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—Hacedle callar vos misma —dijo Jessica.

Paul miró a la anciana.

—Por la parte que has tenido en todo esto, te haría estrangular con gusto —dijo—. ¡Y no podrías impedírmelo! —restalló, mientras ella se erguía furiosa—. Pero pienso que el mejor castigo es dejarte vivir hasta el fin de tus días sin que nunca puedas tocarme o doblegarme a uno solo de tus deseos.

—Jessica, ¿qué has hecho? —exigió la anciana.

—Tan sólo te concederé una cosa —dijo Paul—. Has visto parte de lo que necesita la raza, pero cuán pobre es tu visión. ¡Creéis controlar la evolución humana con algunos pocos acoplamientos dirigidos según vuestros planes! Qué poco comprendéis que…

—¡No debes hablar de esas cosas! —sibiló la anciana.

—¡Silencio! —gruñó Paul. Y la palabra pareció adquirir consistencia mientras se contorsionaba en el aire bajo el control de Paul.

La anciana retrocedió, tambaleándose hasta caer en brazos de los que tenía a sus espaldas, mortalmente pálida ante aquel poder que había golpeado su mente.

—Jessica —susurró—. Jessica.

—Te recuerdo tu gom jabbar —dijo Paul—. Tú recuerda el mío. ¡Puedo matarte con una sola palabra!

Los Fremen alrededor de la estancia se intercambiaron miradas. ¿Acaso la leyenda no decía: «Y sus palabras acarrearán la muerte eterna a quienes se opongan a su justicia»?

Paul dirigió su atención hacia la Princesa Real, inmóvil junto a su padre el Emperador. Dijo, con sus ojos fijos en ella:

—Majestad, ambos conocemos la única salida a nuestras dificultades.

El Emperador miró a su hija, luego a Paul.

—¿Cómo te atreves? ¡Tú! Un aventurero sin familia, un don nadie de…

—Vos mismo habéis admitido quien soy —dijo Paul—. Consanguíneo real, habéis dicho. Terminad con esa comedia.

—Yo soy tu rey —dijo el Emperador.

Paul observó a los hombres de la Cofradía, inmóviles ahora junto al equipo de comunicaciones, mirándole. Uno de ellos asintió.

—Podría obligaros —dijo Paul.

—¡No te atreverías! —rechinó el Emperador.

Paul se limitó a observarle.

La Princesa Real puso una mano en el brazo de su padre.

—Padre —dijo, y su voz era suave y tranquilizadora.

—No emplees tus trucos conmigo —dijo el Emperador. La miró—. No necesitas hacerlo, hija. Tenemos otros recursos que…

—Pero este hombre es digno de ser tu hijo —dijo ella. La vieja Reverenda Madre, recuperaba su compostura, avanzó hacia el Emperador y le susurró algo al oído.

—Está defendiendo tu casa —dijo Jessica.

Paul seguía mirando a la rubia Princesa. Inclinándose hacia su madre, dijo en voz baja:

—Esa es Irulan, la mayor, ¿no?

—Sí.

Chani se situó al otro lado de Paul.

—¿Quiere que me retire, Muad’Dib? —dijo. El la miró.

—¿Retirarte? Tú nunca te apartarás de mi lado.

—No existe nada entre nosotros que nos ate —dijo Chani. Paul la siguió mirando en silencio por un momento.

—Usa tan sólo el lenguaje de la verdad conmigo, mi Sihaya —dijo luego. Chani fue a responder, pero Paul apoyó un dedo en sus labios—. El lazo que nos une nunca podrá ser desatado. Ahora, observa atentamente lo que ocurra aquí, porque luego quiero volver a ver esta sala a los ojos de tu sabiduría.

El Emperador y su Decidora de Verdad estaban discutiendo en voz baja, enérgicamente.

Paul se volvió hacia su madre.

—Ella le está recordando que su parte del acuerdo es situar a una Bene Gesserit en el trono, y que Irulan es la que está preparada para ello.

—¿Ese era su plan? —dijo Jessica.

—¿Acaso no es obvio? —preguntó Paul.

—¡Sé ver los signos! —exclamó Jessica—. Mi pregunta tan sólo quería recordarte que no intentes enseñarme lo que te he inculcado yo misma.

