El Barón, por su parte, descubrió que no podía ignorar a la Real Persona, y estudió al Emperador buscando una señal, un mínimo indicio que le permitiera adivinar el porqué de aquella audiencia. El Emperador estaba inmóvil, impasible, esperando… una figura delgada y elegante en el gris uniforme Sardaukar con franjas de oro y plata. Su rostro delgado y sus gélidos ojos le recordaron al Barón el difunto Duque Leto. Tenía la misma mirada de ave de presa. Pero los cabellos del Emperador eran rojos, no negros, y la mayor parte de ellos estaban ocultos por un yelmo de Burseg negro como el ébano, con la cimera Imperial de oro sobre la corona.
Un grupo de pajes apareció con el trono. Era una maciza silla tallada en un único bloque de cuarzo de Hagal, azul verdoso y translúcido, con vetas de fuego amarillo. Fue situado en el estrado, y el Emperador subió a él y se sentó.
Una anciana envuelta en un aba negro con la capucha echada sobre la frente se destacó entonces del cortejo del Emperador y fue a situarse tras el trono, apoyando una descarnada mano en el respaldo de cuarzo. Su rostro, a la sombra de la capucha, era la caricatura del de una bruja: ojos y mejillas hundidos, una protuberante nariz, una piel arrugada y surcada de abultadas venas.
El Barón detuvo su temblor al verla. La presencia allí de la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, la Decidora de Verdad del Emperador, revelaba la importancia de aquella audiencia. El Barón apartó la mirada de ella y estudió el cortejo, buscando otros indicios. Había dos agentes de la Cofradía, uno alto y grueso, el otro pequeño y aún más grueso, ambos con lánguidos ojos grises. Tras los lacayos había una de las hijas del Emperador, la Princesa Irulan, una mujer de la que se decía había sido adiestrada en la más absoluta Manera Bene Gesserit, destinada a ser una Reverenda Madre. Era alta, rubia, con el rostro de una frágil belleza y unos ojos verdes que miraban traspasándole a uno de parte a parte.
—Mi querido Barón.
El Emperador se había dignado notar su presencia. Su voz era de barítono y exquisitamente controlada. Parecía como si le despidiera al mismo tiempo que le saludaba.
El Barón se inclinó profundamente y avanzó hasta la posición requerida, a diez pasos del estrado.
—He venido a vuestro requerimiento, Majestad.
—¡Requerimiento! —graznó la vieja bruja.
—Vamos, Reverenda Madre —la regañó el Emperador, pero observó con aire divertido la turbación del Barón—. Ante todo, decidme dónde habéis enviado a vuestro favorito, Thufir Hawat.
El Barón lanzó ojeadas a diestro y siniestro, irritándose consigo mismo por no haber traído a sus propias guardias, aunque no le hubieran servido de gran cosa contra los Sardaukar. De todos modos…
—¿Bien? —dijo el Emperador.
—Ha desaparecido desde hace cinco días, Majestad —el Barón dirigió una ojeada a los agentes de la Cofradía, y luego volvió a mirar al Emperador—. Debía tomar tierra en una base de contrabandistas para intentar infiltrar algunos de sus hombres en el campo de ese fanático Fremen, ese Muad’Dib.
—¡Increíble! —dijo el Emperador.
Una de las sarmentosas manos de la bruja palmeó el hombro del Emperador. La mujer se inclinó hacia él y susurró algo a su oído.
El Emperador asintió.
—Cinco días, Barón —dijo—. Explicadme, ¿por qué no os habéis preocupado por su ausencia?
—¡Pero si me he preocupado, Majestad!
El Emperador continuó mirándole, esperando. La Reverenda Madre emitió una cacareante risa.
—Lo que quiero decir, Majestad —dijo el Barón— es que ese Hawat morirá de todos modos dentro de muy pocas horas —y explicó lo del veneno residual y la constante necesidad de un antídoto.
—Muy ingenioso por vuestra parte, Barón —dijo el Emperador—. ¿Y dónde están vuestros sobrinos, Rabban y el joven Feyd-Rautha?
—La tormenta está llegando, Majestad. Les he enviado a inspeccionar nuestro perímetro, previniendo la posibilidad de un ataque Fremen amparado por la arena.
