Algún arquitecto había tenido que bucear profundamente en la historia para recrear aquellas bóvedas y aquellas oscuras tapicerías, pensó. El arco del techo culminaba dos pisos por encima de ella, con enormes vigas transversales que, estaba segura, habían sido transportadas hasta Arrakis a un coste fabuloso. No existía ningún planeta en el sistema que poseyera árboles capaces de proporcionar tales vigas… a menos que las vigas fueran de imitación de madera.
No lo creía.
Aquella había sido la residencia del gobierno, en los días del Viejo Imperio. Los costes no habían tenido una gran importancia entonces, mucho antes de los Harkonnen y su nueva megalópolis de Carthag… un lugar de mal gusto y miserable a unos doscientos kilómetros al nordeste, más allá de la Tierra Accidentada. Leto había demostrado su buen juicio eligiendo aquel lugar para sede del gobierno. Ya su nombre, Arrakeen, sonaba bien, lleno de tradición. Y era una ciudad pequeña, más fácil de higienizar y defender.
Oyó nuevamente el ruido de las cajas que eran descargadas a la entrada, y suspiró.
Contra una caja de cartón, a su izquierda, se hallaba apoyado el retrato del padre del Duque. El cordón que había sujetado el embalaje colgaba a uno de sus lados como una deshilachada decoración. Jessica sostenía aún uno de sus extremos con la mano izquierda. Al lado de la pintura se hallaba la cabeza de un toro negro, montada sobre una placa de madera pulida. La cabeza era una isla negra en un mar de papeles arrugados. La placa estaba apoyada en el suelo, y el reluciente hocico del toro apuntaba hacia el techo como si el animal se preparara a mugir su desafío a la estancia llena de ecos.
Jessica se preguntaba qué compulsión le había empujado a desembalar aquellos dos objetos en primer lugar… la cabeza y la pintura. Sabía que había algo simbólico en aquella acción. Nunca, desde el día en que los enviados del Duque la habían comprado en la escuela, se había sentido tan asustada e insegura.
La cabeza y el cuadro.
Acentuaban su confusión. Se estremeció, lanzando una mirada a las estrechas ventanas sobre su cabeza. Era primera hora de la tarde, pero en aquella latitud el cielo se veía negro y frío… mucho más oscuro que el cálido azul de Caladan. Sintió una punzada de nostalgia por su mundo perdido.
Está tan lejos Caladan.
—¡Aquí estamos!
Era la voz del Duque Leto.
Se volvió, viéndolo avanzar a largos pasos bajo la inmensa bóveda de la entrada. Su uniforme negro de trabajo con el rojo halcón heráldico en el pecho se veía sucio y arrugado.
—Temía que te hubieses perdido en este horrible lugar —dijo.
—Es una casa fría —dijo ella. Miró su elevada estatura, su piel oscura que le recordaba el verde de los olivos bajo un sol dorado reflejado en un agua azul. Había como humo de leña en el gris de sus ojos, pero su rostro era el de un predador: afilado, todo ángulos y facetas.
Un repentino miedo aferró su pecho. Se había vuelto tan salvaje, tan autoritario desde que había decidido obedecer la orden del Emperador.
—Toda la ciudad parece fría —dijo ella.
—Es una pequeña, sucia y polvorienta ciudad de guarnición —admitió él—. Pero cambiaremos eso. —Miró a su alrededor —. Esta es una sala reservada para actos públicos y ceremonias de estado. Acabo de echar una ojeada a algunos de los apartamentos familiares del ala sur. Son mucho más acogedores. —Se acercó a ella y tocó su brazo, admirando su dignidad.
Y entonces se preguntó una vez más quiénes habrían sido sus desconocidos progenitores… ¿una Casa renegada, quizá? ¿Miembros de la realeza caídos en desgracia? Su majestad sugería sangre Imperial.
Bajo la presión de su mirada, ella se volvió ligeramente, revelando su perfil. Y él observó que no había ningún detalle sobresaliente que se impusiera al conjunto de su belleza. Su rostro era ovalado bajo la cascada de sus cabellos color bronce. Sus ojos, algo distantes, eran verdes y claros como el cielo de Caladan por la mañana. Su nariz era pequeña, su boca grande y generosa. Su figura era agraciada pero discreta: alta, delgada y de pocas pero bien formadas curvas.
