Para empezar, Candita la Loca no fue matada por Lucumí, sino por un jamaiquino, capitán de partida, a quien llamaban Samuel. Matada indirectamente, es cierto. El negro usaba camisas azules cubiertas de diminutos tragaluces. Hablaba con el “hablao a rayo de los americanos”. Y junto a su cama tenía un cuadro piadoso en que podían verse la Virgen y el Niño adorados por los Reyes Magos. La Madre llevaba largo vestido blanco, entallado, y escarpines puntiagudos. Los Magos lucían levitas y chisteras. Y todos los santos personajes eran negros, excepto Baltasar, transformado en blanquísimo seguidor de estrellas… ¡Quién ha visto eso…! Ya se sabe que Cristo, San José, las Vírgenes, San Lázaro, Santa Bárbara y los mismos ángeles son divinidades “de color”. Pero son blancas en su representación terrenal, porque así debe ser. Samuel regaló el cuadro a Candita la Loca. Pero Lucumí estaba celoso, y un día de cólera dicen que le echó un daño. ¿Hierbas molidas en una taza de café? ¿Cazuela de barro con millo, un real de vino dulce y una pata de gallina…? Lo cierto es que Candita la Loca yacía entre cuatro velas, antes de que Beruá hubiera podido limpiarla de maleficios… La difunta -loca había de ser y que en pá dec’canse- había llevado el maldito cuadro a un velorio de santos verdaderos, arrojando la salación sobre el altar y todos los presentes. Ella había sido la primera víctima. ¡Chivo que rompe tambor, con su pellejo paga!
– ¡Ay, San Lázaro!
Sed. El sol seguía quemando en plena noche. ¿No arderían los cañaverales cercanos? ¡Yaguas y chispas! ¡Abanicos y lentejuelas! Mil columnas de humo para sostener techumbre de nubes caoba. ¡Mamá! ¡Mamá…!
Andresito roncaba. Ambarina tenía visiones. Rupelto era perseguido por una araña con ojos verdes. Tití gemía ante una mujer que se iba transformando en cabra. Salomé maldecía en sueños. El viejo temblequeaba en silencio, pensando en Juan Mandinga y los mayorales antiguos. Afuera, Palomo aullaba a muerte. ¡Aura tiñosa, ponte en cruz!
– ¡Ay, San Lázaro!
26 El negro Antonio
– ¡Tú tá peldío, muchacho! ¡Tú tá peldío…!
Durante los días en que Menegildo, convaleciente, se pasaba las horas chupando caña tras caña en el portal del bohío, un mismo lamento era incansablemente repetido por Salomé. El mozo estaba peldío. Peldío, porque su inexplicable reserva había defraudado a los suyos. La susceptibilidad materna se matizaba con un remoto despecho de chismosa. ¡Haberlo llevado en la barriga, haberlo criado y no ser capaz de ofrecerles a las comadres todos los detalles del hecho reciente! Por más que Menegildo volviera a la carga con una fantasiosa versión, el cuento no convencía al abuelo, ni a Usebio, ni a Salomé, ni siquiera a Ambarina, que ya se pasaba de lista… ¿Atacado por un desconocido? ¿No le vio la cara porque era de noche? ¿No sospechaba de naiden…? ¡Buena historia para contentar a un inocente! ¡Eso no se lo tragaba ningún sel rasional…! Un gran malestar reinaba en el bohío desde el alba de la agresión. Reunida en torno a la mesa, la familia comía rabiosamente. Los niños miraban a los viejos sintiendo que sus más profundos anhelos de ternura eran rotos siempre por el aire distante de Menegildo y por la presencia de aquel secreto abismado en sus pupilas. Sin embargo, por respeto a su estado físico, sólo se le hacía sentir el descontento de cada cual por medio de alusiones obscuras.
Esta situación se prolongó hasta el día en que los Panteras de la Loma, venidos de la ciudad cercana, anotaron los nueve ceros a la novena de base-ball del Central San Lucio. Dos horas después de terminado el juego, un negro pequeño, con cara redonda y astuta, se presentó en el bohío luciendo los colores del Club vencedor en su gorra de pelotero. -¡Antonio! -exclamó Salomé. El ilustre primo, ídolo de Menegildo desde la infancia, se dignaba visitar la pobre vivienda de los Cué. Rumbero, marimbulero, politiquero, era sostén de Comités de barrio, y de los primeros en presentarse cada vez que el régimen democrático necesitaba comprar “iVivas!” a peso por cabeza en favor de algún pescao gordo que aspiraba a ser electo. Llevado a la ciudad por unos colonos ricos que sé habían apegado a su ingenuo cinismo de niño, el negro Antonio no tardó en independizarse, revendiendo el contenido de una lata robada a un tamalero. Con los beneficios obtenidos en esta operación, se consagró al comercio de pulpas de tamarindo, hasta que se vio en la posibilidad de alquilar un sillón de limpiabotas bajo las arcadas que rodeaban el parque central… Ahora estaba en el apogeo de su carrera. Era ñáñigo, reeleccionista, apuntador de la Charada China, y tenía una pieza que trabajaba para conseguirle los diez y los veinte. ¡Ese sí que se reía de la crisis y del hambre que mataba a los campesinos en el fondo de sus bohíos! ¡Que otros trabajaran por jornales de peseta y media! El espíritu de Rosendo lo protegía, y sabía hacerse imprescindible a cualquier sistema político “que se pusiera pal número”. El negro Antonio se decía más versado que nadie en una vasta gama de “asuntos generales”.
