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– Tan sólo estamos pensando en ti y en lo mejor para ti -murmuró doña María dulcemente.

Leandro observó a su madre, que lo había enviado a un internado en Inglaterra cuando sólo tenía seis años y que había permanecido impertérrita ante las cartas suplicantes que él le enviaba para que le permitiera regresar a su casa.

– Sé lo que es mejor para mí, mamá. Un hombre debe actuar por sí mismo en un asunto tan personal.

– ¡Feliz cumpleaños, Molly! ¿Qué te parece? -preguntó Jez Andrews. Entonces, dio un paso atrás y señaló el coche con un gesto parecido a una reverencia.

Molly Chapman estudió con los ojos abiertos de par en par su viejo coche, al que Jez había repintado del color cereza que a ella tanto le gustaba. Rodeó el vehículo asombrada por la transformación, que había borrado todo rastro de herrumbre, golpes y arañazos.

– ¡Es increíble! Has hecho un milagro, Jez.

– Para eso están los amigos. Espero que consiga pasar la ITV sin problema alguno. He cambiado también muchas piezas. Sabía que ayudarte a mantener tu coche en la carretera era el mejor regalo que podía hacerte -admitió su amigo y casero.

Molly le rodeó el cuello con los brazos y lo estrechó con fuerza contra su cuerpo. Jez era un hombre corpulento, de cabello claro y más alto que Molly. Esta era muy menuda con una melena de rizos oscuros y enormes ojos verdes.

– No sé cómo darte las gracias…

Jez se encogió de hombros y dio un paso atrás. Estaba avergonzado por aquella demostración de gratitud.

– No hay de qué -dijo, tímidamente.

Molly conocía el verdadero valor de tanta generosidad y le emocionaba profundamente que él hubiera sacrificado tiempo libre para trabajar en su desvencijado coche. Jez era su amigo íntimo y él sabía que Molly necesitaba el vehículo para recorrer las tiendas y las ferias de artesanía en las que ella vendía sus objetos de cerámica los fines de semana. Molly y Jez habían vivido en familias de acogida de pequeños y sus vínculos se remontaban muy atrás en el tiempo.

– No te olvides que esta noche me voy a quedar en casa de Ida -le recordó Jez-. Te veré mañana.

– ¿Cómo está Ida?

Al pensar en la anciana, Jez lanzó un suspiro.

– Tan bien como se puede esperar. Es decir, no es que se vaya a poner mejor.

– ¿Se sabe ya cuándo la van a llevar al asilo?

– No, pero está la primera de la lista.

Era propio de Jez cuidar de la mujer que lo había acogido a él durante un tiempo cuando era un adolescente. Con este pensamiento, Molly regresó a la casa. Ya casi era hora de que se marchara a trabajar. Jez había heredado aquella casa en Hackney de un tío soltero. Ese golpe de buena fortuna le había dado la posibilidad de conseguir el dinero suficiente para montar un taller de reparación de coches con el que se ganaba cómodamente la vida. A Jez le había faltado tiempo para ofrecerle a Molly un pequeño estudio en su casa y la valiosa oportunidad de utilizar el cobertizo de piedra que había en el jardín para colocar un horno para cocer cerámica.

Sin embargo, hasta el momento, no había tenido éxito. Había acabado sus estudios de arte con grandes esperanzas para el futuro, pero aunque trabajaba todas las horas que podía para la empresa de catering que le daba trabajo, le costaba pagar el alquiler y las facturas. Su sueño era poder vender suficientes piezas de cerámica, que hacía en su tiempo libre, para poder dedicarse a tiempo completo a tu trabajo como ceramista. A menudo se sentía un fracaso en su faceta artística porque no parecía que fuera a conseguir su objetivo.

Como Jez, Molly tenía un pasado triste, lleno de cambios constantes, relaciones rotas e inseguridad. Su madre había muerto cuando ella tenía nueve años y su abuela decidió ponerla a ella en adopción mientras que elegía quedarse con Ophelia, la hermana mayor de Molly, que ya era una adolescente. Molly jamás había conseguido recuperarse del hecho de que su abuela la hubieran entregado a los servicios sociales porque, al contrario que su hermana, ella era ilegítima y, peor aún, la vergonzante prueba de que su madre había tenido una aventura con un hombre casado. El profundo dolor de aquel rechazo provocó que Molly no buscara mantener contacto con sus parientes biológicos cuando se hizo mayor. Incluso en el presente, a sus veintidós años, solía bloquear los recuerdos de aquellos primeros años de su vida y se recriminaba constantemente que aquellos momentos aún pudieran hacerle daño. Era una superviviente que, aunque se enorgullecía de ser muy dura, tenía el corazón tan blando como el mazapán.

