Pero alguien venía detrás de él. Una sombra negra se le acercaba, apenas denunciada por un correr de pies descalzos. Menegildo se detuvo a un lado del sendero. Desenvainó su cuchillo, presa de vaga inquietud, pensando, sin embargo, que podía tratarse de un vecino que volvía del incendio…
Napolión se arrojó sobre él con una tranca en la mano:
– ¡Tién! ¡Tién!
Antes de esbozar un gesto, Menegildo recibió un formidable garrotazo en la cabeza. El mozo cayó de bruces sobre la tierra blanda. Napolión lo golpeó varias veces. Su víctima no se movía. -Ca t’apprendrá…! En una charca los sapos afinaban mil marímbulas de hojalata.
24 Terapéutica (b)
Menegildo llegó al bohío por la madrugada, apretándose las sienes con los puños. Un estruendo de fábrica vibraba en sus oídos. El cuerpo le dolía atrozmente. Tenía algo como un grueso alambre atravesado en los riñones. Una pasta de barro y de sangre le cubría el rostro, el pecho, los brazos. Se desplomó junto a su cama, despertando a toda la familia con sus quejidos. Se sentía cobarde y miserable. ¡Todo iba a terminar! ¡La vida lo abandonaba!
– ¡Ay, ay, mi madre! ¡Me muero! ¡Me han matao…!
Salomé se mesaba los cabellos. Maldijo, lloró, encendió tres velas ante la imagen de San Lázaro.
– ¡M’hijo! ¡Menegildo! ¡Cómo te ha puetto! ¡Se me muere, se me muere!
Juró que iría a ver a Beruá. Fabricaría un embó para matar a los asesinos de su hijo en cuarenta días. Con ayuda de la Virgen Santa de la Caridad del Cobre, agonizarían vomitando espuma, comidos en vida por los gusanos y cubiertos de llagas que se les llenarían de hormigas bravas.
El bohío era un órgano de llantos. Los hermanitos de Menegildo asustaban a todas las bestias del batey con sus sollozos desgarradores. Al secarse, las lágrimas tatuaban la suciedad de sus caras. Un cerdo cojo entró en la casa y se detuvo ante el herido. Pero de pronto, sintiendo que acontecía algo anormal, huyó despavoridamente, corriendo en tres patas. Desde un rincón de la estancia, Palomo contemplaba aquel cuadro de desesperación con sus ojos amarillos. Sólo las gallinas se mostraban indiferentes, aprovechando la oportunidad para meter el pico en los cacharros de la cocina.
Al mediodía llegó el viejo Beruá. Hizo que Menegildo fuese colocado en el lugar más oscuro de la vivienda, lejos de los rayos del sol, que “pasman la sangre”. Entonces hubo un gran silencio.
Por tres veces el brujo arrojó al aire el Collar de Ifá, estudiando la posición en que caían sus dieciséis medias semillas de mango… Dieciséis fueron las palmeras nacidas de la simiente de Ifá; dieciséis los frutos que Orungán cosechó en las plantaciones sagradas y que le permitieron conocer el futuro destino de los hombres… Por el número de semillas colocadas con la comba hacia el suelo o hacia las estrellas, se sabe si un enfermo retrocederá en el camino que lo lleva al mundo de fantasmas y de presagios. Menegildo resbalaba lentamente hacia la muerte… Pero el Collar de Ifá anunció que se detendría, volviendo a ocupar el puesto que las potencias ocultas tenían en litigio desde el alba… Al saberlo, la familia sintió un grato alivio, y las bendiciones llovieron sobre el sabio curandero. Después se aplicaron telarañas en las mataduras sanguinolentas, y todo el cuerpo del mozo fue untado con manteca de majá. Luego, el enfermo se durmió. Por la tarde comenzaron las visitas. Primero aparecieron las tías de Menegildo, con sus marros y vástagos innumerables -dignas hermanas de Salomé, eran prolíficas como peces. Más tarde hubo un interminable desfile de primos y primas, amigos y conocidos, curiosos y desconocidos. Todos hablaban ruidosamente. Como aquello, en el fondo, no pasaba de ser una diversión, se hicieron bromas pesadas y se construyeron mitos. Mientras circulaban las tazas de café, se dieron consejos médicos debidos al recuerdo de tratamientos por yerbas o conjuros que habían sido útiles en casos semejantes o parecidos… Paula Macho anduvo rondando por los alrededores del batey, pero nadie la invitó a entrar. La desprestigiá acabó por desaparecer, intimidada tal vez por las torvas miradas de Salomé… Y al crepúsculo, los visitantes abandonaron el bohío con la sensación de haber cumplido un deber.
Ya caída la tarde, un guardia rural vino a informarse de lo sucedido. Usebio declaró que Menegildo se había caído bajo las ruedas de una carreta, sin ofrecer mayores explicaciones… La familia Cué estaba convencida -y en ello no andaba equivocada- que la Justicia y los Tribunales eran un invento de gentes complicadas, que de nada servía, como no fuera para enredar las cosas y embromar siempre al pobre que tiene la razón.
25 Mitología
Envuelto en sacos cubiertos de letras azules, sudando grasa, Menegildo abrió sus ojos atontados en la obscuridad del bohío. Su cabeza respondía con latigazos de sangre a cada latido del corazón. Jamelgo mal herido. ¡Buen garrote tenía el haitiano…! Los grillos limaban sus patas entre las pencas del techo. Andresito, Rupelto y Ambarina respiraban sonoramente. Salomé maldecía en sueños. Afuera, los campos de caña se estremecían apenas, alzando sus güines hacía el rocío de luna.