Paul la miró, captando una gélida sonrisa en sus labios.

Gurney Halleck se inclinó entre ellos.

—Te recuerdo, mi Señor —dijo—, que hay un Harkonnen entre ese montón de bastardos —señaló con la cabeza a Feyd- Rautha, apoyado en la barrera de lanzas a su izquierda—. Ese de ojos esquivos, a la izquierda. Tiene el rostro más diabólico que haya visto en mi vida. Me prometiste una vez que…

—Gracias, Gurney —dijo Paul.

—Es el na-Barón… el Barón, ahora que el viejo ha muerto — dijo Gurney—. Irá muy bien para lo que yo in…

—¿Puedes vencerle, Gurney?

—¡Mi Señor bromea!

—Esa discusión entre el Emperador y su bruja ya ha durado demasiado, ¿no crees, madre?

Jessica asintió.

—Realmente.

Paul alzó su voz, dirigiéndose al Emperador.

—Majestad, ¿hay algún Harkonnen con vos?

El modo como el Emperador se volvió a mirar a Paul revelaba un real desdén.

—Creía que mi séquito estaba bajo la protección de tu palabra ducal —dijo.

—Mi pregunta era tan sólo a título informativo —dijo Paul—. Tan sólo quería saber si algún Harkonnen forma parte oficialmente de vuestro séquito, o se ha escondido en él por pura cobardía.

El Emperador sonrió calculadoramente.

—Quien quiera que haya sido aceptado entre quienes me rodean forma parte de mi séquito.

—Vos tenéis la palabra de un Duque —dijo Paul—, pero Muad’Dib es otra cosa. Puede que él no reconozca vuestra definición de lo que constituye un séquito. Mi amigo Gurney Halleck siente deseos de matar a un Harkonnen. Si él…

—¡Kanly! —gritó Feyd-Rautha. Intentó apartar la barrera de lanzas—. Tu padre invocó esta venganza, Atreides. ¡Me llamas cobarde mientras te escondes entre tus mujeres y envías a un lacayo contra mí!

La vieja Decidora de Verdad susurró algo al oído del Emperador, pero este la rechazó.

—Kanly, ¿no? —dijo—. Hay unas reglas muy estrictas para el kanly.

—Paul, pon fin a todo esto —dijo Jessica.

—Mi señor —dijo Gurney—, me prometiste que tendría mi ocasión frente a los Harkonnen.

—Has tenido ya una buena ocasión todo el día de hoy —dijo Paul, y sintió que las emociones fluían de él, dejándole vacío como un muñeco. Se quitó su ropa y su capucha y se los tendió a su madre, junto con su cinturón y su crys, antes de desprenderse de su destiltraje. Sentía ahora que todo el universo estaba concentrado en aquel momento.

—Eso no es necesario —dijo Jessica—. Hay otros caminos más fáciles, Paul.

Paul se quitó el destiltraje y sacó el crys de la funda que tenía su madre entre las manos.

—Lo sé —dijo—. Veneno, un asesino, todos los caminos familiares.

—¡Me prometiste un Harkonnen! —siseó Gurney, y Paul vio la rabia en el rostro del hombre, la cicatriz de estigma oscureciéndose en su rostro—. ¡Me lo debes, mi Señor!

—¿Acaso has sufrido más de su parte de lo que he sufrido yo? —preguntó Paul.

—Mi hermana —dijo Gurney con voz ronca—. Mis años en los pozos de esclavos…

—Mi padre —dijo Paul—. Mis buenos amigos y compañeros, Thufir Hawat y Duncan Idaho, mis años como fugitivo, sin rango ni seguidores… y una cosa más: el kanly, y tú sabes mejor que nadie cuales son las reglas que hay que respetar.

Los hombros de Halleck se relajaron.

—Mi Señor, si ese cerdo… no es más que una bestia asquerosa que puedes aplastar con tu pie y arrojar luego la bota porque estará contaminada. Llama a un verdugo si lo crees necesario, o déjamelo a mí, pero no te ofrezcas tú mismo para…

—Muad’Dib no necesita hacer esto —dijo Chani. Paul la miró, y leyó el miedo en sus ojos.

—Pero el Duque Paul sí debe —dijo.

—¡Es tan sólo una bestia Harkonnen! —jadeó Gurney.