—¿Es eso dolor, viejo amigo? —preguntó Paul.
—Es dolor, mi Duque —asintió Hawat—, pero el placer es mucho mayor. —Se volvió a medias entre los brazos de Paul y extendió su mano izquierda, la palma abierta hacia el Emperador, mostrando la pequeña aguja clavada entre sus dedos —. ¿Veis, Majestad? —indicó—. ¿Veis la aguja de vuestro traidor? ¿Creíais acaso que yo, que he dedicado toda mi vida al servicio de los Atreides, podía ofrecerles hoy menos que esto?
Paul trastabilló cuando el anciano se derrumbó entre sus brazos, y reconoció la flaccidez de la muerte. Con suavidad, depositó a Hawat en el suelo, se irguió e hizo un gesto a sus guardias para que se llevaran el cuerpo.
El silencio más absoluto reinó en la estancia hasta que su orden fue cumplida.
El rostro del Emperador estaba pálido como el de un muerto. Sus ojos, que nunca habían admitido el miedo, lo estaban mostrando ahora por primera vez.
—Majestad —dijo Paul, y captó el gesto de sorpresa en la Princesa Real. Había pronunciado aquella palabra con la controlada entonación Bene Gesserit, cargándola con todo el desprecio que Paul pudo poner en ella.
Es realmente una Bene Gesserit, pensó Paul.
El Emperador carraspeó.
—Quizá mi respetado consanguíneo crea que todo va a ir ahora según sus deseos— dijo—. Nada más lejos que eso. Ha violado la Convención, ha usado atómicas contra…
—He usado atómicas contra un obstáculo natural del desierto —dijo Paul—. Estaba en mi camino, y tenía prisa por llegar hasta vos, Majestad, para pediros algunas explicaciones acerca de vuestras extrañas actividades.
—Todos los ejércitos de las Grandes Casas están en el espacio ahora, orbitando Arrakis —dijo el Emperador—. Esperan tan sólo una palabra mía y…
—Oh, si —dijo Paul—. Casi los había olvidado. —Buscó entre el séquito del Emperador hasta ver los rostros de los dos elementos de la Cofradía, y miró a Gurney—: ¿están aquí aquellos dos agentes de la Cofradía, aquellos dos hombres gordos vestidos de gris?
—Si, mi Señor.
—Vosotros dos —dijo Paul, señalándoles—, salid inmediatamente y enviad mensajes para que la flota vuelva ahora mismo a casa. Después de esto, aguardad mi autorización antes de…
—¡La Cofradía no acepta tus órdenes! —gritó el más alto de los dos. El y su compañero avanzaron hacia la barrera de lanzas, que fue alzada a un gesto de Paul. Los dos hombres se le acercaron, y el más alto levantó un brazo hacia él—. Más bien vas a conocer lo que es un embargo por tu…
—Si oigo alguna otra estupidez de este tipo por parte de vosotros dos —dijo Paul—, daré orden de que sea destruida toda la producción de especia de Arrakis… para siempre.
—¿Estás loco? —exclamó el más alto de los hombres de la Cofradía. Dio medio paso hacia atrás.
—Entonces, admites que puedo hacerlo, ¿no? —preguntó Paul.
El hombre de la Cofradía pareció boquear por un momento, buscando aire a su alrededor.
—Sí —admitió—, puedes hacerlo, pero no debes.
—Ahhh —dijo Paul, inclinando la cabeza en una afirmación para si mismo—. Así que vosotros sois dos navegantes, ¿eh?
—¡Si!
—Tú mismo te quedarías ciego —dijo el más bajo de los dos —y te condenarías a una muerte lenta. ¿Sabes lo que representa verse privado del licor de especia cuando uno es adicto a él?
—El ojo que busca ante él el camino más seguro queda cerrado para siempre —dijo Paul—. La Cofradía mutilada. Los seres humanos convertidos en pequeños grupos aislados en sus aislados planetas. ¿Sabéis? Podría hacerlo por puro despecho… o por simple aburrimiento.
