Выбрать главу

—Mi Duque —dijo Gurney—, mi mayor preocupación son las atómicas. Si las utilizas para abrir una brecha en la Muralla Escudo…

—Esa gente no utilizará las atómicas contra nosotros —dijo Paul—. No se atreverán… por el mismo motivo que les impide correr el riesgo de que destruyamos la fuente de la especia.

—Pero la prohibición…

—¡La prohibición! —exclamó Paul—. Es el miedo y no la prohibición lo que impide que las Grandes Casas se ataquen mutuamente a golpes de atómicas. El lenguaje de la Gran Convención es lo suficientemente claro: «El uso de atómicas contra seres humanos será penado con la destrucción planetaria». Nosotros vamos a emplearlas contra la Muralla Escudo, no contra seres humanos.

—La diferencia es sutil —dijo Gurney.

—Los leguleyos de ahí abajo se sentirán felices de admitirla —dijo Paul—. No hablemos más de ello.

Se volvió, deseando sentir en su interior la seguridad y la confianza de que había hecho ostentación.

—¿Las gentes de la ciudad? —preguntó al cabo de un momento—. ¿Están también en posición?

—Sí —murmuró Stilgar.

Paul le miró.

—¿Qué es lo que se te está comiendo?

—Nunca he confiado completamente en los hombres de la ciudad —dijo Stilgar.

—Yo también fui en mi tiempo un hombre de la ciudad —dijo Paul.

Stilgar se envaró. La sangre fluyó a su rostro.

—Muad’Dib sabe que yo no quería decir…

—Sé lo que querías decir, Stil. Pero aquí no se trata de lo que tú crees acerca de un hombre, sino de lo que hace realmente este hombre. Esa gente de la ciudad tiene sangre Fremen. Sólo que aún no ha aprendido a romper sus cadenas. Somos nosotros quienes tenemos que enseñárselo.

Stilgar asintió.

—Nuestra vida nos ha acostumbrado a pensar así, Muad’Dib —dijo con voz grave—. En la Llanura Funeral es donde hemos aprendido a despreciar a los hombres de las comunidades.

Paul miró a Gurney, y observó que éste estaba estudiando a Stilgar.

—Gurney, explícale por qué la gente de la ciudad ha sido arrojada de sus casas por los Sardaukar.

—Un viejo truco, mi Duque. Han pensado que llenarnos de refugiados nos acarrearía problemas.

—Las últimas guerrillas están tan lejos en el tiempo que los poderosos han olvidado por completo cómo combatirlas —dijo Paul—. Los Sardaukar han seguido nuestro juego. Han tomado algunas mujeres de la ciudad para divertirse con ellas, y han decorado sus estandartes de batalla con las cabezas de los hombres que se han opuesto. Así han desencadenado un odio febril en gente que de otro modo hubiera considerado la inminente batalla tan sólo como un gran inconveniente… y la posibilidad de cambiar un dueño por otro. Los Sardaukar han reclutado para nosotros, Stil.

—La gente de la ciudad parece ansiosa por combatir —dijo Stilgar.

—Y su odio es fresco y limpio —dijo Paul—. Es por eso que la usaremos como tropas de asalto.

—Sus pérdidas serán tremendas —dijo Gurney.

Stilgar asintió con la cabeza.

—Conocen los riesgos —dijo Paul—. Saben que cada Sardaukar que maten será uno menos para nosotros. ¿Comprendéis? Ahora tienen una razón por la cual morir. Han descubierto que forman un pueblo. Están despertando.

Una sofocada exclamación llegó procedente del hombre que estaba al telescopio. Paul avanzó hacia la escarpadura.

—¿Qué es lo que ocurre ahí fuera? —preguntó.

—Una gran conmoción, Muad’Dib —dijo el observador—. En esa monstruosa tienda de metal. Un vehículo de superficie acaba de llegar del Borde Oeste de la Muralla, y parecía un halcón picando sobre un nido de perdices.

—Nuestros cautivos Sardaukar han llegado —dijo Paul.

—Han emplazado un escudo rodeando el terreno —dijo el observador—. Puedo ver el aire danzando hasta los límites de los almacenes de especia.

