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—Ciertamente —dijo el Emperador. Hizo chasquear sus dedos, y una puerta se abrió a su izquierda, detrás del trono. Dos Sardaukar aparecieron por la puerta, llevando a una niña que no parecía tener más de cuatro años. Llevaba un aba negro, y la capucha echada hacia atrás revelaba los cierres de un destiltraje que colgaban sueltos en su cuello. Sus ojos tenían el azul de los Fremen, y observaban a su alrededor desde un rostro suave y redondo. No parecía en absoluto asustada, y había algo en su mirada que turbó al Barón sin que pudiera explicar exactamente el por qué.

Incluso la vieja Decidora de Verdad Bene Gesserit dio un paso atrás cuando la niña pasó por su lado, e hizo un gesto en su dirección como para protegerse. La vieja bruja estaba obviamente turbada por la presencia de la niña.

El Emperador carraspeó, pero fue la niña quien habló primero… una voz balbuceante aún por su paladar blando, pero pese a todo clarísima.

—Así que este es —dijo. Avanzó hasta el borde de la plataforma—. No tiene muy buena apariencia, ¿eh?… un viejo gordo y asustado, demasiado blando para soportar su propia grasa sin ayuda de suspensores.

Era una declaración tan inesperada en boca de una niña que el Barón, pese a su rabia, la miró con la boca abierta sin proferir una palabra. ¿Acaso es una enana?, se preguntó.

—Mi querido Barón —dijo el Emperador—, os presento a la hermana de Muad’Dib.

—La her… —el Barón centró su atención en el Emperador—. No comprendo.

—También yo, a veces, soy en exceso prudente —dijo el Emperador—. Se me informó de que en vuestras deshabitadas regiones meridionales se apreciaban huellas de actividad humana.

—¡Pero no es posible! —protestó el Barón—. Los gusanos… No hay más que arena hasta…

—Esa gente parece perfectamente capaz de evitar los gusanos —dijo el Emperador.

La niña se sentó en el estrado al lado del trono, haciendo bascular sus pequeños pies. Había un indudable aire de seguridad en la forma en que observaba la escena.

El Barón observó aquellos pequeños pies oscilantes, las sandalias moviéndose bajo las ropas.

—Desafortunadamente —dijo el Emperador—, tan sólo envié cinco transportes con una reducida fuerza de ataque para capturar prisioneros e interrogarlos. Apenas consiguieron escapar con tan sólo tres prisioneros y un solo transporte. Comprendedlo bien, Barón: mis Sardaukar fueron casi aniquilados por una fuerza defensiva compuesta en gran parte por mujeres, niños y viejos. Esta niña estaba al mando de uno de los grupos que nos atacaron.

—¡Ved, Vuestra Majestad! —dijo el Barón—. ¡Ved como son!

—Yo misma me dejé capturar —dijo la niña—. No quería enfrentarme con mi hermano y tener que decirle que su hijo había sido asesinado.

—Sólo un puñado de hombres consiguió escapar —dijo el Emperador—. ¡Escapar! ¿Los oís bien?

—Los hubiéramos aniquilado también, de no haber sido por las llamas —dijo la niña.

—Mis Sardaukar se sirvieron de los chorros de sus transportes como lanzallamas —dijo el Emperador—. Un movimiento desesperado, y lo único que les permitió escapar con tres prisioneros. Observad bien esto, mi querido Barón: ¡Sardaukar obligados a huir confusamente ante mujeres y niños y viejos!

—Debemos atacarles en masa —chirrió el Barón—. Debemos destruirles hasta el último vestigio de…

—¡Silencio! —rugió el Emperador. Se levantó del trono—. ¡No abuséis por más tiempo de mi indulgencia! Permanecéis aquí, ante mí, con vuestra estúpida inocencia y…

—Majestad —dijo la vieja Decidora de Verdad.

El Emperador la hizo callar imperativamente.

—¡Me decís que no sabéis nada de lo que hemos descubierto, nada de las cualidades guerreras de este soberbio pueblo! —Se dejó caer de nuevo en su trono—. ¿Por quién me estáis tomando, Barón?

