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—¡Mi cuchillo obedecerá las órdenes de Stilgar, Paul- Muad’Dib! ¡Haznos combatir, Paul-Muad’Dib! ¡Haz que la sangre de los Harkonnen bañe nuestro mundo!

Sintiendo las emociones a su alrededor, Jessica captó los frenéticos deseos de luchar de aquella gente. Nunca habían estado más dispuestos. Les estamos arrastrando hasta las cimas más altas, pensó.

En la estancia interior, Paul indicó una silla a su madre.

—Espera aquí —dijo. Y atravesó las cortinas en dirección al corredor.

Jessica permaneció sola en la silenciosa estancia después de que Paul se hubo ido, sin más sonidos que el débil zumbido de las bombas de viento que hacían circular el aire por el sietch.

Ha ido a buscar a Gurney Halleck para traerlo aquí, pensó. Y se maravilló por la extraña mezcla de emociones que la inundaba. Gurney y su música le evocaban tantos momentos felices en Caladan, antes de su partida hacia Arrakis. Pero parecía como si hubiera sido otra persona la que hubiera estado en Caladan. Habían transcurrido tres años desde entonces, pero realmente se había convertido en otra persona. El enfrentarse nuevamente a Gurney la forzaba a reflexionar en todos aquellos cambios que se habían producido en ella.

El servicio de café de Paul, de plata y jasmium, heredado de Jamis, se hallaba sobre una mesa baja a su derecha. Lo miró, pensando en cuántas manos habían tocado aquel metal. La propia Chani había servido a Paul aquél último mes.

¿Qué otra cosa puede hacer esa mujer del desierto por un Duque excepto servirle el café?, se dijo. No le aporta ningún poder, ninguna familia. Paul tan sólo tiene una gran posibilidad… aliarse con una Gran Casa poderosa, quizá incluso con la familia Imperial. Hay princesas en edad de matrimonio, después de todo, y cada una de ellas es una Bene Gesserit.

Jessica se imaginó así misma abandonando los rigores de Arrakis por la seguridad y el poder que le esperaban como madre de un consorte real. Miró los pesados tapices que cubrían las paredes rocosas de aquella celda, pensando en cómo había llegado hasta allí… cabalgando a lomos de gusanos, en los palanquines y en las plataformas cargadas de útiles y víveres necesarios para la inminente campaña.

Mientras Chani viva, Paul no verá cual es su deber, pensó Jessica. Ella le ha dado un hijo, y esto es suficiente.

Sintió el repentino deseo de ver a su nieto, aquel niño que tanto se parecía a su abuelo, su querido Leto. Jessica apoyó las palmas de sus manos contra sus mejillas y dio a su respiración el ritmo ritual que calmaba las emociones y aclaraba la mente, luego se inclinó hacia adelante para los ejercicios religiosos que preparaban el cuerpo para las exigencias de la mente.

La elección de Paul de aquella Caverna de los Pájaros como su puesto de mando no planteaba objeciones. Era ideal. Al norte estaba el Paso del Viento, que se abría a un poblado bien defendido en un sink rodeado de crestas rocosas. Era un poblado importante, hogar de artesanos y técnicos, un centro de mantenimiento para todo un sector defensivo Harkonnen.

Una tos resonó al otro lado de los cortinajes. Jessica se irguió, inspiró profundamente, expulsó el aire con suavidad.

—Entra —dijo.

Los cortinajes se apartaron violentamente, y Gurney Halleck saltó dentro de la estancia. Jessica apenas vio su rostro contorsionado en una extraña mueca; luego el hombre estuvo tras ella y la sujetó brutalmente, pasando un brazo por su cuello y obligándola a ponerse en pie.

—Gurney, especie de loco, ¿qué estás haciendo? —exclamo.

Entonces sintió el toque del cuchillo contra su espalda. Un estremecimiento de clarividencia se propagó desde la punta del cuchillo. Supo en aquel instante que Gurney quería matarla. ¿Por qué? No consiguió imaginar ninguna razón, porque aquel hombre no era capaz de una traición. Pero no había ninguna duda acerca de sus intenciones. Su mente se agitó ante esta certeza. Gurney no era un hombre que se pudiera anular fácilmente. Estaba preparado en la lucha contra la Voz, conocía todas las estratagemas, sus reacciones era instantáneas ante cualquier amenaza de violencia o muerte. Era un magnífico instrumento de muerte, que ella misma había contribuido a adiestrar con sus consejos y sus sutiles sugerencias.

