Menegildo no se conmovía con estas evocaciones. El monólogo del abuelo, harto conocido, le era tan indiferente ahora como la monótona trepidación del Central. Pensaba gravemente en la mujer que había elegido. Él hubiera querido arrimarse con ella, construir un bohío como éste, con una “colombina de matrimonio” para poder dormir juntos. Pero aquello se mostraba como algo muy remoto. Todo contrariaba sus proyectos… De pequeñuela, Longina había sido llevada a Haití por su padre. Este último, embrujado por un hombre-dios que recorría las aldeas con los ojos desorbitados, desapareció un día sin dejar huellas. La niña quedó al cuidado de una tía vieja que la maltrataba. Con la adolescencia, sintió anhelos vagabundos, y como tenía deseos de volver a la tierra que decían suya, se fugó con un bracero haitiano que iba a Cuba para trabajar en los cortes. Poco después, su primer “marío” la vendió por veinte pesos a un compé de la partida, llamado Napolión. Era pendenciero y borracho. Le inspiraba un miedo atroz. Siempre encontraba motivo oportuno para zurrarla… Y Longina no era mujer a quien gustara dejarse pegar por “un cualquiera”… (“Tú sí puées hacel conmigo lo que te dé la gana”, había confesado a Menegildo)… Por esto temió hablar con el mozo durante largas semanas. ¡Pero, ahora, todo le importaba poco! Ella lo quería. Lo juraba sobre la memoria de su padre y las cenizas de su madre. ¡Que se viera muerta ahora mismo si decía mentiras…!
Menegildo se repetía que esta situación no podría durar mucho tiempo. Instintivamente, esperaba un desenlace traído por la fuerza de las cosas. Y al reconocer que “estaba enamorado como un caballo”, presentía una época de conflictos y violencias que le abriría las puertas de mundos desconocidos. Nada podría oponerse a la voluntad bien anclada en el cerebro de un macho. Como decía el difunto Juan Mandinga: “Si la tiñosa quiere sentalse, acabarán por salirle nalgas”…
22 Incendio (a)
Inmóvil, mudo de sorpresa por la rapidez con que se había desencadenado el incendio, Usebio Cué contemplaba la gran cortina de fuego que cerraba inesperadamente el centro del valle. ¡Eso sí que era candela, caballeros! El humo claro subía majestuosamente en la noche, yendo a engrosar pesadas nubes tintas de ocre y preñadas de agua. Miríadas de lentejuelas ardientes revoloteaban sobre el plantío, levemente sostenidas por el vaho de la hoguera conquistadora. Frente a las llamas corrían hormigas humanas, sacudiendo largos abanicos. En coro, las sirenas del Central tocaban alarma.
– ¡Desgraciaos! -sentenciaba el abuelo, apoyado en un horcón del portal, sin explicar a quién se dirigían sus insultos-. ¡Desgraciaos! Se va a quemar la casa de Ramón Rizo.
Espoleando su caballo de cascos pesados, un guardia rural entró en el batey, machete en mano, dispuesto a repartir planazos:
– ¿Qué c… esperan aquí…? ¡Salgan a apagar, ajo!
¡Cojan yaguas y arranquen…!
Menegildo y su padre empuñaron pencas de guano y echaron a andar hacia el fuego. Por el camino, el padre rezongaba rabiosamente:
– ¡Ahora hay que dil a tiznalse por gutto! ¡Siempre resulta uno salao!
Llegaron a la línea de defensa. El incendio avanzaba sobre los campos con un frente de doscientos metros. Las cañas sudaban, crepitaban, ennegrecían, sin perder un zumo cuya cocción se iniciaba sobre la tierra misma. Los ramos de hojas verdes y cortantes, pictóricos de savia, humeaban como chimeneas de fábrica. El colchón de paja que cubría el suelo húmedo era atacado por llamitas azules que lo iban mordiendo con ruido de motor de explosión. Centenares de guajiros y braceros azotaban el fuego con sus plumas vegetales, levantando torbellinos de chispas… Algunos colonos, galopando en sus caballos asustados por el resplandor, lanzaban órdenes breves, subrayadas, por imprecaciones y palabrotas. En medio de la turbamulta, la mujer de Ramón, sucia, desgreñada, casi desnuda, seguida por varios mocosos con las nalgas al aire, corría despavoridamente aullando lamentaciones que nadie escuchaba. Algunos jamaiquinos, con máscaras de cenizas y sudor, salían de vez en cuando de la zona del combate para tragar un sorbo de ron que les templaba las entrañas.