—Perímetro —dijo el Emperador. La palabra surgió como si su boca la hubiera escupido—. La tormenta no alcanzará esta depresión, y esa escoria Fremen no se atreverá a atacar mientras esté yo aquí con cinco legiones de Sardaukar.
—Por supuesto que no, Majestad —dijo el Barón—. Pero un exceso de preocupaciones nunca puede ser censurado.
—Ahhh —dijo el Emperador—. Censurar. Entonces, ¿no debo hablar de todo el tiempo que esta farsa de Arrakis me ha costado? ¿Ni de los beneficios de la Compañía CHOAM engullidos en este nido de ratas? ¿Ni de las ceremonias de la corte y todos los asuntos de estado que he tenido que aplazar, e incluso cancelar, a causa de este estúpido asunto?
El Barón bajó los ojos, aterrado por la cólera Imperial. Lo delicado de su posición allí, solo y dependiendo de la Convención y del dictum familia de las Grandes Casas, le inquietaba. ¿Acaso quiere matarme?, se preguntó el Barón. ¡No puede! No con todas las Grandes Casas esperando ahí arriba para aprovechar cualquier pretexto y arrancar un bocado de beneficios de esta crisis.
—¿Habéis capturado algún rehén? —preguntó el Emperador.
—Es inútil, Majestad —dijo el Barón—. Esos locos Fremen celebran una ceremonia fúnebre por cada prisionero, y actúan como si ya estuviera muerto.
—¿De veras? —dijo el Emperador.
Y el Barón aguardó, lanzando ojeadas a diestra y siniestra a las metálicas paredes del selamlik, pensando en la monstruosa tienda metálica que se erguía a su alrededor. La ilimitada riqueza que aquello representaba provocó el respeto del Barón. Lleva consigo pajes, pensó el Barón, e inútiles lacayos de corte, esas mujeres y sus compañeros… peluqueros, dibujantes, de todo… todos ellos parásitos de la Corte. Todos están aquí… adulándole, conspirando, «pasando apuros» con el Emperador… todos aquí para poner término a este asunto, para escribir epigramas acerca de las batallas e idolatrar a los heridos.
—Quizá no hayáis pensado en ningún momento en los rehenes adecuados —dijo el Emperador.
Sabe algo, pensó el Barón. El miedo pesaba como una piedra en su estómago, densa y fría. Era como el hambre, y durante un tiempo tembló bajo sus suspensores, sintiendo el deseo de pedir que le trajeran comida. Pero allí no había nadie que obedeciera sus órdenes.
—¿Tenéis alguna idea de quién pueda ser ese Muad’Dib? — preguntó el Emperador.
—Seguramente un Umma —dijo el Barón—. Un fanático Fremen, un aventurero religioso. Aparecen regularmente en los bordes de la civilización. Vuestra Majestad lo sabe.
El Emperador miró a su Decidora de Verdad, luego volvió ceñudamente su mirada al Barón.
—¿Y no sabéis nada más acerca de ese Muad’Dib?
—Un loco —dijo el Barón—. Pero todos los Fremen están un poco locos.
—¿Locos?
—Esa gente grita su nombre cuando van al combate. Las mujeres lanzan sus niños y se empalan ellas mismas en nuestros cuchillos para abrir una brecha a sus hombres cuando nos atacan. ¡No tienen… decencia!
—Eso es grave —murmuró el Emperador, y su tono de burla no escapó al Barón—. Contadme, ¿habéis explorado alguna vez las regiones polares al sur de Arrakis?
El Barón miró fijamente al Emperador, sorprendido por aquel brusco cambio de tema.
—Pero… Bien, Vuestra Majestad ya sabe que toda esa región es inhabitable, abierta a los vientos y a los gusanos. No hay la menor especia en aquellas latitudes.
—¿No habéis recibido ningún informe de los cargueros de especia acerca de las manchas verdes que han aparecido allí?
—Siempre ha habido tales informes. Algunos han dado lugar a investigaciones… hace mucho tiempo. Han sido vistas algunas plantas. Muchos tópteros se han perdido. Esto cuesta demasiado caro, Vuestra Majestad. Es un lugar donde uno no puede sobrevivir por mucho tiempo.