Cuanto más se acercaba Molly con su bandeja de bebidas, más alto le parecía el español. Su mirada curiosa descansó en él y se fijó ávidamente en todos los detalles de su elegante y sofisticada apariencia. El traje de él era de corte clásico y se veía que era del diseño más caro y de la más alta calidad. Le parecía muy rico, más como si fuera el dueño del banco que como si trabajara en uno.
– ¿Señor? -le preguntó Molly extendiendo la bandeja.
El la miró y Molly descubrió que el español tenía unos maravillosos ojos del color de la miel, rodeados de espesas y negras pestañas. Al mirar aquellos gloriosos ojos, se sintió tan mareada como si, de repente, estuviera en las alturas.
– Gracias -dijo Leandro mientras aceptaba una copa y bebía ávidamente.
Tenía la boca muy seca. Si no hubiera sido por el hecho de que los Forfar eran también amigos íntimos de su madre, aquella noche se habría quedado en su casa. Una infección de garganta y unos antibióticos lo tenían algo agotado. Por eso no había ido a la ceremonia, pero le había sido imposible no asistir a la celebración. Le apetecía estar solo, por lo que les había dado la noche libre a su chófer y a su guardaespaldas y había ido a la fiesta en su coche.
Se fijó en la pareja de recién casados, que, evidentemente, estaban discutiendo. Leandro conocía aquella situación. No le gustaban las bodas. La artificial alegría lo dejaba frío. Ni siquiera imaginaba que alguna vez quisiera volver a casarse. Adoraba su libertad.
Mientras caminaba entre los invitados, Molly se quedó perpleja al ver al guapo banquero mirándola fijamente. Se sonrojó preguntándose por qué tenía un aspecto tan sombrío, pero no pudo evitar sonreír con la esperanza de alegrarlo.
A Leandro le pareció que la alegre sonrisa de la camarera era tan encantadora como su rostro. El sombrío estado de ánimo que lo atenazaba se alivió un poco al verla a ella. Tenía los ojos verdes, con forma de almendra como los de un gato, brillando sobre una nariz chata y una irresistible boca de labios rosados. En el momento en el que ella se dio cuenta de que la estaba mirando, se preguntó qué estaba haciendo y centró su atención en la copa que tenía en la mano. Sin embargo, lo más raro fue que lo único que seguía viendo eran aquellos brillantes ojos de gata y la boca de labios gruesos y rosados. Su rostro tenía un aire de inocencia infantil y de felino atractivo sexual. Se sorprendió ante el hecho de que se le despertara el apetito sexual. No había estado con ninguna mujer desde que Aloise murió. El sentimiento de culpabilidad acuchilló su libido con la misma eficacia que la muerte se había llevado a su esposa.
– ¡Ven aquí, guapa! -exclamó una voz masculina.
Molly se apresuró a acercarse. Un trío de hombres jóvenes, que evidentemente ya habían tomado más de una copa, realizó una serie de comentarios muy directos sobre las curvas de la figura de Molly mientras les servía. Ella apretó los dientes e ignoró las palabras, marchándose tan pronto como pudo. Regresó al bar para reponer su bandeja.
– El VIP tiene la copa vacía -le advirtió Brian ansiosamente-. Cuídalo.
Aquella vez, Molly trató de no mirar al banquero, pero el corazón le latía con más fuerza que antes. Mientras se acercaba a él, un sentimiento de anticipación y deseo se apoderó de ella, obligándola a mirarlo. Efectivamente, era muy guapo. El cabello negro le brillaba bajo las luces del techo, que acentuaban también los altos pómulos y la dura mandíbula masculina.
El poder de lo que estaba sintiendo la escandalizó. Ese hombre era un desconocido y ella no sabía nada sobre él. Además, seguramente, no tendría nada en común con un hombre como él. Se trataba simplemente de un deseo puramente físico, de un poder casi irresistible. Por primera vez, se preguntó si algo similar había atraído a su difunta madre a su padre, un hombre casado, y si ella misma era culpable de tener una mentalidad algo estrecha y poco compasiva al despreciar a su madre por implicarse en una relación extramatrimonial.
