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– En estos momentos, eso es en lo único en lo que puedo pensar, pero no es lo que tú deseas de mí ahora…

– ¿No?

– Por supuesto que no -susurró él-. Lo que tú quieres es charlar y que tengamos una romántica cena y, después, tal vez ir a dar un paseo.

Molly sabía que aquel programa de contención sexual le apetecía tan poco a él como a ella misma. Estuvo a punto de soltar una carcajada. Evidentemente, había pensado mucho en lo que ella podría esperar de él y, si se estaba equivocando, era porque aún no había comprendido lo que ella más deseaba de él.

– Tal vez podríamos hacer eso mañana. En estos momentos, quiero todo tu tiempo y tu atención para mí sola… que es lo único que he deseado siempre -musitó Molly. Entonces, levantó las manos y comenzó a desabrocharle la camisa-. Lo que ambos queremos es perfecto. Además, sólo tenemos que agradarnos a nosotros mismos.

Leandro le agarró posesivamente la larga melena de rizos negros con una mano y le puso la otra sobre la cadera. La besó con pura y ardiente pasión. Los eróticos movimientos de la lengua provocaron en ella una tremenda excitación que la hizo temblar de deseo. Fue Molly quien rompió el beso para terminar de desabrocharle la camisa. Le colocó las manos completamente extendidas sobre el torso y dejó que los dedos fueran explorando los remolinos de vello que le cubrían el pecho y se iban perdiendo más abajo, por debajo del cinturón. Entonces, mortificada por su propia ansia, le tomó la mano y comenzó a subir las escaleras.

– Tú también me deseas…

– Cállate o te devoraré aquí mismo, en las escaleras -le advirtió Molly.

Como respuesta a esa amenaza, Leandro la estrechó contra su cuerpo y la besó con una pasión que le quitó por completo el sentido. Al llegar al dormitorio, le quitó el vestido delante de la fresca brisa que entraba por las ventanas abiertas. Los pájaros cantaban en los bosques de la parte trasera de la casa. Un profundo sentimiento de felicidad brotó en ella, como si no hubiese podido creer que había vuelto con Leandro hasta aquel mismo instante.

Molly se deslizó por las frescas sábanas de lino y lo sintió a su lado, completamente excitado. Gozó con ello. Leandro le acarició los senos, centrándose con ternura en los hinchados pezones.

– Leandro, por favor…

– Confía en mí -susurró él-. Será mejor así…

Molly le ofreció las caderas, ansiando una rápida satisfacción. Incluso antes de que él le tocara la parte más sensible de todo su cuerpo, era puro fuego líquido, llamas de deseo ardiente e increíblemente receptivo. El sonido de los gemidos que ella emitía empujó a Leandro a besarla de nuevo, apasionadamente. Su propia impaciencia la atormentaba. Su necesidad era más intensa que nada de lo que hubiera conocido antes.

Leandro la colocó dulcemente de costado, de espaldas a él. Entonces, la penetró con un dulce y placentero movimiento que la hizo gritar de sorpresa y placer. Como él había prometido, fue mucho mejor así. Su lento e insistente ritmo resultaba indescriptiblemente sensual y extremadamente controlado. La excitación que ella sentía alcanzó alturas increíbles al tiempo que las oleadas de placer comenzaban a hacerse dueñas de su cuerpo. El clímax fue poderoso. Los ojos se le llenaron de lágrimas por la maravillosa intensidad del gozo experimentado. Sin embargo, nada podía haber sido más precioso para ella que el momento en el que Leandro lanzó un gruñido de éxtasis y se vertió dentro de ella. La estrechó con fuerza contra su cuerpo y apretó la boca contra el dulce hombro, al tiempo que musitaba palabras incomprensibles en español.

En aquel momento, en el pináculo de la felicidad, ella reconoció lo fiero y elemental que era el deseo de ambos por volver a hacer el amor. Necesitaban redescubrir y compartir esa intimidad otra vez después de su separación, por muy breve que ésta hubiera sido.

Leandro le colocó los dedos sobre el vientre justo en el momento en el que el bebé daba una fuerte patada.

– ¿Ha sido nuestro hijo? -preguntó, atónito.

– Así es…

– Te he apuntado a la consulta de un ginecólogo local durante nuestra estancia -dijo él sin apartar la mano.

– Eso no era necesario -replicó ella, aunque le gustaba que se hubiera preocupado de tomar tal precaución.

