Lynne Graham
Duquesa por accidente
Duquesa por un mes (2009)
Título Originaclass="underline" The Spanish billionaire's pregnant wife (2009)
Serie: 03 Hombres arrogantes, mujeres inocentes
Capítulo 1
Leandro Carrera Márquez, duque de Sandoval, se despertó cuando su mayordomo abrió las cortinas de su dormitorio y le deseó buenos días a su señor con voz muy alegre. Leandro, de rostro delgado y moreno, muy atractivo, dudaba que el día que lo esperaba fuera diferente en algún modo de cualquier otra jornada, tal y como había ocurrido durante los últimos meses. Las toallas limpias lo esperaban en el cuarto de baño para su aseo. Un traje de un conocido diseñador, hecho a medida para él, una camisa con sus iniciales y corbata a juego estaban a aguardándolo para que se vistiera.
Elegante y, como siempre, de un aspecto inmaculado, Leandro bajó por fin la magnífica escalera del castillo familiar con la majestuosidad y el digno porte de sus ilustres antepasados. Sabía que se sentía muy aburrido de todo aquello y le dolía este sentimiento, consciente de que tenía la suerte de contar con salud, riqueza y éxito. De las paredes junto a las que pasaba colgaban los retratos de sus predecesores, la flor y nata de la orgullosa aristocracia castellana, desde el primer Duque, que había sido un famoso militar y contemporáneo de Cristóbal Colón, hasta el padre de Leandro, un distinguido banquero que murió cuando su hijo contaba apenas con cinco años.
– Su Excelencia.
Tras haber sido saludado por Basilio, su mayordomo, y dos doncellas al píe de las escaleras con la misma pompa y ceremonia con la que se habría saludado al primer Duque en el siglo XV, Leandro se dirigió al comedor, donde ya lo esperaba la prensa del día. Todos sus deseos y necesidades se preveían cuidadosamente y, mientras comía, reinaba en el comedor una paz completa, dado que se conocía su preferencia por el silencio mientras desayunaba.
Le llevaron un teléfono. Su madre, doña María, la duquesa viuda de Sandoval, lo llamaba para pedirle que fuera a almorzar con ella en la casa que ella tenía en Sevilla. No le venía bien. Tendría que cambiar todas sus citas de negocios en el banco. Sin embargo, Leandro, consciente de que pasaba muy poco tiempo con sus parientes, accedió de mala gana.
Mientras se tomaba un café, sus brillantes ojos oscuros descansaron sobre el retrato de cuerpo entero de su difunta esposa, Aloise, que colgaba de la pared opuesta. Se preguntó si alguien de la familia se había percatado que sólo faltaban dos días para el primer aniversario de su muerte. Aloise había sido su amiga de la infancia y su muerte había dejado un profundo vacío en su ordenada vida. Se preguntó si alguna vez podría superar el sentimiento de culpabilidad por el trágico fallecimiento de aquélla y decidió que lo mejor sería pasar ese día fuera de España, trabajando en Londres. Era un hombre muy sentimental.
Se pasó la mañana muy ocupado trabajando en el Banco Carrera, una institución que llevaba ocupándose de las fortunas de los mismos clientes desde hacía generaciones y donde los servicios de Leandro como uno de los banqueros de inversiones de más éxito en todo el mundo estaban muy demandados. Era un hombre inteligente y dotado para la inversión de bienes y mantenimiento de las grandes fortunas, y se le consideraba un genio a la hora de analizar los mercados monetarios mundiales. Jugar con cifras complejas le gustaba y le satisfacía plenamente. Los números, al contrario de las personas, resultaban fáciles de comprender y de tratar.
Cuando llegó a la cita que tenía para almorzar con su madre, se sorprendió al ver que su tía Isabel, la hermana de su madre, y sus dos hermanas, Estefanía y Julia, estuvieran también presentes.
– Sentía que había llegado el momento de hablar contigo -murmuró doña María mientras tomaban un aperitivo.
Leandro la interrogó con la mirada.