Hoy estaba henchido de orgullo. Siól de los Panteras de la Loma, había dado el batazo de la tarde deslizándose sobre el home con gran estilo, después de recorrer el diamante en doce segundos… Traía una botella de vino durce para la tía y los parientes que le fueran presentados. Repantigado sobre un taburete, en el centro del portal, desarrollaba un tornasolado monólogo, haciendo desfilar imágenes rutilantes ante los ojos maravillados de los Cué. ¡Cómo combelssaba el negro ese…! Cuando se cansó de provocar una admiración sin reservas, se caló la gorra, declarando que regresaba al caserío para “ver cómo estaba el elemento”. ¿Menegildo no querría acompañarlo? El mozo, colmado de honor, se dispuso a seguirlo.
– ¡Mira que etás enfelmo, muchacho! -objetó Salomé.
– Ya etoy bueno.
– ¡Va a cogel sereno!
– ¡Que ya etoy bueno, vieja! -concluyó enérgicamente el mozo.
El negro Antonio y Menegildo se encaminaron hacia la ruta del Central. Después de un momento de silencio, el primo alzó la voz:
– Oye, Menegid’do. Llegué eta mañana y ya conoc’co e cuento mejol que tú mim’mo. Una vieja que le disen Paula Macho y que siempre anda revuelta con lo haitiano, me dijo lo de lo palo, cuando la empregunté pa onde quedaba la casa e Salomé. Tabas metió con la mujel esa, y su gallo te saló… ¡Cosa e la vía! Pero e un mal negosio pa ti. E haitiano ese se figuraba que te había matao too. Ahora sabe que te pusit’te bueno, y cada vé que se mete en trago, dise que te va a sacal toa la gandinga pa fuera…
Menegildo quiso hacer buena figura ante el negro Antonio:
– Ya e desgrasio ese me tiene muy salao. Le voy a enterral e cuchiyo.
– ¿Y qué tú va sacal con eso? ¡Te llevan pal presidio…! Yo tuve un año, ocho mese y veintiún día, dipués que me denunsió la negrita Amelia por el rallo de su luja, y sé que e eso. ¡E rancho, lo brigada y e sielo cuadrao por tóos laos! ¿E presidio? ¡Pal cara…! Lo primero e dejal la mujel esa. Búc’cate otra pieza por ahí. Disen que el elemento etá pulpa en el pueblo. ¡Debe habel ca negritilla, caballero…! Oye la vo de la ep’periensia: no le ande buc’cando más bronca a lo haitiano…
– No puedo dejal’la -dijo Menegildo-. Etoy metió y ella etá metía conmigo… No le como mieo a lo haitiano, ni a lo americano, ni a lo chino, ni a lo de Guantánamo, ni a lo del Cobre…
– Tu hase lo que te sag’ga. A mí me tiene sin cuidao. Pero lo haitiano son mala comía, y si tú quiere seguir enredado con e elemento ese, te va tenel que portal como un macho…
– ¡Macho he sío siempre! -sentenció Menegildo. Ya era de noche cuando ambos llegaron al caserío.
27 Política
Muros de mampostería capaces de resistir un asedio, horadados en más de un lugar por los plomos de un ataque mambí; horcones azules plantados en piso de chinas pelonas -portal para caballos. El negro Antonio y Menegildo se aventuraron entre dos albardas y ocho patas, echando una mirada al interior de la bodega… Los compañeros del primo estaban ahí, rodeados de amigos y admiradores, celebrando el triunfo de la tarde.
– ¡Yey familia! -saludó Antonio.
– ¡Enagüeriero!
El héroe fue acogido con anchas sonrisas. Esa noche nadie pensaba en jugar al dominó. Sentados en bancos, sacos y cajones, los presentes asistían pasivamente a la charla espectacular de los peloteros, bajo un cielo de tablas soldadas con telarañas, del que colgaban vainas de machete, dientes de arado, jamones de Swift, guatacas y salchichones de Illinois envueltos en papel plateado. Para festejar la llegada de Antonio se pidieron tragos. Menegildo, que nunca “le entraba” al ron, salvo cuando tenía catarro, apuró su copa como una purga… Después de comentarse hasta la saciedad una formidable “sacada en primera” y la cubba del pitcher que logró “ponchar” al mejor bateador del Central, la conversación derivó hacia la política. Había quien votara por el Gallo y el Arado. Otros confiaban en Liborio y la Estrella, o en el Partido de la Cotorra. La lucha se había entablado entre el Chino-de-los-cuatro-gatos, el Mayoral-que-sonaba-el-cuero, y el Tiburón-con-sombrero-de-jipi. Una peseta gigantesca, una bañadera cuya agua “salcipaba” plateado, un látigo o un par de timbales, simbolizaban gráficamente a los futuros primeros magistrados, con lenguaje de jeroglífico. La mitología electoral alimentaba un mundo de fábula de Esopo, con bestias que hablaban, peces que obtenían sufragios y aves que robaban urnas de votos… Antonio filosofaba. Al fin y al cabo, la política era lo único que le ponía a uno en contacto directo con la “gente de arriba”. Ya daba por sentado que cualquier candidato electo acababa siempre por chivar a sus electores. También admitía que cada año la cosa andaba peor y la caña se vendía menos. Pero, por otra parte, sostenía que cualquier dotol vestido de dril blanco y escoltado por tres osos blandiendo garrotes, así fuese liberal o conservador, era un elemento de trascendental importancia para el porvenir de la nación, desde el momento que soltara generosamente el manguá que adquiere sufragios.