– ¿Utedes quieren dal un paseo en bote?
Un pescador tuerto, con los pantalones enrollados a media pierna, hacía señas a Menegildo desde su embarcación.
– ¿Por el mar…? ¡Pal cara!
– Por do peseta loj llevo hasta la cortina e San Luí.
Sin responder, Menegildo se alejó apresuradamente del parapeto seguido por Longina y el negro Antonio.
– ¡Si te cae en el mar, suet’ta to e pellejo! -dijo Menegildo sentenciosamente recordando lo que decían los guajiros de tierra adentro.
Siguieron los muelles, donde una grúa amontonaba sacos de azúcar en el vientre de un Marú japonés. Algunos marinos noruegos salían de una bodega con las pipas encajadas en la boca hasta el horno. Varias prostitutas, ajadas, miserables, llamaban a los transeúntes desde las puertas entornadas de sus accesorios de catre y palangana. Un aparato de radio dejaba caer sonoridades estridentes sobre las botellas de un bar. Y por todas partes, en bancos, bajo soportales, en la sombra de los quicios, grupos de hombres sin trabajo se refugiaban en el embrutecimiento de una miseria contemplativa que encontraba ya esfuerzo estéril en el gesto de implorar limosnas. Muchos dormían sus borracheras de alcoholes baratos… Cuando se llega a tal estado de abandono, el único modo de maniatar los últimos resabios de la dignidad está en invertir toda moneda en copas de aguardiente. También hay el alimento de aquellos que aún tienen esperanzas y restos de iniciativa: el “paicao”, las “tres chapitas”, el silo o el juego a espadas y bastos. Aquello tenía también su poesía:
De la cotidiana aplicación de esta mitología de naipes vivían casi todos los vecinos del Solar de la Lipidia, donde Longina había alquilado una habitación. Habitación con puertas azules que se abrían sobre un vasto patio lleno de sol, colillas de cigarros, chiquillos desnudos y horquetas de tendederas. Un letrero colocado en la entrada prohibía reuniones junto al biombo sucio, constelado de malas palabras, que servía de frontera entre la acera y el interior. Albañiles “sin pega”, politiqueros sin candidato, señeros faltos de baile, vendedores de periódicos, dulceros ambulantes, regían un gineceo pigmentado-achinado-canelo que removía al ambiente con sus batas, chales de azafrán, chancletas y aretes de celuloide. Quien no era alimentado por la plancha de la concubina, vivía de la invocación del milagro, en espera de que la faja con hebilla de oro o el flus fuese a parar a los estantes de la casa de empeños. Cuando, golpeando un cajón, alguien cantaba:
hacía tiempo ya que el “Longine Roskó” estaba plegado en un bolsillo, en estado de papeleta de La Corona Imperial o El Féni. Sólo dos inquilinos hacían figura de ricos en aquella cuartería: Cándida Valdé, la mulata caliente, cuyo alquiler era pagado por un “peninsular”, dueño de tren de lavado, que había adornado la habitación con un baúl de tapa redonda guarnecido de calcomanías, y Crescencio Peñalver, negro presumido, que se desgañitaba cantando arias de ópera apenas la ducha comenzaba a gotear sobre su cabeza -cuando un capricho del “acuedulto” no dejaba a la ciudad entera sin agua. Su voz de barítono y su aire erudito y entendido le permitían vivir de las mujeres, en espera del día en que embarcara para Milán con el fin de “desarrollar la vó” y cantar Oteyo en la Escala. Pretendía seguir el ejemplo de aquel ilustre Gumersindo García-Limpo, pariente suyo, según decía, y que su imaginación había creado con tal relieve, que más de un cronita de las Sociedades de color citaba su nombre entre las figuras egregias de la raza. Crescencio Peñalver miraba con arrogancia a sus vecinos, ya que toda oportunidad le era favorable para exhibir un recorte del Semáforo, impreso con caracteres de punto desigual, en que se calificaba su interpretación del cuarteto de Rigoletto -que cantaba en solista- de “comparable a la de Gumersindo García-Limpo”. Pero esto no le impedía comer del puesto de chinos, como los demás, y hacer crujir la colombina de Cándida Valdé cuando el peninsular se iba a repartir la ropa, llevando una cesta elíptica a la cabeza.
Apenas Longina se dispuso a calentar el café para Antonio y Menegildo, comenzaron a llegar visitas. Soltando la plancha, las comadres invadieron la habitación. Ante sus ojos, la condición de excarcelado confería un mérito más al mozo. Casi todos los maríos habían pasado por ahí, y sabían lo que era eso. Como las sombras se alargaban en el patio, la tertulia se trasladó al fresco, junto a las bateas y barriles. Atraído por la botella de ron que un chiquillo traía por encargo de Menegildo, Crescencio Peñalver vino a contar su historia. Pronto cundieron sus calderones atronadores.
– ¡Cómo canta e negro ese! -exclamaba Menegildo.