– ¿Sobre qué, precisamente? -dijo frunciendo las negras cejas.
– Ya llevas viudo un año -respondió Estefanía.
– ¿De verdad crees que necesitas recordármelo? -replicó secamente Leandro.
– Ya has estado de luto el tiempo adecuado. Ha llegado la hora de que vuelvas a pensar en casarte -le informó su madre.
– No estoy de acuerdo -repuso él secamente, sin expresión alguna en el rostro.
Julia se decidió a intervenir.
– Nadie va a poder reemplazar a Aloise, Leandro. Ni nosotros lo esperamos ni tú puedes…
– Debes anteponer la continuidad del título de nuestra familia -afirmó doña María con gravedad-. En la actualidad, no hay heredero alguno ni para el título ni para las propiedades familiares. Tienes treinta y tres años. El año pasado, cuando murió Aloise, todos aprendimos lo frágil y caprichosa que puede ser la vida. ¿Y si te ocurriera a ti algo similar? Debes casarte y engendrar un heredero, hijo mío.
El gesto con el que Leandro apretó los labios hubiera desanimado a cualquiera a seguir hablando del tema. No tenía necesidad alguna de que le recordaran aquel detalle, cuando se había pasado la vida consciente de sus responsabilidades. Efectivamente, no había conocido ni una hora de libertad de la pesada carga de las expectativas que acompañaban a su privilegiado estatus social y a su gran riqueza. Se le había educado en las mismas tradiciones que a sus antepasados: el deber, el honor y la familia eran lo primero. Sin embargo, por fin una excepcional chispa de rebeldía estaba prendiendo dentro de él.
– Conozco perfectamente esos hechos, pero no estoy listo para volver a casarme otra vez -replicó secamente.
– Me pareció que te ayudaría si nosotros redactáramos una lista de posibles candidatas para ayudarte -respondió doña María con una amplia sonrisa.
– No creo que eso me ayudara en nada. De hecho, me parece una idea descabellada -le espetó fríamente Leandro-. Cuando decida casarme, y eso si quiero hacerlo, seré yo quien elija a mi esposa.
Su tía Isabel decidió no guardar silencio. Propuso una candidata de una familia tan rica e importante como la suya. Leandro le lanzó una mirada de desprecio, pero su madre no se achantó. Fue aún más rápida que su hermana a la hora de sugerir el nombre de su candidata, una joven viuda con un hijo y, por lo tanto, y según sus propios términos, de «fertilidad demostrada». Una expresión de profundo desagrado recorrió los hermosos rasgos de Leandro. Sabía exactamente lo que su madre quería decir con eso. Estefanía, su hermana mayor, no se rindió tampoco y sugirió el hombre de la hija adolescente de una amiga íntima como candidata a ser la perfecta esposa. Leandro estuvo a punto de soltar la carcajada. Como él bien sabía, el matrimonio podía ser una relación llena de desafíos, incluso para aquellos que parecen ser la pareja perfecta.
– Celebraremos una fiesta e invitaremos a algunas mujeres adecuadas -anunció doña María, siguiendo con el tema con la obstinada insensibilidad de una mujer acostumbrada a salirse con la suya-, pero no invitaremos a tu candidata, Estefanía. Realmente no creo que una muchacha tan joven pudiera ser apropiada. La esposa de un Márquez tiene que ser una mujer madura, buena conocedora de la etiqueta, educada y socialmente aceptable, además de provenir de una familia adecuada.
– No pienso asistir a esa fiesta -declaró Leandro sin dudarlo-. En estos momentos, no tengo intención alguna de volver a casarme.
Julia tomó la palabra.
– Pero si al menos fueras a la fiesta, podrías enamorarte de alguien.
– Leandro es el duque de Sandoval -replicó doña María en tono desafiante-. Por suerte, sabe quién es y sabe que no debe pensar en esas tonterías.
– No habrá fiesta -decretó Leandro. Una ira implacable había ido prendiendo poco a poco dentro de él. Apenas si se podía creer que su propia familia pudiera estar tratando de dirigir su vida de aquel modo.