Con una serie de rápidos movimientos, Molly vació la bandeja y se dirigió hacia el interior.
– Eres muy hermosa -murmuró Leandro-. No necesité ninguna otra excusa.
Molly se detuvo en seco al escuchar aquel inesperado cumplido. ¿Hermosa? ¿Desde cuándo era ella hermosa? Le habían dicho que no estaba mal en un par de ocasiones cuando iba muy arreglada, pero no podía haber nada de verdad en la etiqueta que él acababa de otorgarle. Medía poco más de un metro y medio y tenía una melena de rizos negros que eran a menudo imposibles de controlar. Tenía una piel bonita y se consideraba afortunada por poder comer más o menos lo que le gustaba sin ganar peso. En su opinión, aquellas dos cosas eran sus dos únicas ventajas.
– ¿Estabas ahí fuera con el señor Carrera? -le preguntó la madre de la novia, muy enojada, tras interceptarle el paso-. ¿Por qué has tenido que salir a molestarlo?
– No lo estaba molestando. Necesitaba darle las gracias por defenderme y simplemente le he llevado algo de comida -replicó Molly, levantando la barbilla en gesto desafiante.
La alta rubia la miró con airada superioridad.
– Ya le he dicho a tu jefe que tú no volverás a trabajar en mi casa. Tienes una actitud equivocada -le censuró Krystal-. No tenías ningún derecho a tratar de intentar un acercamiento personal con uno de mis invitados y estropear así la boda de mi hija.
Aquel injusto comentario hizo que los ojos de Molly se llenaran de lágrimas y tuvo que morderse la lengua para no contestar. No había hecho nada malo. Había sido insultada verbal y físicamente, pero nadie iba a disculparse con una simple camarera. Regresó a la cocina, donde Brian sugirió que empezara a ayudar al chef a recoger. Lo hizo rápidamente. Poco a poco, el tiempo fue pasando y, con él, el incesante parloteo de los invitados a la fiesta. Todo el mundo se fue marchando.
– Ve a ver si quedan más copas -le ordenó Brian.
Molly sacó una bandeja. La primera persona a la que vio fue al banquero español, apoyado contra la pared elegantemente y hablando por su teléfono móvil. Estaba pidiendo un taxi. Ella se negó a mirar en su dirección. Se dirigió a la sala contigua para recoger un montón de copas abandonadas. Leandro no dejaba de observarla como si se tratara de un ave de presa.
Ella le había dicho que no era su tipo, pero estaba convencido de que era mentira. Sin embargo, no era la clase de mujer que le había gustado en el pasado. Las rubias altas y elegantes habían sido más bien su tipo, como Aloise. Molly le atraía de un modo más básico. El sensual meneo de sus rotundas caderas habría atraído la atención de cualquier hombre de verdad. La melena de cabello rizado y salvaje, los enormes ojos verdes y la atrayente y gloriosa boca eran atributos muy sensuales, y eso sin mirar el resto de su cuerpo. Se excitaba sólo con mirarla. Recordar cómo ella le había respondido no mejoró su situación. Necesitaba una ducha fría. Necesitaba una mujer. Le enfurecía tener tan poco control sobre su cuerpo.
Cuando Molly terminó de ayudar a cargar la furgoneta del catering, las salas estaban prácticamente vacías. Se puso el abrigo y se dirigió hacia la parte delantera de la casa para ir al lugar en el que había aparcado su coche. Le sorprendió encontrarse al banquero español en la calzada.
Era una noche fría y ventosa y él no llevaba abrigo sobre el traje. El viento aullaba por la calle y parecía estar completamente helado.
– ¿No ha llegado aún tu taxi? -le preguntó ella, sin poder contenerse.
– Aparentemente, están muy ocupados esta noche. Creo que no he tenido tanto frío en toda mi vida. ¿Cómo se puede soportar este clima? -preguntó Leandro sin poder evitar que le castañetearan los dientes.
– Es lo que hay -dijo ella. La noche era tan fría que sin que pudiera evitarlo, se le ablandó el corazón-. Mira, me ofrecería a llevarte a tu casa, pero no quiero que te lleves la idea equivocada…
– ¿Y cómo me podía llevar la idea equivocada? -le preguntó Leandro. Sabía que iba a pasar mucho tiempo antes de que volviera a salir a una fiesta sin su chófer. Hasta que fue demasiado tarde, no se le había ocurrido que no podía marcharse a casa tras haber tomado unas copas.