El Barón retrocedió dos pasos, pensando: Ha sido Rabban. Me ha hecho esto a mí. Rabban me ha…

—Y esa falsa disputa con el Duque Leto —gruñó el Emperador, hundiéndose en su trono—. Qué maravillosamente la maniobrásteis.

—Majestad —imploró el Barón—. ¿Qué es lo que…?

—¡Silencio!

La vieja Bene Gesserit puso una mano en el hombro del Emperador, inclinándose a susurrar algo a su oído.

La niña sentada en el estrado dejó de balancear sus pies.

—Aterrorízale un poco más, Shaddam —dijo—. No debería alegrarme por ello, pero siento un placer imposible de dominar.

—Cállate, niña —dijo el Emperador. Se inclinó hacia adelante y le puso una mano en la cabeza, mirando al Barón—. ¿Es posible, Barón? ¿Es posible que seáis tan simple de espíritu como me sugiere mi Decidora de Verdad? ¿No reconocéis a esta niña, la hija de vuestro aliado, el Duque Leto?

—Mi padre nunca fue su aliado —dijo la niña—. Mi padre está muerto, y esa vieja bestia Harkonnen no me ha visto nunca antes.

El Barón estaba paralizado por la estupefacción. Cuando recobró su voz sólo pudo jadear:

—¿Quién?

—Soy Alia, hija del Duque Leto y de Dama Jessica, hermana del Duque Paul-Muad’Dib —dijo la niña. Se subió al estrado—. Mi hermano ha prometido empalar tu cabeza en la punta de su estandarte, y creo que lo hará.

—Ya basta, niña —dijo el Emperador, y se recostó en el trono, con la mano en la mejilla, estudiando al Barón.

—Yo no recibo órdenes del Emperador —dijo Alia. Se volvió y miró a la Reverenda Madre—. Ella lo sabe.

El Emperador alzó los ojos hacia su Decidora de Verdad.

—¿Qué quiere decir?

—¡Esta niña es una abominación! —dijo la anciana—. Su madre merece un castigo como nunca se haya impuesto a nadie en la historia. ¡Muerte! ¡Ninguna muerte será bastante rápida para esta niña y para aquella que la ha engendrado! —Apuntó un dedo sarmentoso hacia Alia—. ¡Sal de mi mente!

—¿T-P? —susurró el Emperador. Dirigió su atención a la niña—. ¡Por la Gran Madre!

—No comprendéis, Majestad —dijo la anciana—. No es telepatía. Está en mi mente. Está como todas las demás antes de mí, todas aquellas otras que me han dejado sus recuerdos. ¡Está en mi mente! ¡Sé que es imposible, pero está en ella!

—¿Qué otras? —preguntó el Emperador—. ¿Qué es este desatino?

La anciana se irguió y dejó caer su brazo.

—He hablado demasiado, pero sigue en pie el hecho de que esta niña que no es una niña debe ser destruida. Desde hace mucho tiempo sabemos cómo hay que prevenir un tal nacimiento, pero una de nosotras nos ha traicionado.

—Chocheas, vieja mujer —dijo Alia—. No sabes cómo ocurrió, y sin embargo sigues diciendo tonterías. —Alia cerró los ojos, inspiró profundamente y contuvo la respiración.

La Vieja Reverenda Madre, gimió y se tambaleó.

Alia abrió los ojos.

—Así es cómo pasó —dijo—. Un accidente cósmico… y tú representaste tu papel en él.

La Reverenda Madre alzó ambas manos, con las palmas empujando el aire hacia Alia.

—¿Qué es lo que ocurre aquí? —preguntó el Emperador—. Niña, ¿puedes realmente proyectar tus pensamientos dentro de la mente de otro?

—No es en absoluto así —dijo ella—. Si yo no he nacido como tú, no puedo pensar como tú.

—Matadla —murmuró la vieja mujer, y se aferró al respaldo del trono para sostenerse—. ¡Matadla! —sus viejos ojos profundamente hundidos se clavaron en Alia.

—Silencio —dijo el Emperador, y estudió a Alia—. Niña ¿puedes comunicarte con tu hermano?

—Mi hermano sabe que estoy aquí —dijo Alia.