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– Eso no es cierto -replicó ella, tan rígida como una barra de hierro-. Di por sentado que querrías cenar en un lugar más tranquilo, en la clase de lugar en el que pudiéramos hablar.

¿Hablar? A Leandro no le gustaba el tono con el que ella había empleado aquella palabra. Sus deseos y necesidades eran la cumbre de la simplicidad masculina. Quería darse un festín visual con ella y llevársela a casa con él al final de la cena. Sin embargo, el comentario de Molly le puso muy nervioso y le empujó a comenzar la cena realizando él la primera pregunta.

– ¿No va siendo ya hora de que me hables sobre Jez?

– ¿Por qué dices eso? -replicó ella, tras levantar la cabeza del menú que estaba estudiando.

– Evidentemente, hay mucha familiaridad entre vosotros dos. ¿Qué lugar ocupa él en tu vida?

– Es mi mejor amigo. Como es dueño de la casa, también es mi casero.

Leandro jamás había tenido mucha fe en las relaciones platónicas entre hombres y mujeres. Estaba convencido de que Jez tenía un interés mucho más personal por Molly.

– Pues se comportó más bien como un guardián protegiendo su territorio y ahuyentando a la competencia… como un novio.

Molly se ruborizó. Le molestaba que Leandro sólo hubiera visto a Jez en una ocasión y se estuviera cuestionando el grado de amistad que había entre ambos. ¿Significaba este detalle que era muy astuto a la hora de calibrar la naturaleza humana o que era un tipo celoso?

– Jez me aprecia mucho, pero jamás ha habido nada entre nosotros. Nos conocemos desde que estábamos en casas de acogida cuando éramos pequeños.

– Pensaba que te habían adoptado.

– No por mucho tiempo. Yo era mayor y no había muchas personas que estuvieran dispuestas a adoptarme. Una pareja mayor que ya tenía un hijo me adoptó porque siempre habían querido una hija. Mi padre adoptivo murió de un ataque al corazón seis meses después de que yo me mudara a vivir con ellos. Mi madre adoptiva sufrió una fuerte depresión y decidió que ya tenía bastantes cosas entre manos como para tener que ocuparse además de una niña más. Regresé al programa de acogida a finales de ese mismo año.

Leandro pensó en lo privilegiada que había sido su infancia. Le habían hecho creer que, como heredero del título y de las propiedades familiares, era la persona más importante de la casa. Las largas y solitarias temporadas que pasaba en el internado contrastaban con un exceso de lujo y de atenciones durante sus vacaciones.

– Eso debió de ser muy duro para ti.

– Sobreviví. Tengo una personalidad bastante fuerte. Creo que aún no te has dado cuenta de eso, Leandro.

– ¿De verdad lo crees? Me pareces demasiado discutidora.

En ese momento tan inoportuno, el camarero apareció para servir el vino. Aún enojada por la censura de Leandro, Molly puso una mano sobre su copa y pidió un refresco de soda con lima en vez de vino. Cuando volvieron a estar solos, ella le espetó:

– ¡Yo no soy una persona discutidora!

– Yo no discuto con nadie en lugares públicos -le espetó Leandro con frialdad-. Si vuelves a levantar la voz, me levanto y me marcho de aquí.

– En este momento, te aseguro que sería capaz de arrojarte algo a la cabeza.

– Eso tampoco lo intentes -le advirtió él con una fría mirada que heló la furia de Molly con la eficacia de un cubo de hielo.

– En mi experiencia, la mayoría de los hombres se marchan hacia el otro lado cuando las cosas se ponen difíciles -replicó ella.

– Soy muy duro -dijo él con la dureza reflejada en el rostro mientras los ojos la observaban con la fiereza de las llamas-. Tu problema es que me deseas, pero no puedes soportarlo, gatita.

– ¡Eso no es cierto! -protestó Molly.

– Las verdades duelen -susurró él con la voz tan suave como la seda.

– ¿No te has parado a pensar en por qué me he puesto en contacto contigo? -le preguntó ella.

– ¿Te morías de ganas por asegurarme que estabas bien y de que no tenemos nada de lo que preocuparnos? -sugirió él.

Molly se tensó al escuchar aquella desafortunada interpretación.