Sed. Un triángulo en el portaclass="underline" la rastra del barril. Barril hirviente de gusarapos. El jarro de hojalata. Jarro, carro, barro. El barro de la laguna en tiempos de sequía, cuando las biajacas se agarran con la mano. Pero no; estábamos en plena molienda. La laguna debía estar llena de agua clarísima. Y fresca. Sin duda alguna. Los bueyes no ignoraban estas cosas. Abandonando la carreta, sin narigón, sin yugo, sin temor a la aguijada, Grano de Oro y Piedra Fina marcaban sus pezuñas en la orilla y hundían sus belfos entre los juncos… La mano de Menegildo se acercaba al agua. Se hacía enorme, se proyectaba, se crispaba. Y súbitamente, la laguna huía como un ave ante la mano llena de zumbidos.
– ¡Ay, San Lázaro!
Sostenido por sus muletas, cubierto de llagas que lamían dos perros roñosos, San Lázaro debía velar en imagen detrás de la puerta de la casa, junto al panecillo destinado a alimentar el Espíritu Santo, y la tacita de aceite en que ardía una “velita de Santa Teresa”. ¡San Lázaro, Babayú-Ayé, que cuidas de los dolientes! La plegaria de Babayú-Ayé debía acompañar la aplicación de todo remedio: el vaso movido en cruz, sobre el cráneo, para quitar la insolación; el cinturón de piel de majá, para curar mal de vientre; el tajo en tronco de almacigo, por noche de Año Nuevo, para matar ahogos; el tirón a la piel de las espaldas contra empacho de mango verde. Hasta los caracoles que se arrojan al aire para saber si un enfermo sanará, eran vigilados en su trayectoria mágica por el santo negro, a quien los blancos creían blanco… Además, ¿quién ignoraba, en casa de Menegildo, que con todos los santos pasaba igual? Los ojos del mozo quisieron ver las figuras de yeso pintado que se erguían sobre el altar doméstico de Salomé. Cristo, clavado y sediento, eres Obatalá., dios y diosa en un mismo cuerpo, que todo lo animas, que estiras palio de estrellas y llevas la nube al río, que pones pajuelas de oro en los ojos de las bestias, peines de metal en la garganta del sapo, pañuelos de seda morada en el cuello del hombre. Y tú, Santa Bárbara, Shangó de Guinea, dios del trueno, de la espada y de la corona de almenas, a quien algunos creen mujer. Y tú, Virgen de la Caridad del Cobre, suave Ochum, madre de nadie, esposa de Shangó, a quien Juan Odio, Juan Indio y Juan Esclavo vieron aparecer, llevada por medias lunas, sobre la barca que asaltaban las olas. Dijiste: “Los que crean en mi gran poder estarán libres de toda muerte repentina…, no podrá morderles ningún perro rabioso u otra clase de animal malo…» y aunque una mujer esté sola, no tendrá miedo a nadie, porque nunca verá visiones de ningún muerto ni cosas malas.” ¡Las cosas malas! Menegildo las conocía. Rondaban en torno del hombre, con sus manos frías, voces sin gaznate y miradas sin rostro. Una noche, junto a las ruinas del viejo ingenio, Menegildo había sentido su presencia invisible y poderosa. Contra las persecuciones de los hombres existía la Oración de la Piedra Imán -Líbrame, Señor, de mis enemigos, como liberaste a Jonás del centro de la ballena-; pero contra las cosas malas, la lucha se hacía desesperada. Sólo el sabio Beruá, cuya casa era rematada por un cuerno de chivo, era capaz de entendérselas con los fantasmas. Pero poseía los tres bastones de hierro legados por Eshú-el-Agricultor, una piel de gato-tigre, las conchas de jicotea. la Oración a los catorce Santos Auxiliares y, sobre todo, los Jimaguas. ¡Qué no podían esos muñecos negros y pulidos, con sus ojos en cabeza de alfiler, y la cuerda que los mancornaba por el cogote!… Cosas malas y ánimas solas eran de una misma esencia. Y cuando una mujer celosa visitaba al brujo, para asegurarse la fidelidad del amante próximo a partir, Beruá Te prescribía el empleo de aguas dotadas de secreto fluido erótico y la recitación de una plegaria feroz que debía decirse, a mediodía y a medianoche, encendiendo una lámpara detrás de la puerta: “Anima triste y sola, nadie te llama, yo te llamo; nadie te necesita, yo te necesito; nadie te quiere, yo te quiero. Supuesto que no puedes entrar en los cielos, estando en el infierno, montarás el caballo mejor, irás al Monte Oliva, y del árbol cortarás tres ramas y se las pasarás por las entrañas a Fulano de Tal para que no pueda estar tranquilo, y en ninguna parte parar, ni en silla sentarse, ni en mesa comer, ni en cama dormir, y que no haya negra, ni blanca, ni mulata ni china que con él pueda hablar y que corra como perro rabioso detrás de mí…” -¡Ay, San Lázaro!
Menegildo caía en un hoyo negro. Hacía esfuerzos por asirse de algo. Un clavo. Los clavos solían tener corbatas hechas con paja de maíz. Entonces eran como las que usaba Beruá en sus encantaciones. Clavos y piedras del cielo. Y cadenas. Ante su puerta había una de hierro. Pero el brujo había trabajado cierta vez una cadena de oro con tal ciencia, que se enroscaba como serpiente cuando su dueño se hallaba cerca de peligro. El Gallego Blanco, bandido de caminos reales, la había poseído. Y fue derribado por el máuser de un guardia rural pocas horas después de perderla, al cruzar un río crecido… El trabajo de una cadena mágica se hacía por medio de jícaras llenas de guijarros, rosarios de abalorios, polvos de cantárida y plumas de gallo negro degollado en noche de luna. Como cuando Beruá había sacado tres docenas de alfileres, varios sapos y un gato sin orejas del pecho de Candita la Loca, víctima del mal de ojo.