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Cielos abiertos sobre mí Derraman todas sus riquezas; Mis manos se hunden en tanta abundancia. ¿Por qué he de pensar en una emboscada Y en veneno escondido en mi copa? ¿Por qué pesan tanto sobre mi los años?
Amorosos brazos me reclaman, Hacia sus desnudas caricias, Prometiéndome los éxtasis del Edén. ¿Por qué entonces recordar las cicatrices, sueño de antiguas transgresiones… Y no puedo dormir sin pesadillas?»

Un embozado correo Fedaykin apareció por un ángulo del corredor, frente a Paul. El hombre había echado su capucha sobre los hombros, y los cierres de su destiltraje colgaban sueltos en torno a su cuello, revelando que acababa de llegar del desierto.

Paul le hizo una seña para que se detuviera, soltó los cortinajes de la puerta, y avanzó por el corredor hacia el correo.

El hombre se inclinó, las manos juntas frente a él, en la forma en que habría saludado a una Reverenda Madre o a una sayyadina de los ritos.

—Muad’Dib —dijo—, los jefes están empezando a llegar para el Consejo.

—¿Tan pronto?

—Son aquellos a los que convocó Stilgar primero, cuando se creía que… —se alzó de hombros.

—Entiendo —Paul dirigió una ultima mirada hacia el lugar de donde se filtraban los acordes del baliset, pensando en aquella antigua canción favorita de su madre, una extraña mezcla de alegre música y tristes palabras—. Stilgar llegará dentro de poco con los demás. Guíalos hasta mi madre.

—Aguardaré aquí, Muad’Dib —dijo el correo.

—Sí… sí, de acuerdo.

Paul pasó a su lado, dirigiéndose hacia las profundidades de la caverna, hacia aquel lugar que estaba presente en todas las cavernas… un lugar cercano al estanque de agua. Allí había un pequeño shai-hulud, una criatura de no más de nueve metros de largo, atrapado e imposibilitado de crecer por los conductos de agua que lo rodeaban por todas partes. El hacedor, después de haber emergido de su vector de pequeño hacedor, evitaba el agua como si se tratara de un veneno. Y el proceso de ahogar a un hacedor era el mayor secreto de los Fremen, puesto que la unión del agua y del hacedor producía el Agua de Vida, aquel veneno que tan sólo una Reverenda Madre podía transformar.

Paul había tomado la decisión en el instante en que había hecho frente a la tensión del peligro por el que había pasado su madre. Ninguna línea de los futuros que había visto nunca señalaba aquel momento de peligro provinente de Gurney Halleck. El futuro, aquel futuro cargado de nubes, en el cual todo el universo se precipitaba en aquel bullente nexo, era como un mundo fantasmagórico a su alrededor.

Debo verlo, pensó.

Su organismo había adquirido lentamente una cierta tolerancia a la especia que había hecho sus visiones prescientes cada vez más raras… cada vez más confusas. La solución aparecía obvia ante él.

Ahogaré al hacedor. Así veremos si soy el Kwisatz Haderach que puede sobrevivir a la prueba de la que sobreviven las Reverendas Madres.

CAPÍTULO XLV

Y vino a ocurrir en el tercer año de la Guerra del Desierto que Paul se encontró en la Caverna de los Pájaros, bajo los tapices kiswa de un apartamento interior. Y yacía como muerto, absorto en las revelaciones del Agua de Vida, con su ser transportado más allá de las fronteras del tiempo por el veneno que da la vida. Así se hizo realidad la profecía según la cual el Lisan al-Gaib estaría a la vez muerto y vivo.

«Leyendas escogidas de Arrakis», por la Princesa Irulan.

Chani abandonó el erg Habbanya en la penumbra que precede al alba, escuchando el rumor del tóptero que la había transportado desde el sur y que ahora se alejaba en dirección a su escondite en la inmensidad del desierto. A su alrededor, la escolta se mantenía a distancia, dispersándose entre las rocas en busca de posibles peligros… y obedeciendo también a la petición de la compañera de Muad’Dib, la madre de su primogénito, que había pedido estar sola por un momento.

¿Por qué me ha llamado?, se preguntó. Me había dicho tantas veces que debía permanecer en el sur, con el pequeño Leto y Alia.

Se envolvió más en sus ropas, dio un salto por encima de una barrera rocosa y comenzó a ascender por un sendero que tan sólo alguien entrenado en el desierto podía reconocer en las sombras.

Algunos guijarros rodaron bajo sus pies, pero los evitó sin apenas darse cuenta.

La ascensión era reconfortante, librándola de los temores nacidos del silencio de su escolta y del hecho de que hubiera sido enviado uno de los preciosos tópteros en su busca. Sentía ahora aquella excitación que tan bien conocía, al pensar que muy pronto se reuniría con Paul-Muad’Dib, su Usul. Su nombre se había convertido en un grito de batalla que atravesaba el desierto:

«¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib!» Pero para ella era otro hombre con un nombre distinto… el padre de su hijo, el tierno amante.

Una figura alta se dibujó entre las rocas por encima de ella, haciéndole señas de que se apresurara. Avanzó más aprisa. Los pájaros del alba empezaban a alzarse en el cielo lanzando sus reclamos. Una pálida claridad empezaba a diseñarse en el horizonte, por el este.

La figura sobre ella no era uno de los hombres de su escolta. ¿Otheym?, se preguntó, observando la familiaridad de sus movimientos y ademanes. Se reunió con él, reconociendo a la luz del alba las alargadas y planas facciones del lugarteniente Fedaykin, su capucha abierta y el filtro bucal precariamente asegurado, como se hacia cuando se salía al exterior tan sólo un instante.

—Aprisa —susurró, precediéndola a lo largo de la escarpadura hacia la oculta caverna—. Dentro de poco será de día. —Mantuvo abierto para ella el sello de la puerta—. Los Harkonnen están desesperados y han enviado gran número de patrullas a esta región. No podemos arriesgarnos a ser descubiertos ahora.

Emergieron en el estrecho corredor a lo largo del cual se entraba en la Caverna de los Pájaros. Algunos globos se iluminaron. Otheym apresuró su paso.

—Sígueme. Rápido.

Avanzaron aprisa a lo largo del corredor, traspasaron otra puerta de válvula, después otro corredor, y finalmente cruzaron unos cortinajes para penetrar en la que había sido la alcoba de la Sayyadina en los días en que aquella había sido tan sólo una caverna de etapa. Ahora, alfombras y almohadones cubrían el suelo. Tapices con el emblema del halcón rojo revestían las rocosas paredes. Un escritorio bajo, a un lado, estaba lleno de papeles cuyo olor a especia revelaba su procedencia.

La Reverenda Madre estaba sentada, sola, en la parte directamente opuesta a la entrada. Levantó la mirada, con aquella expresión introspectiva que hacía temblar a los no iniciados.

Otheym juntó las palmas y dijo:

—He traído a Chani. —Se inclinó, desapareciendo a través de los cortinajes.

Y Jessica pensó: ¿Cómo puedo decírselo a Chani?

—¿Cómo está mi nieto? —preguntó Jessica.

Esta es la acogida ritual, pensó Chani, y sus temores regresaron. ¿Dónde está Muad’Dib? ¿Porqué no está aquí para recibirme?

—Está bien y es feliz, madre —dijo Chani—. Lo he dejado al cuidado de Harah, con Alia.

Madre, pensó Jessica. Si tiene derecho a llamarme asi en la acogida ritual. Me ha dado un nieto.

—He oído que el Sietch Coanua ha ofrecido tejido —dijo Jessica.