…Cuando se encendieron las primeras bombillas, el corro reunía a todo el vecindario. Las botellas vacías se alineaban en un rincón del patio. Elpidio el albañil afinaba su guitarra, mientras los del Sexteto Física Popular, compañeros del negro Antonio, templaban sus tambores. Cándida Valdé contemplaba a Crescencio con incendiada hostilidad, viendo que todas sus sonrisas se dirigían a Candelaria, la hija de Mersé.
Una gritería general malaxaba conversaciones sobre política, los dolores del parto, el espiritismo, el velorio de mi difunto marío, el verso de la charada, la poca vergüenza del empeñista, la pelota y el “pasmo” de la plancha, al tanto que Crescencio, sin darse por vencido, dominaba el estrépito con las notas agudas de “lan dona emóbile, cuá pluma viento…” Pero los soneros se iban impacientando:
– ¡Delirio! ¡Opera…!
Crescencio, abatido en pleno vuelo, sentenció:
– ¡Qué incultura!
Cándida, que ya estallaba de celos, y recordaba que aquella misma mañana el desgraciado ese había saqueado el baúl de las calcomanías en busca de dinero, afianzó el puño en la cadera y gritó ásperamente:
– ¡No se ha mirao en el ep’pejo, y quiere hablal en italiano! ¡No cante má basura, compadre!
Dos bofetadas le incendieron las mejillas.
– ¡Desgraciado! ¡Te voy a picar la cara…! ¡Deja que venga mi marío!
– ¿E gallego ese?
– ¡Má macho que tú!
Tremolaron chales y brazos. El agua lechosa de una batea corrió por las vertientes del patio. Gritos y empellones. Mersé, gateando, trataba de salvar las ropas pisoteadas por los combatientes. Candelaria huyó hacia la calle, tocando “pito de auxilio”. Al fin, el policía de posta hizo su aparición. Crescencio se ocultó en las profundidades del solar, mientras Cándida caía en brazos de las mujeres, simulando un ataque. Los tambores del Sexteto comenzaron a sonar. “¡Una mala interpretación! ¡Aquí no ha pasao ná!” El vigilante, perplejo, acabó por aceptar una copa de ron.
A media noche, el policía volvió para reclamar el silencio. Antonio se despidió de Menegildo:
– Y no ov’vide que e rompimiento e pal sábado. Vete reuniendo los cuatro peso, y cómprate un gallo bien negro. Que no sea muy grande. ¡Ñangaíto y yo te presentamo!
El mozo, algo ebrio, se encerró en la habitación con Longina. Se desnudaron rápidamente. Afuera se oían los ecos de un claxon lejano, los ronquidos del heredero de Gumersindo García-Limpo y las quejas de cachorro de la mulata, narrándole al “peninsular” sus desventuras. Cuando la luna asomó sobre los tejados del solar, dos cuerpos se apretaban aún, tras de una puerta celeste, entre un jarro de café frío y una estampa de San Lázaro.
– ¿Veldá que no vamos a volvel al caserío, sssielo?
– ¡Aquí e donde se gosa!
35 ¡Ecue-Yamba-O!
El Ford renqueaba por carretera constelada de baches. Tuerto de focos, alumbraba débilmente una doble hilera de laureles polvorientos. Detrás, a ambos lados, se alzaba la caña, apretada, uniforme, como en todas partes… La “máquina” se detuvo al pie de una colina cubierta de maleza. El negro Antonio hizo bajar a Menegildo. Se cercioró de que el auto volvía a la ciudad y tomó un sendero abierto entre setos de cardón. De trecho en trecho un flamboyán mecía ramos de púrpura sobre sus cabezas.
Pronto alcanzaron un grupo de negros que andaban en la misma dirección:
– Enagüeriero.
– Enagüeriero.
Y un confuso retumbar de tambores comenzó a inquietar la noche surcada de efluvios tibios. Una batería sorda, misteriosa, que parecía colaborar con la naturaleza, repercutiendo en el tronco de los árboles; vago latido -imposible de localizar- que se cernía sobre las frondas y anclaba en los oídos… El ritmo metálico, inflexible, de la ciudad, se había borrado totalmente ante la encantación humana de los atabales. La tierra parecía escuchar con todos sus poros. Las hierbas estaban de puntillas. Las hojas se volvían hacia el ruido.
– Están tocando llanto -dijo alguien.
Cien dedos seguían auscultando las sombras.
El pequeño batey triangular, cercado de tablas, ramas y alambre de púas, estaba lleno de ecobios y neófitos. Se hablaba en voz baja. En el bohío del Iyamba se encontraban los altos dignatarios de la Potencia, haciendo sonar fúnebremente sus tambores en honor de los muertos que comerían al día siguiente. Un farol de vía, colocado en el suelo, iluminaba caras graves, haciendo crecer fantasmas de manos en las pencas del techo.