente se calmaran los gritos que llegaron como respuesta.
Están realmente cansados de esperar, pensó Paul. Blandió el cilindro, pensando en el mensaje que contenía. Su madre se lo había mostrado, explicándole que había sido tomado a un correo de los Harkonnen.
El mensaje era explícito: ¡Rabban había sido abandonado a sus propios recursos en Arrakis! ¡No iba a recibir más ayuda ni refuerzos!
Paul habló de nuevo con voz fuerte.
—¡Creéis que ya es tiempo para que desafíe a Stilgar y cambie la jefatura de todos vosotros! —Antes de que nadie pudiera responder, gritó furiosamente—: ¿Creéis acaso que el Lisan al-Gaib es tan estúpido como eso?
Hubo un atónito silencio.
Está aceptando su título religioso, pensó Jessica. ¡No debe hacerlo!
—¡Es la costumbre! —gritó alguien.
Paul habló secamente, tanteando las reacciones emotivas.
—Las costumbres cambian —dijo.
—¡Somos nosotros quienes decimos qué es lo que hay que cambiar! —se alzó una voz colérica en un rincón de la caverna.
Hubo aquí y allá algunos gritos de aprobación.
—Como queráis —dijo Paul.
Y Jessica captó las sutiles entonaciones que le indicaban que Paul estaba usando la Voz tal como ella le había enseñado.
—Sois vosotros quienes tenéis que decidir —admitió Paul—. Pero antes quiero que me escuchéis.
Stilgar avanzó a lo largo de la plataforma, con el rostro impasible.
—Esta es también la costumbre —dijo—. Cualquier Fremen tiene derecho a exigir que su voz sea escuchada en Consejo. Paul-Muad’Dib es un Fremen.
—El bien de la tribu es lo más importante, ¿no? —preguntó Paul.
—Todas nuestras decisiones van encaminadas a tal fin — respondió Stilgar, conservando en su voz su tranquila dignidad.
—Correcto —dijo Paul—. Entonces, ¿quién gobierna a estos hombres de nuestra tribu… y quién gobierna a todos los hombres y todas las tribus a través de los instructores que hemos adiestrado en el extraño arte del combate?
Paul aguardó, mirando por encima de las innumerables cabezas. No hubo respuesta.
—¿Es acaso Stilgar quien gobierna todo esto? El mismo lo niega. ¿Soy yo, entonces? Incluso Stilgar actúa a veces de acuerdo con mi voluntad, y los sabios, los más sabios entre los sabios, me escuchan y me honran en el Consejo.
Había un tenso silencio en toda la multitud.