– No. No estoy bien en el sentido al que tú te refieres.

El camarero volvió a aparecer para anotar lo que iban a tomar mientras Leandro se preguntaba de qué diablos estaba hablando Molly. No se podía creer que ella pudiera estar embarazada.

– ¿Y eso qué significa?

Molly no podía comprender por qué Leandro se comportaba de un modo tan obtuso.

– ¿No es evidente? Hoy he ido al médico, Leandro. ¡Voy a tener un hijo!

Leandro la estudió durante unos instantes, pensando, completamente anonadado por aquella abrumadora afirmación. Casi se había convencido de que era estéril y de que jamás podría ser padre. El anuncio de Molly lo pilló completamente desprevenido y lo aturdió por completo. Palideció y la contempló cuidadosamente mientras se preguntaba qué podía ganar ella de una mentira.

– Muy bien. Veo que te has quedado muy sorprendido. Yo también, pero no hay duda alguna. Estoy embarazada.

Leandro se tapó los ojos. ¿Sería posible que él pudiera engendrar un hijo? Era cierto que Aloise no había podido concebir, pero su esposa también se había negado a consultar con un ginecólogo. ¿Podía ser que una noche de pasión pudiera poner su mundo patas arriba? ¿Podría Molly estar embarazada de él? Durante un segundo, sintió alivio y satisfacción por saber que, después de todo, era capaz de asegurar la continuidad del apellido familiar. Entonces, aplastó esa sensación y la miró con ojos impenetrables. Si era cierto que ella estaba embarazada, tendría que casarse con ella por el bien del bebé. El no veía ninguna otra solución. Desgraciadamente, no tenía prisa alguna por volver a casarse otra vez. Era una pena que no hubiera podido aprovechar más su libertad mientras aún la tenía.

– Di algo -le susurró Molly.

– Este no es lugar para hablar de un asunto tan íntimo. Hablaremos en mi apartamento después de que hayamos cenado.

Por primera vez, Molly apreció plenamente lo hábil que Leandro era a la hora de controlar sus emociones y ocultar sus reacciones. Esa disciplina ponía muy nerviosa a Molly, que no dudaba nunca en expresar sus sentimientos.

El plato de pescado que Leandro pidió llegó por fin a la mesa. Al notar el aroma del pescado, Molly sintió unas profundas náuseas.

– Ciertos olores me resultan muy desagradables -explicó.

Eso fue lo último que se dijeron durante un tiempo porque Molly estuvo conteniendo las náuseas hasta que ya no pudo soportarlo más y luego abandonó la mesa para salir huyendo al aseo de señoras. Leandro hizo que le retiraran inmediatamente el pescado. Los minutos fueron pasando sin que ella regresara. Al final, él le pidió a una de las camareras que fuera al aseo para asegurarse de que Molly se encontraba bien. Poco después, ella apareció. Estaba muy pálida y tenía profundas ojeras en el rostro.

– Lo siento, ya no tengo hambre -susurró apartando el plato de su lado sin tocarlo.

Leandro sugirió que se marcharan. Ella protestó sobre el hecho de que él no hubiera cenado. Leandro respondió que no tenía hambre. Era cierto. Su apetito se había desvanecido. Se sentía como el condenado ante la que va a ser su última cena. No obstante, sabía muy bien cuál era su deber. Por eso, la rodeó con un brazo y la acompañó fuera del restaurante.

– Quiero que vayas a ver a un médico -le dijo él en la limusina.

– Se trata sólo de las náuseas típicas de la mañana…

– Pero ahora son las nueve y media de la noche.

– Bien, pues aparentemente les ocurre así a algunas personas. No significa que haya algo que vaya mal. Simplemente tendré que soportarlo.

Leandro estudió la esbelta figura de Molly. Era muy menuda y la preocupación se apoderó de él. No parecía lo suficientemente fuerte como para sobrevivir al hecho de perderse varias comidas. Decidió que no le quedaba elección. Su deber era casarse con ella, por Molly y por su hijo. Además, se lo debía a su familia. Sin embargo, eso no significaba que tuviera que gustarle el hecho de volver a perder su libertad. Aun así, si con ello conseguía asegurar la siguiente generación de su familia, podría ser que mereciera la pena sacrificarse.