—Hablemos de ello en privado —dijo el más alto de los hombres de la Cofradía—. Estoy seguro de que podemos llegar a algún compromiso que…
—Enviad ese mensaje a vuestra gente que está sobre Arrakis —dijo Paul— Estoy cansado de esta discusión. Si esa flota no se retira inmediatamente, ya no tendremos ninguna necesidad de hablar. —Señaló a sus hombres de comunicaciones a un lado del vestíbulo—. Podéis usar mi equipo.
—Antes debemos discutir esto —dijo el hombre más alto—. No podemos simplemente…
—¡Mandadlo! —rugió Paul—. Quien tiene el poder de destruir algo es quien posee su absoluto control. Vosotros mismos habéis admitido que tengo este poder. No estamos aquí para discutir o negociar o buscar compromisos. ¡Obedeceréis mis órdenes, o sufriréis inmediatamente las consecuencias!
—Lo hará —dijo el más bajo de los hombres de la Cofradía. Y Paul vio que el miedo le atenazaba.
Lentamente, ambos avanzaron hacia el equipo de comunicaciones de los Fremen.
—¿Obedecerán? —preguntó Gurney.
—Su visión del tiempo restringe —dijo Paul—. Ven ante sí una pared desnuda donde se inscriben las consecuencias de su desobediencia. Cada navegante de la Cofradía, en cada nave, ve ante sí esa misma pared. Obedecerán.
Paul se volvió y miró al Emperador.
—Cuando os permitieron acceder al trono de vuestro padre — dijo—, fue únicamente con la garantía de que los envíos de especia seguirían llegando a ellos. Les habéis fallado, Majestad. ¿Sabéis cuáles son las consecuencias?
—Nadie ha permitido…
—Dejad de hacer el estúpido —gruñó Paul—. La Cofradía es como un pueblo a la orilla de un río. Necesita el agua, pero no puede tomar más que la necesaria. No puede construir un dique para controlar el río, porque esto atraería la atención sobre sus extracciones, y podría conducir a una destrucción final. Este río es la especia, y yo he construido un dique sobre este río. Pero mi dique está construido de tal modo que no se puede destruir sin destruir también el río.
El Emperador se pasó una mano por sus rojos cabellos, mirando las espaldas de los dos hombres de la Cofradía.
—Incluso vuestra Decidora de Verdad Bene Gesserit está temblando —dijo Paul—. Hay otros venenos que la Reverenda Madre puede usar para sus trucos, pero después de haberse servido del licor de especia, los otros venenos quedan sin efecto.
La anciana estrujó sus negras ropas a su alrededor, y avanzo hasta detenerse tras la barrera de lanzas.
—Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam —dijo Paul—. Ha pasado mucho tiempo desde Caladan, ¿no es cierto?
Ella fulguró con una mirada a su madre.
—Bien, Jessica —dijo—, veo que tu hijo es aquel a quien buscábamos. Sólo por esto puede serte perdonada esa abominación que es tu hija.
Paul dominó su fría y cortante cólera.
—¡No tienes ningún derecho ni razón para perdonarle nada a mi madre! —dijo.
La anciana cruzó sus ojos con los de él.
—Prueba tus trucos conmigo, vieja bruja —dijo Paul—. ¿Dónde está tu gom jabbar? ¡Intenta mirar a ese lugar donde no te atreves a poner tus ojos! ¡Allí te estaré esperando!
La anciana bajó su mirada.
—¿No tienes nada que decir? —preguntó Paul.
—Te di la bienvenida entre los seres humanos —murmuró ella—. No mancilles esto.
Paul alzó la voz:
—¡Observadla, camaradas! Esa es una Reverenda Madre Bene Gesserit, el más paciente de los seres al servicio de la más paciente de las causas. Ha estado aguardando con sus hermanas por más de noventa generaciones a que se produjera la exacta combinación de genes y medio ambiente necesaria para producir la persona que sus planes exigían. ¡Observadla! Ahora sabe que las noventa generaciones han producido esa persona. Aquí estoy… ¡pero… nunca… obedeceré… sus… órdenes!
—¡Jessica! —aulló la Reverenda Madre—. ¡Hazle callar!