—¿Puedes decirle que se rinda como precio por tu vida? Alia le sonrió con una limpia inocencia.
—No lo hará —dijo.
El Barón avanzó vacilante hasta el estrado, por el lado de Alia.
—Majestad —suplicó—, yo no sabía nada de…
—Interrumpidme otra vez, Barón —dijo el Emperador—, y os cortaré la posibilidad de volver a interrumpirme… para siempre. —Su atención seguía centrada en Alia, estudiándola a través de sus párpados entrecerrados—. No quieres, ¿eh? ¿Puedes leer en mi mente lo que pienso hacer contigo si no me obedeces?
—Ya te he dicho que no puedo leer en las mentes —dijo ella —, pero uno no necesita telepatía para leer tus intenciones.
El Emperador frunció el ceño.
—Niña, tu causa es desesperada. Basta con que reúna mis fuerzas y reduzca este planeta a…
—No es tan sencillo —dijo Alia. Señaló a los dos hombres de la Cofradía—. Pregúntaselo a ellos.
—No es juicioso oponerse a mis deseos —dijo el Emperador —. Tú no puedes negarme nada.
—Mi hermano está llegando —dijo Alia—. Incluso un Emperador debe temblar ante Muad’Dib, porque su fuerza es la de la rectitud y el cielo sonríe sobre él.
El Emperador saltó en pie.
—Este juego ya ha durado demasiado. Tomaré a tu hermano y a todo este planeta y los reduciré a…
La estancia retumbó y se estremeció a su alrededor. Una repentina cascada de arena cayó tras el trono, en el punto donde la estructura estaba acoplada a la nave del Emperador. La presión del aire aumentó bruscamente y la piel de los presentes se estremeció cuando un escudo de enormes dimensiones fue activado.
—Te lo dije —observó ella—. Mi hermano está llegando.
El Emperador estaba inmóvil frente a su trono, con la mano derecha apretada contra su oído, escuchando su servoreceptor que le transmitía el informe de la situación. El Barón avanzó dos pasos tras Alia. Los Sardaukar tomaron posiciones en las puertas.
—Regresaremos rápidamente al espacio para reorganizarnos —dijo el Emperador—. Barón, mis excusas. Esos locos están atacando protegidos por la tormenta. Van a saber ahora lo que es la cólera del Emperador. —Señaló a Alia—. Arrojad su cuerpo a la tormenta.
A esas palabras, Alia retrocedió fingiendo terror.
—¡Deja que la tormenta tome lo que pueda! —exclamó. Y se arrojó en brazos del Barón.
—¡La tengo, Majestad! —gritó el Barón—. ¡Voy a arrojarla a… aaaaaahhhhhhhh! —la tiró al suelo, apretándose el brazo derecho.
—Lo siento, abuelo —dijo Alia—. Acabas de conocer el gom jabbar de los Atreides. —Se puso de pie, abrió la mano y dejó caer una aguja goteante.
El Barón se derrumbó. Sus ojos se desorbitaron mientras miraba la mancha roja que había aparecido en su palma izquierda.
—Tú… tu… —rodó hacia un lado entre sus suspensores, y no fue más que una enorme masa de fláccida carne suspendida a pocos centímetros del suelo, con la cabeza colgando y la boca muy abierta.
—Esa gente está loca —gruñó el Emperador—. ¡Rápido! A la nave. Vamos a purificar este planeta de todos…
Algo destelló a su izquierda. Un fulgurante relámpago surgió de la pared y crepitó en el suelo metálico. Una acre olor a aislante quemado se extendió por el selamlik.
—¡El escudo! —gritó uno de los oficiales Sardaukar—. ¡El escudo exterior ha sido abatido! Ellos…
Sus palabras fueron ahogadas por un rugido metálico, mientras el casco de la nave, tras el Emperador, vacilaba y se estremecía.
—¡Han hecho saltar la proa de nuestra nave! —gritó alguien. Una nube de polvo penetró en la estancia. Bajo esta cobertura, Alia echó a correr hacia la puerta de entrada.
El Emperador se volvió bruscamente y ordenó a su gente que se dirigiera hacia la salida de emergencia que acababa de abrirse en aquel momento en la pared de la nave, tras el trono. Hizo una rápida señal con la mano a un oficial Sardaukar, a través del polvo que lo invadía todo.
