Paul vaciló, a punto de revelar su propia descendencia Harkonnen, pero fue detenido por una cortante mirada de su madre.
—Pero esa cosa tiene forma humana, Gurney —se limitó a decir—, y debe beneficiarse de la duda humana.
—Si tan sólo… —insistió Gurney.
—Te lo ruego, manténte aparte —dijo Paul. Sopesó el crys, y apartó suavemente a Gurney a un lado.
—¡Gurney! —dijo Jessica. Tocó el brazo del hombre—. Es como su abuelo. No le distraigas. Es lo único que puedes hacer por él ahora —y pensó: ¡Gran Madre, qué ironía!
El Emperador estudió a Feyd-Rautha, vio sus abultados hombros, sus gruesos músculos. Se volvió a observar a Pauclass="underline" un joven delgado como la trenza de un látigo, no tan enjuto como los nativos de Arrakis, pero se podían contar sus costillas, y los huesos de sus costados revelaban claramente el tensarse y contraerse de sus músculos bajo su tirante piel.
Jessica se inclinó hacia Paul y murmuró a su oído, únicamente para éclass="underline"
—Tan sólo una cosa, hijo. A veces, la gente peligrosa está preparada por las Bene Gesserit, con una palabra implantada en lo más profundo de su mente, según la antigua técnica del placer-dolor. La palabra más frecuentemente usada es Uroshnor. Si ese hombre ha sido preparado, y estoy convencida de que lo ha sido, esa palabra susurrada a su oído aflojará sus músculos y…
—No necesito ninguna ventaja especial —dijo Paul—. Hazte a un lado, por favor.
—¿Por qué hace esto? —preguntó Gurney a Jessica—. ¿Quiere hacerse matar y convertirse en un mártir? ¿Todas esas chácharas religiosas de los Fremen han nublado su razón?
Jessica hundió el rostro entre sus manos, dándose cuenta de que no sabía por qué Paul actuaba así. Podía advertir la presencia de la muerte en la estancia, y sabía que este Paul, tan cambiado y distinto, era capaz de lo que había sugerido Gurney. Concentró todos sus talentos hacia el deseo que experimentaba de defender a su hijo, pero no había nada que pudiera hacer.
—¿Son esas chácharas religiosas? —insistió Gurney.
—¡Calla! —dijo Jessica—. Y reza.
El rostro del Emperador se iluminó con una repentina sonrisa.
—Si Feyd-Rautha Harkonnen… de mi séquito… así lo desea —dijo—, yo le libero de cualquier lazo para que pueda actuar según su deseo. —El Emperador levantó una mano hacia los guardias Fedaykin de Paul—. Uno de los de vuestra escoria tiene mi cinturón y mi puñal. Si Feyd-Rautha los desea, puede enfrentarse contigo con mi propia hoja.
—Lo deseo —dijo Feyd-Rautha, y Paul leyó la excitación en el rostro del hombre.
Es demasiado confiado, pensó Paul. Es una ventaja natural que puedo aceptar.
—Traed la hoja del Emperador —dijo Paul, y esperó a que su orden fuera obedecida—. Dejadla en el suelo, aquí —señaló el lugar con su pie—. Que la escoria Imperial se retire hacia el muro y deje al Harkonnen solo.
Un rumor de ropas, pies arrastrándose, órdenes dichas en voz baja y protestas acompañando la obediencia a las órdenes de Paul. Los hombres de la Cofradía permanecieron inmóviles junto al equipo de comunicaciones. Observaban a Paul con una obvia indecisión.
Están habituados a ver el futuro, pensó Paul. Pero en este lugar y tiempo están ciegos… tan ciegos como yo. E intentó sondear los vientos del tiempo, sintiendo los torbellinos, los nexos de la tormenta concentrados en aquel lugar, en aquel preciso momento. Pero incluso las más sutiles espirales le estaban vedadas ahora. Allí estaba, el aún no nacido jihad, lo sabía. Allí estaba la consciencia racial que había ya experimentado, con su terrible finalidad. Era una razón suficiente para un Kwisatz Haderach o un Lisan al-Gaib, incluso para los titubeantes planes Bene Gesserit. La raza humana había tomado consciencia de su estancamiento, y de su malsano replegarse en sí misma, y había visto la única salida en aquel torbellino que mezclaría los genes y del cual sobrevivirían únicamente las combinaciones más fuertes. En aquel instante, todos los seres humanos formaban un único organismo inconsciente que experimentaba un tipo de necesidad sexual capaz de derribar cualquier barrera.
