—Apresúrate y vístete —dijo—. La Reverenda Madre está esperando.
—Una vez soñé con ella —dijo Paul—. ¿Quién es?
—Fue mi preceptora en la escuela Bene Gesserit. Hoy es la Decidora de Verdad del Emperador. Y, Paul… —vaciló—. Tienes que hablarle de tus sueños.
—Lo haré. ¿Es ella la razón de que nos hayan dado Arrakis?
—No nos han dado Arrakis —Jessica sacudió un par de pantalones y los colocó junto a la casaca, al lado del lecho—. No debes hacer esperar a la Reverenda Madre.
Paul se sentó y pasó los brazos alrededor de sus rodillas.
—¿Qué es un gom jabbar?
El adiestramiento que había recibido le hizo percibir de nuevo la invisible excitación de su madre, una motivación nerviosa que reconoció como miedo.
Jessica se acercó a la ventana, corrió las cortinas y durante un instante contempló, al otro lado del río, el monte Syubi.
—Pronto sabrás lo que es el gom jabbar… demasiado pronto —dijo.
Una vez más notó el miedo en su voz, y se sintió intrigado.
Jessica habló sin volverse:
—La Reverenda Madre está esperando en mis salones. Por favor, apresúrate.
La Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam estaba sentada en una silla tapizada, observando acercarse a madre e hijo. A uno y otro lado, las ventanas se abrían sobre la curva del río que corría hacia el sur y las tierras de cultivo de los Atreides, pero la Reverenda Madre ignoraba el paisaje. Aquella mañana le pesaban los años, lastrando sus hombros. Hacía responsable de ello a aquel viaje a través del espacio, asociado con aquella abominable Cofradía Espacial y sus oscuros designios. Pero aquella era una misión que requería la atención personal de una Bene Gesserit-con-la-Mirada. Y ni siquiera la propia Decidora de Verdad del Emperador Padishah podía declinar tal responsabilidad cuando el deber la llamaba.
¡Condenada Jessica!, exclamó para sí la Reverenda Madre. ¡Si al menos nos hubiera engendrado una chica como se le había ordenado!
Jessica se detuvo a tres pasos de la silla y esbozó una pequeña reverencia, con un ligero movimiento de su mano izquierda pellizcando apenas su falda. Paul se dobló en una breve inclinación, como le había enseñado su maestro de danza que debía hacerse… para usarlo en las ocasiones «en que no hay ninguna duda acerca del rango de la otra persona».
Los matices de la actitud de Paul no pasaron inadvertidos para la Reverenda Madre.
—Es prudente, Jessica —dijo.
La mano de Jessica apretó el hombro de Paul. Por un latido de corazón, el miedo pulsó a través de su palma. Pero recuperó rápidamente el control.
—Así ha sido educado, Vuestra Reverencia.
¿Qué es lo que teme?, se preguntó Paul.
La vieja mujer estudió a Paul, cada detalle de él, en una sola mirada: el rostro ovalado como el de Jessica, aunque más decidido… Cabellos: muy negros como los del Duque pero con la línea de la frente del abuelo materno, aquel que no puede ser nombrado, así como su nariz, fina y desdeñosa; y los ojos verdes y penetrantes del viejo Duque, su abuelo paterno ya muerto.
Aquél sí que era un hombre que apreciaba el poder de la bravura… incluso en la muerte, pensó la Reverenda Madre.
—La educación es una cosa —dijo—, los ingredientes de base otra. Ya veremos —sus viejos ojos fulminaron a Jessica con una dura mirada—. Déjanos. Te ordeno que practiques la meditación de paz.
Jessica retiró su mano del hombro de Paul.
—Vuestra Reverencia, yo…
—Jessica, sabes que hay que hacerlo.
Paul alzó sus ojos hacia su madre, perplejo.
Jessica se envaró.
—Sí… por supuesto.
Paul volvió a mirar a la Reverenda Madre.
La cortesía, y el obvio poder de la vieja mujer sobre su madre, aconsejaban prudencia. Sin embargo, sintió crecer una rabiosa aprensión ante el miedo que irradiaba de su madre.
—Paul… —Jessica inspiró profundamente— …esta prueba a la que vas a ser sometido… es importante para mí.