—¡Resistiremos aquí! —ordenó el Emperador.
Otra conmoción sacudió la estructura. Las dobles paredes saltaron violentamente al otro lado de la estancia, dejando entrar un torrente de arena y el sonido de gritos. Una pequeña figura envuelta en ropas negras se destacó momentáneamente contra la luz: Alia, que buscaba un cuchillo para rematar, como requería el adiestramiento Fremen, a todos los Harkonnen y Sardaukar heridos. Los Sardaukar de la Casa se desplegaron en la grisácea bruma, formando un arco para proteger la retirada del Emperador.
—¡Salvaos, Majestad! —gritó un oficial Sardaukar—. ¡En la nave!
Pero el Emperador permanecía inmóvil, de pie junto al trono, solo, señalando con su mano la puerta del selamlik. Una sección de unos cuarenta metros de pared se había abatido, y las puertas del selamlik se abrían sobre la arena agitada por la tormenta. Hasta una distancia infinita, una nube de polvo crepitaba desde las nubes, y los destellos de los escudos cortocircuitados surgían por todas partes. La llanura hervía con figuras luchando… Sardaukar y hombres embozados que continuaban surgiendo de los torbellinos de la tormenta.
Todo esto no era más que el coro a lo que el Emperador señalaba con su mano tendida.
De las nubes de arena estaba surgiendo una compacta hilera de formas resplandecientes… grandes curvas ondulantes con destellos cristalinos que se convirtieron en abiertas bocas de gusanos de arena, una masiva pared de ellos, cada uno con un pelotón de Fremen cabalgando al ataque sobre sus lomos. Llovieron sobre ellos con un silbido y un roce de ropas contra ropas, y hendieron, apartaron, aplastaron el confuso tumulto que reinaba en la planicie.
Avanzaban directamente hacia la estructura del Emperador, mientras los Sardaukar de la Casa, por primera vez en su historia, contemplaban petrificados una carga que sus mentes no conseguían aceptar.
Pero las figuras cabalgando a lomos de los gusanos eran hombres, y el relucir de las hojas que blandían en sus manos a la siniestra luz amarillenta de la tormenta era algo que los Sardaukar habían sido adiestrados a afrontar. Se arrojaron a la lucha. Y en la llanura de Arrakeen se desarrolló un gigantesco combate cuerpo a cuerpo, mientras un escogido grupo de guardias personales Sardaukar empujaban al Emperador al interior de la nave, sellaban la puerta a sus espaldas y se disponían a morir allí.
En el shock del comparativo silencio en el interior de la nave, el Emperador miró a los desorbitados rostros de su séquito, viendo a su hija mayor con las mejillas empurpuradas, la vieja Decidora de Verdad inmóvil como una sombra negra, con la capucha echada sobre su rostro, y finalmente los dos rostros que buscaba… los dos hombres de la Cofradía. Sus uniformes grises, sin ornamentos, concordaban perfectamente con la ostentosa calma que mantenían a pesar de las grandes emociones que les rodeaban. El más alto de los dos, sin embargo, mantenía una mano sobre su ojo izquierdo. Mientras el Emperador le miraba, alguien golpeó inadvertidamente el brazo del hombre de la Cofradía, la mano se movió, y el ojo quedó expuesto. El hombre había perdido una de las lentes de contacto, de enmascaramiento, y el ojo que miraba era totalmente azul, de un azul tan profundo que parecía negro.
El más bajo de los dos avanzó un par de pasos hacia el Emperador.
—No sabemos como terminará todo esto —dijo. Y su compañero más alto, nuevamente con una mano sobre el ojo, añadió con voz gélida:
—Pero ni siquiera Muad’Dib lo sabe.
Aquellas palabras arrancaron al Emperador de su estupor. Se contuvo a duras penas para no expresar su desprecio, porque no necesitaba en absoluto de la visión interior de los navegantes de la Cofradía para adivinar el inmediato futuro. ¿Acaso aquellos dos hombres dependían hasta tal punto de su facultad que habían llegado a perder completamente el uso de sus ojos y de su razón?, se preguntó.