_¡No hay do negro iguale! Yo atrancándome en la colonia, con lo bueye y la carreta, cuando había un elemento como tú en la familia…
– ¡La influensia! ¡Ná má que la influensia! ¡Con el eppiritismo, la politica y e ñañiguismo, va uno pa’rriba como volador de a peso!
Una campana vació el locutorio. Menegildo regresó a la galera. A pesar de las noticias halagüeñas del negro Antonio, una tristeza invencible se apoderaba de su espíritu. Tristeza hostigada por el estado de irritación sexual en que se hallaba. ¿Y Longina? La última imagen de ella que quedó grabada en sus retinas le obsesionaba continuamente, y tanto más ahora que, por un inexplicable fenómeno, iba perdiendo precisión y contorno. ¿Cómo era, en realidad, la cara de Longina? Desgastada por el esfuerzo de las evocaciones, no era más que una forma obscura, sin nariz y sin boca. Pero lo que quedaba firme era el recuerdo físico de sus contactos, el calor de su piel, la suavidad de sus pliegues íntimos, el olor de sus senos. Además, este recuerdo era alimentado continuamente por el estado de celo en que vivían los presos. Conversaciones inacabables y siempre iguales sobre las mejores maneras de hacer el amor. Relatos de conquistas, más o menos deformados por imaginaciones caldeadas a fuerza de continencia. Y aquella fotografía de la “novia”, desnuda, carnosa y obscena, del presidente de la Galera, que este último alquilaba en cuarenta centavos por sesión limitada. ¡En un solo día aquel retrato, viajando por la galera de los chinos, había traído cinco dólares de beneficio neto a su dueño…! Una noche, después de dado el toque de silencio, un preso de la galera se levantó sigilosamente de su caballo de tubos y caños enmohecidos para atisbar, entre los barrotes de una claraboya, la fachada del hotel cuyas ventanas se abrían en los altos de la fonda. La Pescadora. Un verdadero alarido salió de su garganta:
– ¡Qué desprestigio, caballero!
Los presos se levantaron tumultuosamente, yendo a enmarcar los rostros entre las rejas para contemplar el interior de una habitación iluminada. Separada de ellos por unos cuantos metros de aire oliente a asfalto, una mujer rubia, americana sin duda, se iba despojando lentamente de su ajustador de encajes. Sus manos, yendo a reunirse entre los omóplatos, daban a sus brazos arabesco de alas. Luego, con gesto de quien pretendiera deshacerse de sus caderas, la mujer comenzó a evadirse de una ancha faja, que dos dedos tiraban hacia el suelo. Cerró el armario, y el espejo, colocado en un ángulo nuevo, reveló la presencia de un hombre acostado, que leía un periódico. La rubia, desnuda, se instaló a su lado, con brusco sobresalto del bastidor. Cincuenta miradas ansiosas convergían hacia el muslo que un pulgar rascaba levemente. Un seno rozó varias veces el codo del hombre sin que éste abandonara la hoja impresa. ¿Conferencia del desarme? ¿Cooperativismo? Los dedos de la mujer esbozaron mimos que no dieron el menor resultado. Se volvieron entonces hacia un pomo de caramelos que descansaba en la mesita de noche. En coro los presos aullaron:
– ¡Aprovecha…! ¡Verraco…! ¡Qué esperas…!
La obscuridad se hizo en la habitación. Los brigadas irrumpieron en la galera. Cada cual regresó a su “caballo”, soltando palabrotas y risotadas gruesas. Menegildo hundió el rostro en la almohada para prolongar la visión interior de aquella carne de hembra rubia -primera desnudez rosada que contempló en su vida. ¿Qué prestigio quedaban a las cartas de amor enviadas a muchos detenidos por los “hombre-afroditas” de la galera 7; a la fotografía de la novia de Güititío; a las “muchachas” -encarcelados demasiado hermosos, que los compañeros se encargaban de prostituir a la fuerza, con la complicidad de los brigadas-; a la caja de cigarros moscatel y otros aparatos eróticos, ante aquel cuadro viviente que cincuenta hombres exasperados habían visto aquella noche? ¡Ah, Longina, Longina!
A la mañana siguiente, después de la limpieza de los patios, Menegildo fue llamado al locutorio, a pesar de que no era día de visitas. Bajó las anchas escaleras de peldaños ulcerados, preguntándose quién vendría a verlo. Un rostro obscuro se dibujó detrás de las rejillas.
– ¡Longina!
– ¡Aquí toy! ¡Mi santo! ¡Mi marío!
– ¿Y cómo puditte venil?
– ¡Le llevé dié peso a Napolión cuando dolmía! Y arruché con la misma con los dos gallo malayo que etaba preparando pa la pelea del domingo. Me quiso vendel en dos monea a un amigo de la partida…
Longina alzó una jaba, en que cuatro patas de ave buscaban un imposible equilibrio.
– ¡Valen una pila de peso! Pa venderlo cuando tú sagga.
– Negra… ¡Tú ere e diablo! ¿Y la familia por ayá?
– A Ambarina dicen que le dio un aire y se pasmó, pero que ya tá buena. Salomé hizo limpial la casa con agua de tabaco, a ver si se quitaba la salasión y Dio te amparaba. Tu padre tuvo que vendel una yunta en veinte peso, porque la cosa está muy mala… Aquí te traigo uno tabaco y la et’tampa de la Vilgen…
– ¡Grasia!
