Toda noción de redondez debe abandonarse cuando suena el cerrojo de una prisión. El firmamento circular del marino, ya mordido por los dientes de la ciudad, se va desmenuzando en parcelas de luz dentro del edificio penitenciario, proyectándose en rectángulos cada vez más estrechos. Rectángulo mayor del patio, en que el sol da lecciones de Geometría descriptiva antes y después del mediodía; rectángulo del patio, visto por ventanas rectangulares. Ventanas divididas en casillas cuadradas por los barrotes de las rejas. Baldosas, peldaños molduras sin curva, corredores rectos, paralelas, estereotomía. Tablero de ajedrez en gris unido. Mundo de planos, cortes y aristas, capaz de dar extraordinario relieve al quepis oval de los brigadas, al ojo de una cerradura, al disco de una ducha. Súbitamente, el vasto cielo se ha vuelto una mera figura de teorema, surcada a veces por el rápido vuelo de un pájaro ya distante. Cielo con una muralla en cada punto cardinal; cielo distinto al que se cierne sobre tierras en que senos, ruedas, brújulas y tiovivos se hacen atributos de la libertad.
Después de que Menegildo hubo trazado una cruz en el denso registro de entradas, se le sometió al examen antropométrico. Cada cicatriz, cada matadura de su cuerpo fue localizada sin demora. Su retrato, en pies y pulgadas, capacidad craneana y enumeración de muelas cariadas, quedó trazado con pasmosa exactitud. Improntas, fotografías de frente y de perfil. Nunca el mozo pudo sospecharse que el encarcelamiento de un delincuente exigiera la movilización de tan complicado ritual. A pesar de su desconcierto, comenzaba a admirarse de la importancia concedida a su persona. ¿Quién hasta ahora -excepto Longina- le había consagrado nunca un momento de atención? No había pasado en toda su vida de ser un negro más en el caserío, un carretero más de los que hacían cola junto a la romana en tiempos de molienda. Ahora se le palpaba, se le pesaba, se le retrataba. Los cañones de Ramón Carreras tiraban salvas en su honor. Su delito lo hacía merecedor de aquella solicitud que la sociedad sólo sabe prodigar generalmente en favor de los creadores, los ricos, los profetas y los bandidos. A veces bastaba una puñalada certera para que un hombre surgiera de la masa anónima de los que sólo existen en función de sus votos, sus obediencias o sus futuros ataúdes, para destacarse con el relieve de individuo capaz de dar cuerpo a una decisión digna de litigio. Aun así, las leyes, tolerando difícilmente que un ser humano se tomara iniciativas contrarias a un estado de beatífico y alabado aplastamiento, ponían en tela de juicio la cuestión de responsabilidad. Monstruoso y bello como una orquídea javanesa, el delincuente debía manipularse con guantes de caucho, para tratar de no revolver demasiado en su cabeza las bolas de esa lotería obscura que colocaba a sus semejantes ante un gesto de peligrosa afirmación.
Recordando el retrato ampliado al creyón que adornaba el bohío de Tranquilino Moya, Menegildo preguntó cándidamente si al salir de la prisión le darían aquellas fotos. Una orden breve lo dejó sin respuesta.
– ¡A la galera 17!
Un brigada lo empujó hacia un vestíbulo enrejado. Pero pronto lo hizo detenerse para dejar el paso a tres magistrados panzudos que culminaban lentamente el recorrido de la cárcel. Cada semana venían a exhibir sus togas, quevedos y verrugas ante los presos para recordarles que representaban a una señora de senos potentes que acumulaba polvo y telaraña en los platillos de sus balanzas de mármol, mientras su prole uniformada ganaba medallas y galones disolviendo manifestaciones proletarias a matracazos.
Nuevas rejas. El brigada entregó a Menegildo a la autoridad de Güititío, presidente de la galera 17, mulatón hercúleo que cumplía larga condena por “sacarle a uno el pescao por la barriga”.
– Uno nuevo…
– ¡Tá bien! Tiene un sitio allá en e fondo. El brigada sacaba ya la llave del cerrojo, cuando el “presidente” se volvió hacia éclass="underline"
– ¡Ah! Se me olvidaba. Salió el 13 en la Charada. El guardián exclamó con desconsuelo:
– ¡Pavo real! ¡Y yo que jugué Caballo!
… Los inventores de la Charada China sólo habían necesitado 36 figuras para resumir las actividades y los. anhelos esenciales del hombre…
32 Rejas (b)
– ¡Hay que accotumbralse a la cársel, que la cársel se jizo pa los hombres! -afirmaba Güititío, mientras el “Sevillano”, rascando una guitarra imaginaria, clamaba:
Pero la cuadrilla entraba ya en la plaza de toros:
En su palco de honor adosado a una reja, bajo un baldaquín de periódicos charaderos, el “Rey de España” presidía la corrida. Sentados en círculo sobre las baldosas del patio, los presos aguardaban que el estafador de perfil borbónico diese la señal convenida para soltar el primer toro. El negro Matanzas estaba ya preparado. Con la cabeza encogollada por un cartucho de papel de estraza, en el que habían plantado dos pitones de leña, se precipitó en el ruedo con un mugido hondo. El chino Hoang-Wo oficiaba de banderillero, y el chulo Radamés de matador… Entre el primero y el segundo toro hubo una pausa. Por concesión, los brigadas habían dejado salir ese día al presidente de la galera de los “hombres-afroditas”, que respondía al apodo de “La Reina de Italia”. Con remilgos y evasivas, el viejo mulato de ojos de cabra aceptó un puesto a la derecha del “Rey de España”, y la corrida prosiguió sin tropiezos hasta que uno de los bichos soltó una trompada a un diestro.
