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En el reflejo del cristal, vio que ni siquiera el pesado delantal de trabajo podía ya ocultar su avanzada gestación. La esbeltez de su cuerpo había desaparecido a medida que el embarazo avanzaba. Estaba ya de seis meses y su vientre era firme y protuberante. Incluso los pechos habían aumentado su tamaño. A medida que la cintura iba desapareciendo le preocupaba que Leandro fuera encontrándola menos atractiva. Sin embargo, ésta había demostrado ser una preocupación sin fundamento alguno. Leandro había acogido cada cambio de su cuerpo con increíble entusiasmo.

Así era de verdad. En el sexo, sus necesidades estaban plenamente satisfechas. Allí no había quejas. Leandro se acostaba con ella todas las noches y era un hombre muy apasionado. No obstante, a veces, cuando dormía sola porque él estaba de viaje o porque se había quedado trabajando hasta más tarde, la pasión que compartía con su esposo había empezado a recordarle más a lo que no tenían que a lo que sí. Tenía armarios llenos de ropa de diseño y una fantástica colección de joyas. De vez en cuando, él le compraba hermosos regalos, como el reloj de platino que lucía en la muñeca o la colección de perfumes entre los que ella ya podía elegir.

Desgraciadamente, estaba convencida de que, mientras que ella raramente dejaba de pensar en Leandro, éste no la recordaba muy a menudo. Jamás se le ocurría llamarla por teléfono cuando no estaba a su lado ni le confiaba sus más profundos pensamientos ni, mucho menos, contestaba las preguntas que ella le hacía sobre Aloise, preguntas que él había etiquetado de «curiosidad insana».

– Creo que deberías decirle a Leandro que deseas volver a Londres -le había dicho Jez la noche anterior cuando estuvieron hablando por teléfono-. Estás aburrida, sola y en un país extranjero. Por lo que parece, ves tan poco a tu maravilloso Duque que daría lo mismo si te vinieras aquí. Él podría venir a visitar al niño cuando esté en Londres por sus negocios. Al menos, tendrías una vida en Londres.

– Yo no soy de las que abandonan a la primera dificultad. No quiero divorciarme ni que mi hijo tenga una familia rota -replicó ella-. El matrimonio es para toda la vida.

– Será para la tuya, porque no para la de él. Parece que eres tú la que está haciendo todos los sacrificios.

Era cierto. El matrimonio parecía haber producido muy pocos cambios en el horario de trabajo de Leandro y en su actitud hacia ella. Leandro era fuerte, arrogante y reservado. A Molly le gustaba esa fortaleza, pero no le gustaba que la mantuviera a distancia. Él la excluía de todo a excepción del dormitorio. Molly sólo tenía a Julia para hablar y, durante la semana, la joven vivía en Sevilla, donde estaba estudiando diseño de modas. Aunque las clases de español de Molly con una profesora local habían ido mejorando sus conocimientos y comprensión del idioma, aún le resultaba un desafío tener una conversación con nadie. Al menos podía hacerse entender con el personal doméstico del castillo. Durante los primeros dos meses, cuando ella era incapaz de expresar los conceptos más básicos, se había sentido muy inadecuada y aislada.

Además de todo esto, su suegra, lejos de estar en Sevilla como había prometido, había decidido permanecer en el castillo. Doña María siempre realizaba comentarios ácidos y le lanzaba pullas bajo la apariencia de cortés conversación. Ésa era una de las razones por las que Molly se pasaba gran parte del día en su estudio, al que Leandro aún no había ido. Se lo había prometido muchas veces, pero jamás lo había cumplido. Del mismo modo, no había encontrado tiempo para visitar la habitación que se estaba decorando para el niño.

De repente, Julia llamó a la puerta. Estaba muy guapa, con unos pantalones cortos de color blanco y una camiseta del mismo color. Tenía una hermosa sonrisa en el rostro.

– Mañana es mi cumpleaños -le recordó-. ¿Quieres venirte a la ciudad conmigo para divertirte un poco con mis amigos y conmigo mañana por la noche? Puedes pasar la noche en mi casa.

Estuvo a punto de decir que no porque sabía que Leandro no lo aprobaría, pero él jamás la llevaba a ninguna parte. Estaba casada con un adicto al trabajo que estaba demasiado ocupado como para desperdiciar el tiempo entreteniendo a su esposa. Sintió deseos de desafiarlo. ¿Desde cuándo era ella la clase de mujer que se queda en casa y hacía lo que le decían? Este pensamiento le hizo aceptar la invitación. Julia se puso muy contenta ante la perspectiva de presentarles a sus amigos, dado que las dos mujeres habían forjado una amistad muy íntima, afianzada por el hecho de que ninguna de las dos era capaz de conseguir nunca la aprobación de doña María. Nada de lo que la pobre Julia hacía contaba con la aprobación de su madre.

A primeras horas de la tarde, Molly regresó al castillo en uno de los todoterreno de la finca, del que ella se había apropiado para su uso particular. Basilio conocía perfectamente su rutina y estaba en la puerta lateral que ella siempre utilizaba para evitar a su suegra, que solía sentarse en el salón a esas horas del día. El hombre le abría las puertas y le hacía una inclinación de cabeza con exagerado respeto.

– Muchas gracias, Basilio -dijo ella.

Al llegar a su dormitorio, tomó una revista del montón y se marchó a darse un largo baño de espuma. La anticipación que sentía antes sus planes con Julia le habían animado la mirada. Se iba a arreglar el cabello y las uñas. Se preguntó qué podría ponerse. Era consciente de que no había muchas embarazadas que resultaran modernas o llamativas y mentalmente repasó su extenso guardarropa para encontrar un atuendo que ocultara mágicamente sus rotundas curvas. A Leandro no le gustaría. Bien. Pues Leandro tendría que aguantarse.

Mientras hojeaba la revista, algo captó su atención. Se incorporó en la bañera y sintió que el corazón se le paraba al examinar más cuidadosamente el rostro de una hermosa rubia, que aparecía en medio de un jardín lleno de coloridas flores. Era su hermana Ophelia. ¡Estaba completamente segura!

Muy emocionada, se acomodó lo mejor que pudo para leer el artículo. Ophelia estaba casada. Su hermana, que era siete años mayor que ella, tenía tres hijos, fruto de su matrimonio con un magnate griego llamado Lysander Metaxis… ¿Por qué le resultaba familiar ese apellido? Ophelia, que evidentemente dirigía un vivero de plantas, había abierto su casa y su jardín para colaborar con una organización benéfica para niños. Molly volvió la página y miró fijamente la fotografía de Madrigal Court. El hecho de reconocer la encantadora y antigua casa de estilo Tudor le provocó un escalofrío por la espalda. Aquella imagen despertaba muchos recuerdos tristes de su infancia.

Aún recordaba la excitación inicial que había sentido al ver por primera vez aquella enorme casa desde el coche de su abuela el día después del entierro de su madre. Se había sentido tan impresionada ante la idea de que alguien con quien ella pudiera estar emparentada pudiera tener tanto dinero como para vivir en una mansión así… Sin embargo, Gladys, su abuela, se encargó de convertir la excitación infantil de Molly en aprensión. En cuanto Gladys regresó de apuntar a Ophelia a su nuevo colegio, se sentó con Molly y le dijo que no podía seguir dándole un hogar permanente.