– ¡Ah…! Y dise Antonio que supe dónde vivía y lo vi horita, que la semana que viene tú etará en la calle…
– ¡Dio te oiga!
– ¡Menegid’do santo! Yo que me quería moril, pensando que tú me había ov’vidao…
– Si no tuviera la reja, tú vería lo que iba a pasal aquí mim’mo…
– Ya faltan poco días. Antonio me va a lleval a un solar donde hay cuarto a do peso con colombina y batea. Yo sé laval y planchal y coso ag’guna vesse. Voy a buc’cal trabajo.
– ¡Negra, tú ere fenómeno!
34 Cielo redondo
Gracias a la intervención del concejal Uñita y a la defensa perfectamente ininteligible de un abogado con lengua de estopa, postulado para las elecciones y traído por el negro Antonio, Menegildo, agobiado por todas las taras de una herencia cargada, contaminado por el medio, víctima de “malos ejemplos”, salió “arsuelto”. Además, nadie pudo dar con Napolión, que emigró a un ingenio vecino, junto con su partida de negros desarrapados, sin dejar huellas… Después de uin almuerzo abundante en la fonda de chinos, con cebolla y café gratuitos, el mozo comenzó a recorrer la ciudad con Longina y el primo. Ciudad cuya vida gravitaba en torno al ombligo social representado por el parque central -parque de categoría glorieta, huérfano, por tradición, de árboles o flores. Allí, en horas de retreta, los habitantes paseaban en círculo, interminablemente, para oír el cornetín solista, “toro” en el arte de perfilar un aria de la Traviata o un final de danzón arrumbado. Los adinerados aprovechaban la ocasión para elevar sus automóviles a la categoría de caballos de tiovivo y estarse dando vueltas, durante horas, por los cuatro trozos de calle que orlaban la acera del parque. Bajo portales de arcos coloniales, los socios del Ateneo lucían sus calcetines de seda, mientras los bebedores se reclinaban en las barras del café de París o del hotel Yauco. A las once, cuando los músicos habían enfundado sus instrumentos y se vaciaban los cines, el parque era desertado con increíble rapidez. Entonces, los de la tertulia habitual arrimaban sillas al pie de la estatua de Plácido y se enfrascaban en conversaciones sin nervio, propias de quien no tiene nada que decirse, hasta las tres de la madrugada, hora en que los cinco verdaderos noctámbulos de la población iban a instalarse en el quiosco del Trianón, abierto toda la noche, en espera del alba.
A las dos de la tarde, aquel parque no pasaba de ser un desierto de cemento invadido por una reverberación de incendio -desierto que hasta los perros esquivaban por temor a quemarse las patas. Antonio condujo a Menegildo y Longina hacia la calle comercial, donde los dependientes dormitaban detrás de sus mostradores, entre percalinas y organdíes, en espera de clientes. Los confites se derretían en sus pomos; las camisas se descolorían tras de las vidrieras. El olor de la talabartería dominaba la calle entera. Y las muestras más inesperadas surgían de las fachadas o se recalentaban en las puertas: monos con zapatos de hebilla y catalejo en la diestra; perros plateados; Neptunos y Liborios de marmolina; negritos con la gorra eléctrica… A la izquierda de la catedral, Antonio tomó una calle en cuesta empinada que conducía a los muelles. La invisibilidad del mar constituía una peculiaridad de aquella población. Cuando ya se escuchaban empellones líquidos bajo el pilotaje de los espigones, los almacenes, hangares y vagones color de herrumbe se encargaban todavía de ocultar el agua verde con una barrera inacabable. Por fin, Menegildo percibió un olor de marisma y pudo apoyarse en un parapeto cuyos ángulos cobijaban diminutas playas de arena sucia llenas de cachuchas pesqueras.
– ¡Eto sí que e grande, caballero!
Allá, frente a la desembocadura del río, se abría el diorama del horizonte inmenso, salpicado de lentejuelas resplandecientes. Mar verde, sin espuma, con nervaduras de sal y paquetes de algas viajeras. Un buque de carga, humo a la ciudad, navegaba hacia un cielo en que nubes con barbas de anciano envolvían un arco de luna… (Sobre ese arco se habían posado los pies de la Virgen de la Caridad, cuando aplacó la tormenta que quiso beberse a Juan Odio, Juan Indio y Juan Esclavo. En el regazo de las Once Mil Vírgenes se bañaban las corzas, mientras el macho mordisqueaba semillas al pie de una “uva caleta”, cuyos abanicos aceleraban el correr de la brisa. El cangrejo, con patas de palo y ojos de peonía, guerreaba en sus fortines de dienteperro. Y un pez mujer, heredero de eras cuaternarias, moría de soledad centenaria en alguna ensenada arenosa. Sobre polvo y ruina de miríadas de caracoles, el manatí, bastardo de pez y jutía, se calentaba el vientre al sol, y los “majases” viejos, cubiertos de mataduras y pelos blancos, regresaban al Océano maldiciendo al hombre que no los mató cuando se atravesaron en su camino como liana viviente. ¡Madremar, madrenácar, madreámbar, madrecoral! Madreazul cuajada de estrellas temblorosas, cuando las barcas de pesca partían a media noche, llevando una vela encendida en la proa…) Las aletas de un escualo cortaron cinco olas niñas que rodaban hacia tierra asidas de la mano.