Aquella tarde, sus jefes se ocupaban de la recepción de una boda en una enorme casa de St. John Wood. Se trataba de un cliente nuevo, muy elegante, y Brian, el jefe de Molly, estaba muy nervioso, ansioso de que todo saliera bien. Molly se anudó el delantal sobre la estrecha falda negra y blusa blanca que llevaba para trabajar. La madre de la novia, Krystal Forfar, una nerviosa rubia, no hacía más que darle instrucciones a Brian con voz aguda.

Brian le hizo una indicación a Molly.

– Esta es la camarera jefe, Molly. Esta noche vendrá un invitado a la fiesta…

– Se trata del señor Leandro Carrera Márquez -explicó con voz altiva la madre de la novia, pronunciando el nombre con la ampulosidad que la mayoría de la gente reservaba para la realeza-. Es un banquero español y, como jefe de mi esposo, nuestro invitado más importante. Ocúpese de él personalmente y asegúrese de que no le falte de nada. No deseo que su copa esté nunca vacía. Le indicaré de quién se trata en cuanto entre.

– Bien -asintió Molly. Entonces, volvió corriendo a la cocina, donde estaba ayudando a desempaquetar todo lo necesario.

– ¿Para qué te han llamado? -le preguntó Vanessa, una compañera. Molly le explicó rápidamente el contenido de la conversación-. Estoy segura de que será otro estirado con más dinero que sentido común.

– Si es banquero, debería tener las dos cosas -comentó Molly en tono jocoso.

La novia, que estaba deslumbrante con un vestido de raso blanco, apareció con su madre para comprobar cómo estaban las mesas del bufé. Mientras que su madre le arreglaba el vestido y la tiara, la novia comenzó a quejarse del color de las servilletas, que no eran del que ella había elegido. Brian se disculpó inmediatamente y explicó el porqué de la sustitución mientras que Molly se preguntaba por qué ella había fallado a la hora de conseguir el amor de su madre. Recordó que el único afecto que había recibido en los primeros nueve años de su vida había sido el de su hermana. ¿Se habría avergonzado su madre también del hecho de que ella fuera ilegítima?

Unos minutos más tarde, Molly tuvo que acudir a la puerta para que le indicaran quién era el banquero español. El hombre, alto y muy moreno, estaba charlando animadamente con los padres de la novia, y era tan guapo que Molly sintió que, al verlo, el corazón le daba un vuelco. Su rostro era arrebatador. Tenía el cabello negro, muy corto y el rostro delgado y bronceado. Tenía la suerte de contar con los hombros anchos y fuertes, las estrechas caderas, y los largos y musculosos miembros de un dios clásico.

– Ve a ofrecerle al VIP algo de beber -le dijo Brian.

Molly contuvo el aliento. Se sentía algo turbada y avergonzada por el efecto que el guapo español había tenido sobre ella. No era propio de ella. Jamás había reaccionado ante los hombres del mismo modo que sus amigas. Las volátiles relaciones de su madre con una larga hilera de hombres que la habían tratado muy mal habían dejado huella en ella incluso a una edad tan temprana. Ya entonces había sabido que buscaba algo muy diferente para sí misma, algo más que el sexo casual con hombres que no querían compromiso alguno. Tampoco quería que le hicieran daño. Con la excepción de Jez, la clase de hombres que Molly había conocido a lo largo de los años había hecho que aumentara la cautela que tenía con respecto al sexo opuesto. Había tenido novios, pero nadie especial. Ninguno con el que ella hubiera tenido deseo de acostarse. Por lo tanto, supuso una completa conmoción para ella mirar al otro lado de la sala y ver a un hombre que, simplemente con su presencia, lograba arrebatarle el aliento de los pulmones y el sentido común de su pensamiento.