—Ahora saben contra quién van a combatir —dijo Gurney—. ¡Ahora las bestias Harkonnen deben estar inquietas y temblando ante el pensamiento de que aún hay un Atreides con vida!

Paul se dirigió al Fedaykin que estaba al telescopio.

—Vigila bien la bandera en el mástil de la nave del Emperador. Si mi estandarte es izado allí…

—No lo será —dijo Gurney.

Paul observó el fruncido ceño de Stilgar.

—Si el Emperador acepta mis reivindicaciones, lo señalará izando el estandarte de los Atreides sobre Arrakis. Entonces usaremos el segundo plan, atacando tan sólo a los Harkonnen. Los Sardaukar permanecerán aparte, dejando que terminemos de arreglar el asunto entre nosotros.

—No tengo experiencia en esas cosas de otros planetas —dijo Stilgar—. He oído hablar de ello, pero me parece improbable que…

—No se necesita experiencia para saber lo que harán —dijo Gurney.

—Están izando una nueva bandera en la nave principal —dijo el observador—. La bandera es amarilla… con un círculo negro y rojo en el centro.

—Una maniobra muy sutil —dijo Paul—. La bandera de la Compañía CHOAM.

—Es la misma bandera de las otras naves —dijo el guardia Fedaykin.

—No comprendo —dijo Stilgar.

—Una maniobra muy sutil, sí —dijo Gurney—. Si hubiesen izado la bandera de los Atreides, hubieran tenido que reconocer más tarde todo lo que esto implicaba. Hay demasiados observadores alrededor. Hubieran podido responder también con los colores de los Harkonnen… lo cual hubiera sido una abierta declaración de que estaban de su parte. Pero no… han izado los colores de la CHOAM. Así les dicen a la gente de ahí… —Gurney apuntó hacia el espacio—… dónde están los beneficios. Les dicen que les importa poco que sea un Atreides o cualquier otro el que esté aquí.

—¿Cuánto falta aún para que la tormenta alcance la Muralla Escudo? —preguntó Paul.

Stilgar se volvió y consultó a uno de los Fedaykin en la hondonada.

—Muy poco, Muad’Dib —dijo luego—. Llegará mucho antes de lo esperado. Es la tatarabuela de una tormenta… quizá mayor de lo que desearíamos.

—Es mi tormenta —dijo Paul, y vio la silenciosa expresión de respetuoso temor en los rostros de los Fedaykin—. Aunque sacudiera todo el planeta, no sería demasiado para mí. ¿Golpeará la Muralla Escudo?

—Lo suficiente como para que no se note la menor diferencia —dijo Stilgar.

Un correo apareció por la cavidad que conducía al pie de la depresión.

—Los Sardaukar y las patrullas Harkonnen se están retirando, Muad’Dib —dijo.

—Suponen que la tormenta arrojará demasiada arena en la depresión como para mantener la visibilidad —dijo Stilgar—. Creen que incluso nosotros nos vamos a ver paralizados.

—Di a nuestros artilleros que tomen bien la puntería antes de que desaparezca la visibilidad —dijo Paul—. Deben partirles la nariz a cada una de aquellas naves apenas la tormenta haya destruido los escudos. —Se acercó a la pared rocosa, alzó una esquina de la cobertura de camuflaje y observó el cielo. Ya se veían las ondeantes colas de caballo de la arena arrastrada por el viento en la creciente oscuridad atmosférica. Paul volvió a colocar la cobertura—. Que nuestros hombres empiecen a descender, Stil —dijo.

—¿Tú no vienes con nosotros? —preguntó Stilgar.

—Me quedaré aún un poco con los Fedaykin —dijo Paul.

Stilgar alzó los hombros, en un gesto de entendimiento hacia Gurney, y avanzó hacia la cavidad, desapareciendo en la negrura.

—Dejo en tus manos el disparador que hará saltar la Muralla Escudo, Gurney —dijo Paul—. ¿Cuento contigo?

—Cuentas conmigo.

Paul hizo una seña a un lugarteniente Fedaykin.

—Otheym, retira las patrullas de control del área de explosión. Deben alejarse antes de que la tormenta llegue allí.