—Creías haber conseguido escapar, ¿eh, bruja? —gruñó Gurney.

Antes de que aquellas palabras fueran captadas por su mente y pudiera formular una respuesta, los cortinajes se apartaron y Paul entró.

—Aquí está mad… —Paul se interrumpió bruscamente, captando la tensión de la escena.

—Quédate donde estás, mi Señor —dijo Gurney.

—Pero… —Paul agitó su cabeza.

Jessica intentó hablar, pero el brazo apretó la presa en torno a su cuello.

—Hablarás cuando yo lo permita, bruja —dijo Gurney—. Sólo quiero que tu hijo sepa una cosa de ti, y estoy preparado para hundirte este cuchillo en el corazón al mínimo gesto o intento contra mí. Tu voz debe ser átona. No te muevas, no tenses los músculos. Actuarás con la máxima prudencia si quieres ganarte estos pocos instantes de vida. Te aseguro que es todo lo que te queda.

Paul dio un paso hacia adelante.

—Gurney, amigo, ¿qué…?

—¡Quédate donde estás! —gritó Gurney—. Un paso más y ella muere.

La mano de Paul se deslizó hacia la empuñadura de su cuchillo. Habló con una calma mortal.

—Harás bien en explicarte, Gurney.

—He jurado matar a la mujer que traicionó a tu padre —dijo Gurney—. ¿Crees que puedo olvidar al hombre que me salvó del pozo de esclavos de los Harkonnen, el hombre que me concedió la libertad, la vida, el honor… que me ofreció su amistad, algo que valoro por encima de cualquier otra cosa? Tengo a quien le traicionó bajo mi cuchillo. Nadie podrá impedir que…

—No podrías cometer mayor error, Gurney —dijo Paul.

Y Jessica pensó: ¡Así que es eso! ¡Qué ironía!

—¿Un error? —dijo Gurney—. Escuchemos entonces qué puede decirnos esta mujer. Y recuerda que he corrompido, espiado y engañado para confirmar esta acusación. He ofrecido incluso semuta a un capitán de la guardia de los Harkonnen para escuchar toda la historia.

Jessica sintió que el brazo que apretaba su garganta relajaba ligeramente su presa, pero antes de que pudiera hablar fue Paul quien dijo:

—El traidor fue Yueh. Eso es lo que te digo, Gurney. Las pruebas son completas, irrefutables. Fue Yueh. No me interesa saber cómo llegaste a tus sospechas, pero si le haces algún daño a mi madre… —blandió su crys, apuntando su hoja hacia él — …tendré tu sangre.

—Yueh era un médico condicionado para servir a las casas reales —gruño Gurney—. No podía volverse un traidor.

—Conozco un medio para anular este condicionamiento — dijo Paul.

—Las pruebas —insistió Gurney.

—Las pruebas no están aquí —dijo Paul—. Están en el Sietch Tabr, lejos de aquí, pero si…

—Es un truco —gruñó Gurney, y su brazo se apretó en torno al cuello de Jessica.

—No es ningún truco, Gurney —dijo Paul, y había una profunda nota de tristeza en su voz que llegó hasta lo más hondo del corazón de Jessica.

—Vi el mensaje capturado al agente Harkonnen —dijo Gurney—. La nota señalaba directamente a…

—Yo también lo vi —dijo Paul—. Mi padre me lo mostró aquella misma noche, diciéndome que era un truco de los Harkonnen para hacerle sospechar de la mujer a la que amaba.

—¡Ayah! —dijo Gurney—. Tú no…

—Cállate —dijo Paul, y la tranquila firmeza de sus palabras era más imperativa que todas las órdenes que Jessica había oído en cualquier otra voz.

Tiene el Gran Control, pensó.

El brazo de Gurney tembló alrededor de su cuello. La punta del cuchillo se apartó, insegura.