Y Paul comprendió la futilidad de sus esfuerzos por modificar siquiera el más pequeño fragmento de todo aquello. Había pensado poder oponerse él solo al jihad, pero el jihad seguiría existiendo. Incluso sin él, sus legiones se esparcirían furiosamente fuera de Arrakis. Necesitaban sólo una leyenda, y él se la había dado. Había mostrado el camino, les había permitido dominar incluso a la Cofradía gracias a su necesidad de especia para sobrevivir.
Un sentimiento de fracaso le invadió, y entonces vio que Feyd-Rautha se había despojado de su destrozado uniforme para aparecer vestido tan sólo con una simple malla metálica de combate.
Este es el clímax, pensó Paul. Desde aquí, el futuro se abrirá, las nubes se abrirán para dejar paso a una luz gloriosa. Y si yo muero aquí, dirán que me he sacrificado para que mi espíritu los guíe. Y si vivo, dirán que nada puede oponerse a Muad’Dib.
—¿Está preparado el Atreides? —dijo Feyd-Rautha, utilizando las palabras del antiguo ritual kanly.
Paul eligió responderle según la costumbre Fremen:
—¡Pueda tu cuchillo astillarse y romperse! —señaló la hoja del Emperador en el suelo, indicando que Feyd-Rautha podía avanzar y tomarlo.
Sin apartar su atención de Paul, Feyd-Rautha se inclinó sobre el cuchillo, balanceándolo un momento en su mano para tomar su tacto. La excitación aumentaba en él. Este era el combate que siempre había soñado, de hombre a hombre, habilidad contra habilidad, sin ningún escudo interviniendo. Aquel combate le abriría el camino del poder, puesto que el Emperador premiaría sin la menor duda a quien eliminara a aquel fastidioso Duque. Incluso tal vez concediera como premio a su altanera hija y una parte del trono. Y aquel Duque bandido, aquel aventurero, no podía ser un adversario serio para un Harkonnen adiestrado en todas las astucias y todas las traiciones de mil combates en la arena. Y aquel patán ignoraba que iba a enfrentarse con muchas más armas que un simple cuchillo.
¡Veremos si resistirás al veneno!, pensó Feyd-Rautha. Saludó a Paul con la hoja del Emperador, y dijo:
—Prepárate a morir, loco.
—¿Así que vamos a combatir, primo? —preguntó Paul. Avanzó con paso felino, los ojos fijos en la hoja ante él, su cuerpo encorvado, el lechoso crys apuntando hacia delante como una extensión de su brazo.
Giraron uno en torno del otro, sus pies desnudos haciendo crujir el suelo, esperando la más pequeña abertura.
—Qué bien danzas —dijo Feyd-Rautha.
Es un hablador, pensó Paul. Esa es otra debilidad. El silencio le inquieta.
—¿Te has arrepentido de tus faltas? —preguntó Feyd-Rautha.
Paul seguía girando en silencio.
Y la vieja Reverenda Madre, observando el combate desde la primera fila, al lado del Emperador, empezó a temblar. El Atreides había llamado primo al Harkonnen. Esto significaba que conocía su común ascendencia, y esto era fácil de comprender porque era el Kwisatz Haderach. Pero aquellas palabras la obligaron a concentrarse en lo único que le importaba ahora.
Aquello podía ser la peor catástrofe para los planes selectivos de las Bene Gesserit.
Había entrevisto algo de lo que Paul había comprendido allí, que Feyd-Rautha podía matarle pero sin salir por ello victorioso. Otro pensamiento, sin embargo, abismó casi su mente. Allí, ante ella, los dos productos finales de un largo y costoso programa se enfrentaban en un combate a muerte. Si ambos morían allí, quedaría tan sólo la hija bastarda de Feyd-Rautha, aún una niña, un factor desconocido, y Alia, una abominación.
—Quizá tan sólo tengáis ritos paganos aquí —dijo Feyd- Rautha—. ¿Quieres que la Decidora de Verdad del Emperador prepare tu espíritu para este viaje?