– A mí me parece que sí, tesoro mío. Por si acaso necesitas ver a un médico mientras estemos aquí. Por cierto, la próxima vez que vayas a hacerte una ecografía, yo te acompañaré. Siempre he querido hacerlo, pero creía que mí presencia te resultaría una intromisión. Además, tú jamás mostraste deseo alguno de que yo te acompañara.

Molly comprendió que él se había sentido excluido de una situación que no conocía. Se acercó a él y le tocó la boca con sus propios labios.

– Yo di por sentado que sabrías que yo querría que vinieras conmigo para apoyarme, pero no dije nada al respeto porque no quería que te sintieras obligado. Sabía lo ocupado que estabas.

– Un hombre jamás está demasiado ocupado para su familia y, si lo está, no se merece tener una. Mi padre murió cuando yo tenía cinco años y casi no me acuerdo de él. El año siguiente, me mandaron a un internado.

– Es una edad muy temprana para que alejen a un niño de su casa.

– Yo también lo creo. De hecho, no creo que deba enviar a mi hijo a un internado. Estoy dispuesto a romper la tradición.

A la mañana fueron a visitar al ginecólogo que habían recomendado a Leandro. El médico hizo una ecografía y Molly disfrutó con la fascinación que mostró Leandro con las imágenes y las preguntas que hizo. Sintió un profundo amor cuando él mostró su preocupación en el momento en el que el médico sugirió que el niño naciera por cesárea porque era demasiado grande y Molly muy menuda.

– ¿Estás segura de que a los bebés les gustan tanto los colores fuertes? -preguntó Leandro mientras observaba la colcha multicolor para la cuna y parpadeaba exageradamente.

– Según todas las investigaciones, sí.

– Lo de los colores no es lo mío, corazón -admitió Leandro mientras regresaban al coche. La tarde era tan cálida que decidió cambiar de opinión y la hizo sentarse a la sombra en la terraza de un café-. Siéntate. Estás muy cansada.

Ella sonrió. Estaba muy cansada, sí, pero de estar embarazada. De arrastrar un peso tan enorme de tropezarse con sus propios pies. Sin embargo, se sentía feliz.

Leandro pidió en perfecto italiano el helado favorito de Molly y una copa de vino para él. Se habían sentado en aquella terraza en muchas ocasiones porque estaba muy cerca de su casa.

La estancia de cuatro semanas en la Toscana le había enseñado a Molly a que podía relajarse cuando estaba con Leandro. A él se le daba muy bien cuidar de ella y prever todas sus necesidades. Como siempre, trataba de evitar que el amor que sentía hacia él se le notara en los ojos cuando lo miraba. Desde el principio, se había esforzado mucho por mantener las cosas sin sobresaltos. Desde el principio, él había sido sincero cuando le dijo que no podía darle su amor. Estaba decidida a que Leandro no se sintiera incómodo para no arriesgarse a destruir lo que había entre ellos. Era feliz con lo que tenía en aquellos momentos con Leandro. Además, lo había hecho oficial. La noche anterior, había vuelto a ponerse los anillos que se había quitado el día en el que se marchó de España. Notó que él le miraba la mano constantemente, como si le gustara vérselos puestos.

A lo largo de aquel mes, Molly había conseguido deshacerse de todos sus temores y se había permitido ser feliz. La sombra de Aloise se había evaporado y ya no podía atormentarla. Aunque hubiera sido el amor de la vida de Leandro, su matrimonio no había funcionado y Molly ya no sentía envidia hacia ella. Sin embargo, seguía teniendo curiosidad. Iba a hablarle a Leandro sobre las cajas de píldoras anticonceptivas que había encontrado en el vestidor, pero se sentía tan feliz que no quería que nada pudiera estropearlo.

Había tenido una magnífica luna de miel seis meses después de casarse en la maravillosa Italia. Jamás olvidaría Casa Limone. Recordaría eternamente el aroma de los limones del huerto porque, en una ocasión, hicieron el amor allí. Del mismo modo, el sabor del chocolate le recordaría su embarazo. Lo deseaba casi tanto como deseaba a Leandro, que no sabía lo que era una noche entera durmiendo. El no tardó en confesarle que el libro que había estado leyendo le había aconsejado mal, dado que sugería que el interés de una mujer por el sexo diminuía a medida que el embarazo avanzaba.