– No te estoy acosando ni estoy expresando ningún interés personal en ti -replicó ella.
Leandro no pudo evitar sonreír porque él estaba pensando justamente lo contrario: que si la dejaba marcharse jamás volvería a verla. Jamás. Se había dado cuenta de que no estaba preparado para aceptar aquella eventualidad.
– Sé que no me estás acosando. Acepto que me lleves -murmuró suavemente.
– Iré a por mi coche -replicó ella. Cruzó la carretera y se dirigió al lugar donde estaba aparcado su antiguo Mini. Mientras abría la puerta y se sentaba en su interior para arrancarlo, no pudo dejar de arrepentirse de lo que había hecho. ¿Por qué no había podido marcharse sin decirle nada? Además, no le había preguntado dónde vivía. Seguro que no le pillaba de camino.
La aparición del brillante coche rojo sorprendió inicialmente a Leandro. Para poder entrar, se dio cuenta de que tenía que echar para atrás el asiento y así poder encajar su altura en un espacio tan pequeño.
– Veo que te gusta el rojo.
– Así resulta más fácil verlo en el aparcamiento. ¿Dónde vives?
La dirección de Leandro era tan exclusiva como ella se había temido, pero no estaba muy lejos de la parte de la ciudad en la que estaban.
– ¿Cómo llegaste a la recepción esta tarde?
– En coche, pero he bebido demasiado como para poder conducir.
– ¿Por eso dijiste que no te estabas comportando según eres?
– No. Hoy es el aniversario de la muerte de mi esposa. Falleció hace un año. Llevo algo desasosegado toda la semana -respondió Leandro. Inmediatamente se preguntó por qué le estaba contando algo tan personal a una desconocida.
– Vaya, lo siento mucho -dijo ella-. ¿Estaba enferma?
– No. Tuvo un accidente de coche. Culpa mía. Tuvimos un… intercambio de palabras antes de que ella se marchara…
– No creo que fuera culpa tuya -le aseguró firmemente Molly-. No deberías estar culpándote. A menos que estuvieras físicamente detrás del volante, sólo se trató de un trágico accidente. No es bueno pensar que fue de otra manera.
Molly pensó que aquella confesión significaba que era viudo. No sabía como se sentía ella al respecto. ¿Y él?
– Te sientes culpable por haberme besado, ¿verdad? -añadió.
– No creo que debamos hablar de ese tema -replicó él.
Al cambiar de marcha, Molly le rozó accidentalmente el muslo.
– Lo siento -murmuró ella, algo incómoda-. No hay mucho sitio en este coche.
El ambiente era muy tenso.
– ¿Cuánto tiempo llevas trabajando de camarera? -le preguntó Leandro para tratar de romper el incómodo silencio que reinaba en el pequeño espacio del coche.
– Empecé a trabajar a tiempo parcial cuando estaba en la universidad. Mi sueldo me ayudaba a pagar mi préstamo de estudios. Cuando tengo tiempo, soy ceramista, pero necesito trabajar de camarera para pagar mis facturas.
El silencio volvió a reinar entre ellos. Molly aparcó junto a un moderno edificio de apartamentos que él le indicó. Leandro le dio las gracias y trató de salir del coche, pero la puerta no se abría. El picaporte defectuoso, que ella creía que Jez había arreglado, volvía a hacer de las suyas. Molly se disculpó y salió corriendo del pequeño vehículo para abrir la puerta del pasajero desde el exterior.
Leandro se bajó y se estiró, aliviado de poder salir del limitado espacio interior del coche. Se dio cuenta de que Molly le llegaba a mitad del torso, pero decidió que había algo muy femenino en su diminuta estatura. Sin que pudiera evitarlo, se imaginó levantándola contra él. Le costó mucho rechazar este pensamiento. De todas formas, su cuerpo reaccionó con inmediato entusiasmo. Quería tomarla entre sus brazos y hacerle el amor. Estaba asombrado de lo mucho que le costó mantener las manos alejadas de ella, y furioso por no poder mantener su libido bajo control.