Después, como no eran más que las siete y el brigada no había traído aún los resultados de la “charada”, algunos presos jugaron a “La tabla de maíz picado”, o a “Antón Perulero”, mientras otros recorrían el patio en comparsa arrollada, cantando con ritmo de ferrocarriclass="underline"
Durante sus primeros días de encarcelamiento, Menegildo se había divertido enormemente con el espectáculo de aquellos juegos, habituales en los seis a ocho del recreo cotidiano. Pero ahora se iba cansando de ellos, tal vez a causa de la timidez que le impedía tomar parte eficiente en el holgorio. Prefería permanecer en un ángulo del patio, oyendo la charla de los cinco ñáñigos -miembros del Sexteto Boloña-, condenados por “bronca tumultuaria”. Además, para figurar en el programa de diversiones, era necesario pertenecer a la categoría superior de hombres cuyos delitos excedieran de un botellazo, una cartera robada o una “herida menos grave”. Los novatos, que apenas se iniciaban en la dialéctica de jaulas y cerrojos, eran considerados con profundo desprecio por los temporadistas impenitentes de la prisión chulos viejos parricidas, condenados de verdad, virtuosos de la puñalada, que gozaban de verdadero prestigio entre sus discípulos y guardianes. Primeros en la barbería, primeros en conocer el verso de la Charada, eran los primeros también en saber cuándo un pomo de ron andaba oculto por los caños de la ducha. Las requisas les tenían sin cuidado, ya que se las arreglaban para recibir contrabandos bajo las formas más ingeniosas. Pañuelos de seda, planchados después de un baño de heroína, y que sólo soltaban el zumo amargo en agua hirviente. Camisas caqui, teñidas con dross diluido, que permitían recuperar el licor de opio por el mismo procedimiento. Pero el desdén de estos fuertes por los delincuentes menudos era mayor aún en lo que se refería a los presos políticos. Los pretendidos comunistas que iban invadiendo la cárcel, de día en día, inspiraban el más franco desprecio. Eran “verracos” de la peor categoría. Aislados, dejados de lado, con sus manos limpias, sus cuellos, sus eternas imprecaciones contra el Gobierno del abyecto Machete, se les había asignado un lugar de reunión junto a la galera de los invertidos cuya reja, siempre cerrada por temor a complicaciones, era vigilada por un guardián especial. De este modo, La Santiaguera, Sexo Loco, Malvaloca, La Desquiciada, La Madrileña, tendrían a quien dirigir sus guiños con rimmel, cuando un baile, tolerado por el alcaide, no los retenía en el interior de aquella sala común, que olía a burdel y a polvos de arroz… Estos últimos presos eran, sin duda, los más afortunados, ya que las condenas “por ofensas a la moral” no solían prolongarse más allá de un mes. Con los “comunistas” la cosa cambiaba. Muchos desconocían la Internacional e ignoraban hasta el significado del término “materialismo histórico”, pero como los expertos habían declarado que pretendían imponer el régimen soviético, padecían los rigores de una cárcel-lotería preventiva, que podía traducirse, sin vaticinio posible, en cuestión de horas, de días, de meses o de olvido completo. Conque las autoridades hubiesen hallado en sus casas, después de un registro, algún volumen de cubierta roja -aunque se tratara del Kempis o Gamiani-, la situación se les complicaba. Pero poseer El Capital editado bajo portada blanca, no contribuía a agravar la reciente causa por sedición que un juez buen mozo, de cabellera plateada, ávido de popularidad, conducía con impúdico estrépito.
Las palabras de sus compañeros revelaban a Menegildo los hábitos y misterios de la ciudad. Ya le importaba saber si “me arrastro y soy soldado” era lombriz; “pelotero que no ve la bola” era anguila, o “gato que camina por los tejados sin romper las tejas” correspondía a la lengua del elefante, según decían. Guiado por esas definiciones sibilinas, imaginadas por los banqueros chinos para atraer al jugador, había arriesgado ya sus primeras monedas, a fijo o corrido, sobre las figuras del cooli charadero, o las de su compañera, la Manila de Matanzas. Gato en boca, marinero en oreja, cachimba en mano, el brujo amarillo y mostachudo había seducido también a Menegildo, con su cabeza hecha hipódromo de caballos, su gallo erguido sobre el esternón, su buque navegando a flor de vientre, su mono bebedor, su camarón colgado de la bragueta, y, por corazón, una ramera de gola y talle avispado. Si caracol era “guajiro que no iba al mercado”, pavo real “no alumbraba siendo faro”. Detrás de los hombros del mago-tablero-rifero, arlequín de bichos y cuadrillas, asomaban una monja cristiana y un venado como los títeres de un bululú. Además, los inventores de la Charada sólo habían necesitado 36 figuras para resumir las actividades y los anhelos esenciales del hombre. Y Radamés, que ahora jugaba a “Antón Perulero” con los machos de verdad, estaba simbólicamente representado en ese desfile de símbolos freudianos, luciendo una florida cola de pavo real.