—¿Prueba? —la miró.
—Recuerda que eres el hijo de un Duque —dijo Jessica. Dio media vuelta y abandonó el salón a largos pasos, con un seco roce de su vestido. La puerta se cerró sólidamente a sus espaldas.
Paul hizo frente a la vieja mujer, dominando su irritación.
—¿Desde cuándo se echa a Dama Jessica como si fuese una sirvienta?
Por un instante se dibujó una sonrisa en los ángulos de aquella vieja boca.
—Dama Jessica fue mi sirvienta, muchacho, durante catorce años, en la escuela —inclinó la cabeza—. Y una buena sirvienta, debo reconocerlo. ¡Y ahora, tú, acércate!
La orden fue como un latigazo. Paul se dio cuenta de que había obedecido incluso antes de haber pensado en ello. Ha usado la voz contra mí —se dijo. Ella lo detuvo con un gesto, cerca de sus rodillas.
—¿Ves esto? —preguntó. Sacó de entre los pliegues de su ropa un cubo de metal verde que tenía alrededor de quince centímetros de lado. Lo hizo girar, y Paul vio que uno de sus lados estaba abierto… negro y extrañamente aterrador. Ninguna luz penetraba en su abierta oscuridad.
—Mete tu mano derecha en esta caja —dijo ella.
El miedo se apoderó de Paul. Retrocedió, pero la vieja mujer dijo:
—¿Es así como obedeces a tu madre?
Afrontó la mirada de sus brillantes ojos de pájaro.
Lentamente, consciente de las compulsiones que surgían de su interior y no podía rechazar, Paul metió su mano dentro de la caja. Al principio experimentó una sensación de frío a medida que la oscuridad se acercaba en torno a su mano, después sintió el contacto del liso metal en sus dedos y un hormigueo, como si su mano se adormeciera.
Una mirada de rapaz apareció en el rostro de la vieja mujer. Apartó su mano derecha de la caja y la puso, cerrada, al lado de la nuca de Paul. Este vio un destello metálico y quiso volver la cabeza.
—¡Quieto! —dijo ella secamente.
¡Está usando de nuevo la Voz!
Ella observó de nuevo fijamente su rostro.
—Tengo sujeto el gom jabbar cerca de tu cuello —dijo—. El gom jabbar, el peor enemigo. Es una aguja con una gota de veneno en la punta. ¡Quieto! No te muevas, o el veneno te morderá.
Paul intentó deglutir, pero su garganta estaba seca. No conseguía apartar su atención de aquel viejo rostro arrugado, aquellos ojos brillantes, aquellas encías pálidas, aquellos dientes de metal plateado que brillaban a cada palabra.
—El hijo de un Duque debe saber acerca de venenos —dijo —. Es algo de nuestro tiempo, ¿no? El Musky, para envenenar tu bebida. El Aumas, para envenenar tu comida. Los venenos rápidos, los venenos lentos y los intermedios. Este es uno nuevo para ti: el gom jabbar. Sólo mata a los animales.
El orgullo dominó el miedo de Paul.
—¿Pretendéis insinuar que el hijo de un Duque es un animal? —preguntó.
—Digamos que sugiero que puedes ser humano —dijo—. ¡No te muevas! Te lo advierto, no intentes escapar de mi lado. Soy vieja, pero mi mano puede clavar esta aguja en tu cuello antes de que consigas alejarte lo suficiente.
—¿Quién sois? —siseó Paul—. ¿Cómo habéis hecho para engañar a mi madre y conseguir que me dejara a solas con vos? ¿Habéis sido enviada por los Harkonnen?
—¿Los Harkonnen? ¡Cielos, no! Ahora, cállate —un seco dedo tocó su nuca, y tuvo que refrenar su involuntaria urgencia de escapar de allí.
—Muy bien —dijo ella—. Has pasado la primera prueba. Ahora, esto es lo que falta: si retiras tu mano de la caja, morirás. Esta es la única regla. Deja tu mano en la caja, y vivirás. Quítala, y morirás.
Paul inspiró profundamente para evitar un estremecimiento.
—Si llamo, en un momento esto estará lleno de sirvientes que caerán sobre vos, y seréis vos quien morirá.