En el límite del paisaje, la mole cúbica del ingenio parecía arder también. Sus altos clarines eléctricos arrojaban quejas prolongadas desde las techumbres rojas -calderones lúgubres en la sinfonía del siniestro.
23 Incendio (b)
Menegildo golpeaba las llamas sin entusiasmo, cuando vio llegar una bandada de haitianos seguidos por un militar que blandía furiosamente su machete. Entre aquellos rostros negros reconoció el de Napolión, el marido de Longina… Una brusca resolución se apoderó de su cerebro. Movido por el escozor de la idea fija, se fue escurriendo hacia la derecha del fuego, entre los grupos de trabajadores. Luego, con peligro de llamar la atención, escapó a todo correr por una guardarraya, hasta que un muro de altas cañas lo aisló del incendio. Sabía que si un guardia lo atajaba, recibiría más de un planazo en los hombros y en las piernas… Se detuvo un instante para orientarse y emprendió la carrera nuevamente. Saltó por encima de varios setos de piedra. Con su cuchillo se abrió paso en una cerca de cardones lechosos, cerrando los ojos para no ser cegado por el jugo corrosivo. Atravesando un potrero con paso rápido, observó que las nubes rojizas -pantalla del acontecimiento de abajo- se hinchaban cada vez más. Se detuvo a la entrada del campamento de haitianos. Lo vio desierto. Las mujeres también habían corrido hacia el fuego siguiendo a los braceros. Pero Menegildo estaba seguro que Longina estaba allí. El instinto se lo decía.
Entró a gatas en la choza triangular. Se oía una leve respiración en la sombra. Un olor que le era bien conocido lo guió hacia Longina. El mozo se dejó caer cerca de ella sobre el lecho de sacos. La mujer, durmiendo todavía, masculló un “vuelabuey-vuelabuey” ininteligible y se despertó con un sobresalto de sorpresa… Pero ya Menegildo la desnudaba con manos ansiosas.
Gruesas gotas comenzaron a rodar sonoramente por las pencas del techo. Las nubes se desgarraron en franjas transparentes y la tierra roja estertoró de placer bajo una lluvia breve y compacta. Un perfume de madera mojada, de verdura fresca, de cenizas y de hojas de guayabo invadió la choza. Todas las fiebres del Trópico se aplacaban en un vasto alborozo de savias y de pistilos. Los árboles alzaron brazos múltiples hacia los manantiales viajeros. Un vasto crepitar de frondas llenó el valle. Ya se escuchaba el rumor de la cañada, acelerada por la impaciencia de mil arroyuelos diminutos.
El incendio agonizaba. Una que otra columna de humo jalonaban la retirada de las llamas. En el sendero, las herraduras besaban el barro. Los guajiros volvían apresuradamente, arrojándose “buenas noches” en las retaguardias del aguacero.
– ¡Vete! -dijo Longina-. Napolión debe ettal al llegal. ¡Si se encuentra contigo, te mata! Menegildo hinchó el tórax:
– No le como mieo. ¡E un desgrasiao! Si se aparece, le arranco la cabeza.
– ¡Vete, por Dio! ¡Vete, por tu madre! ¡Va a habel una desgrasia…!
Menegildo acabó por salir de la choza. Ya regresaban los haitianos. Se oían sus voces en el camino.
El mozo escapó entre las altas hierbas de Guinea. Cien metros más allá tomó tranquilamente el trillo que conducía al bohío.