Recordó que las hermanas de la escuela la llamaban flaca, así al menos se lo habían comunicado sus emisarios. Pero era una descripción demasiado simplificada. Jessica había aportado a la línea de los Atreides un rasgo de regia belleza. Se sentía feliz de que Paul se hubiera visto favorecido por ello.
—¿Dónde está Paul? —preguntó.
—En algún lugar de la casa, tomando sus lecciones con Yueh.
—Probablemente en el ala sur —dijo él—. Creo haber oído incluso la voz de Yueh, pero no he tenido tiempo de mirar. — Observó a Jessica, dudando—. He venido aquí tan sólo para colgar la llave de Castel Caladan en este salón.
Ella retuvo el aliento… era un acto definitivo de renuncia. Pero no era ni el momento ni el lugar de buscar consuelo.
—He visto nuestro estandarte sobre la casa, cuando hemos llegado —dijo ella.
El miró hacia el retrato de su padre.
—¿Dónde tienes intención de colocarlo?
—En alguna de estas paredes.
—No. —La palabra era clara y definitiva, cortando cualquier intento de persuasión. Pero de todos modos debía intentarlo, aunque sólo sirviera para confirmar que no siempre podría convencerle con astucias femeninas.
—Mi señor —dijo—, si tan sólo…
—Mi respuesta sigue siendo no. Me confieso culpable de una indulgencia hacia ti por gran cantidad de cosas, pero no por esta. Acabo de pasar precisamente por el comedor y he observado que hay…
—¡Mi señor! Os lo ruego.
—La elección es entre tu digestión y mi ancestral dignidad, querida —dijo—. Lo colgaremos en el comedor.
Suspiró.
—Sí, mi señor.
—Tan pronto como sea posible podrás volver a comer como de costumbre en tus habitaciones. Exigiré que ocupes tu puesto únicamente en las ocasiones oficiales.
—Gracias, mi señor.
—¡Y no seas tan fría y formal conmigo! Dame las gracias por no haberme casado nunca contigo, querida. De otro modo, tu deber hubiera sido estar a mi lado en la mesa a cada comida.
Ella asintió, impasible.
—Hawat ha instalado ya tu detector de venenos en la mesa — dijo—. Pero tienes otro portátil en tu habitación.
—Habéis previsto incluso esta… discrepancia —dijo ella.
—Querida, pero pienso también en tu comodidad. He contratado criadas. Son locales, pero Hawat las ha seleccionado… todas ellas son Fremen. Servirán hasta que nuestra propia gente haya terminado las tareas que tienen ahora.
—¿Hay alguien en este lugar que sea realmente de fiar?
—Todos aquellos que odian a los Harkonnen. Quizá incluso quieras quedarte con el ama de llaves: la Shadout Mapes.
—¿Shadout? —dijo Jessica—. ¿Un título Fremen?
—Me han dicho que significa «excavapozos», una palabra llena de importantes implicaciones aquí. Puede que no corresponda a tu idea de la sirvienta ideal, pero Hawat habla muy bien de ella, basándose en un informe de Duncan. Ambos están convencidos de que desea servir… y especialmente servirte a ti.
—¿A mi?
—Los Fremen han sabido que eres Bene Gesserit. Y corren leyendas acerca de las Bene Gesserit.
La Missionaria Protectiva, pensó Jessica. No hay ningún lugar que se les escape.
—¿Esto significa que Duncan ha tenido éxito? —preguntó—. ¿Serán los Fremen nuestros aliados?
—No hay todavía nada concreto —dijo el Duque—. Duncan cree que antes desean observarnos un poco. De todos modos, han prometido no saquear los pueblos limítrofes durante la tregua. Es un logro más importante de lo que puede parecer. Hawat me ha dicho que los Fremen eran una profunda espina en el costado de los Harkonnen, que mantenían en secreto el alcance de sus incursiones. No querían pedirle ayuda al Emperador para que no supiera la ineficacia de las fuerzas militares de los Harkonnen.