Leandro observó cómo la camarera se acercaba a él. Se maravilló de lo guapa que era, una Venus con minúsculos pies y una cintura que probablemente podía abarcar con una mano. Parecía moverse al ritmo de la música. Dios santo, ¿qué le pasaba? Aquella mujer era una camarera y él no era la clase de hombre que trataba de seducir a las empleadas domésticas. Sin embargo, le resultaba imposible apartar la mirada de las voluptuosas proporciones de aquella mujer. No se le pasó por alto el modo en el que la camisa se le ceñía a los pechos y la falda al respingón trasero. Aquellos luminosos ojos verdes lo miraron y, entonces, él sintió algo parecido a una descarga eléctrica por todo el cuerpo. Dejó la copa vacía sobre la bandeja y tomó otra. Durante un momento, se le pasó por la cabeza que su sed podría saciarse mejor con el agua que con el alcohol, pero lo que ocurrió a continuación le hizo olvidarse de esas reflexiones.
Los mismos hombres que la habían requerido hacía pocos minutos volvieron a llamarla. Molly tuvo que acercarse. Ellos leyeron su nombre en la placa de identificación que ella llevaba puesta y la llamaron así. Uno de ellos realizó un comentario muy grosero sobre los pechos de la mujer y otro la agarró con fuerza.
– ¡Suélteme! -le gritó ella a este último con un gélido desprecio en la voz-. Estoy aquí para servir copas… ¡nada más!
– Pues eso sería un desperdicio, guapa -replicó el que la tenía aprisionada. Entonces, sin hacer caso a sus protestas, le colocó un billete de los grandes en la bandeja-. ¿Por qué no te vienes conmigo a casa más tarde? Confía en mí. Te podría hacer pasar un buen rato.
– No, gracias. Quíteme las manos de encima ahora mismo -le ordenó ella.
– ¿Sabes cuánto dinero he ganado este año?
– Me importa un comino y no quiero su dinero -repuso Molly. Entonces, agarró el billete y se lo metió a la fuerza en la mano. Entonces, se soltó en el momento en el que él aflojó el brazo.
¿Cómo se atrevía aquel hombre a hablarle de aquella manera, como si ella fuera una prostituta a la que pudiera contratar cuando quisiera? Se marchó rápidamente, acompañada por un coro de risotadas masculinas. Brian la estaba observando desde la puerta. Molly se fue directamente hacia él para advertirle de que necesitaba controlar a aquel grupo antes de que se desmandaran por completo.
– No voy a tolerar que me hablen ni me toquen de esa manera. Tengo derecho a quejarme cuando alguien me hace algo así -señaló ella. Se quedó atónita al ver el modo en el que su jefe reaccionaba ante sus palabras.
– Estos tipos sólo están tonteando y tratando de flirtear contigo. Eres una chica muy guapa y aquí no hay muchas. Han bebido demasiado. Estoy seguro de que no tenían intención alguna de ofenderte.
– No estoy de acuerdo. A mí sus comentarios me resultaron profundamente ofensivos -replicó Molly.
Se dirigió hacia el bar, completamente furiosa de que no se estuviera tomando en serio su queja. Sabía muy bien que su jefe trataba de evitar a toda costa cualquier situación que pudiera poner en peligro la oportunidad de nuevos negocios, pero, por primera vez, se lamentó de su situación ante el hecho de que, por su trabajo, a ella se le considerara menos importante que a los cerdos que la habían insultado.
Leandro contuvo el aliento. Había sido testigo de la escena y había estado a punto de intervenir para defender a la muchacha de aquellos borrachos. Parecía que se llamaba Molly, tal y como le parecía haberles oído a los hombres. ¿No era diminutivo de Mary? Si así era, ¿qué demonios le importaba a él? No le gustaba el modo en el que se estaba sintiendo. Acompañado por su anfitriona, Krystal, Leandro permitió que ésta le presentara a algunos de los invitados.