Junto al bohío, Menegildo observó una construcción cuadrada, de madera roja, cubierta de yaguas. En la puerta, cerrada, se ostentaba la firma del Juego trazada con tiza amarilla, tal cual se la había enseñado a dibujar el negro Antonio: un círculo, coronado por tres cruces, que encerraba dos triángulos, una palma y una culebra.
– ¡El Cuarto Fambá! -exclamó Menegildo sin poder desprender las miradas de aquella puerta que encerraba los secretos supremos, clave de las desconcertantes leyes de equilibrio que rigen la vida de los hombres, esa vida que podía torcerse o llenarse de ventura por la mera intervención de diez granos de maíz colocados de cierta manera.
– Dame el enkiko -dijo el negro Antonio.
El padrino dejó a Menegildo en un rincón del batey, y entró en el bohío con el gallo negro agarrado por las patas. Varias sombras entraron detrás de él, ocultando la llama del farol. Entonces callaron bruscamente los toques de llanto. En la casa se encendieron algunos quinqués. El negro Antonio reapareció, trayendo una venda y un trozo de yeso amarillo. Menegildo estaba trémulo de miedo. De buenas ganas hubiera echado a correr.
– ¡Antonio! -imploró.
Pero en aquel momento el negro Antonio estaba muy lejos de su marímbula y del Sexteto Física Popular, de su guante de pelota y de los Panteras de la Loma. No pensaba siquiera en la cálida María la O, ni en la causa pendiente por escándalo en el baile de Juana Lloviznita. La proximidad del juego esotérico le imprimía triple surco en el ceño. Hablaba con voz dura y profunda; el momento no era para bromas ni “rajaduras”:
– Hay que preparalse pal juramento -dijo.
Menegildo se despojó de su camiseta rayada y de sus zapatos de piel de cerdo. Se recogió los pantalones hasta las rodillas. Una medalla de San Lázaro relucía entre sus clavículas. El negro Antonio tomó el yeso y le dibujó una cruz en la frente; una en cada mano, dos en las espaldas, dos en el pecho, y una en cada tobillo. Luego, con gestos bruscos, vendó fuertemente al neófito. Menegildo se sintió asido por un brazo; anduvo hasta el centro del batey. Por el rumor de pasos adivinó que otros eran conducidos como él.
– ¡Jíncate!
Luego de hacerlo arrodillar, el negro Antonio le obligó a apoyar los codos en el suelo. Todos los nuevos estaban como él, agazapados en círculo.
Se adelantó el portero-Famballén, sosteniendo bajo el brazo un tamborcito adornado con una cola de gallo. La voz del enkiko inmolado comenzó a sonar en la percusión aguda del empegó. (En el corazón de una palma se abrió el ojo dorado de Motoriongo, primer gallo sacrificado por los ñáñigos de allá)… Una serie de golpes secos, entrecortados de pausas bruscas. Y una voz burlona que grita:
– Nazacó, sacó, sacó, sacó, querembá, masangará…
Un gorro puntiagudo, rematado por un penacho de paja, asomó a la puerta del bohío. Se ocultó. Volvió a salir. Desapareció otra vez.
– Nazacó, sacó, sacó…
Una voz gritó detrás de Menegildo:
– Ñámalo, Arencibia, que no quiere salil… Las falanges castigaron nuevamente el tambor.
– Ñámalo má…
La percusión se hizo furiosa, apremiante. Entonces un tremendo cucurucho negro surgió de la casa, seguido por un cuerpo en tablero de ajedrez. Ente sin rostro, con una alta cabezota triangular, fija en los hombros, en cuyo extremo miraban sin mirar dos pupilas de cartón pintado, cosidas con hilo blanco. Sobre el pecho, la extraña cogulla se deshacía en barbas de fibra amarilla. Detrás de la cabezota cónica colgaba un sombrero de copa chata, adornado por un triángulo y una cruz blanca… Cinturón de cencerros y cencerros en los tobillos. Cola de percalina enrollada al cinto. La escoba amarga en la diestra, y el Palo Macombo -cetro de exorcismos- en la siniestra. ¡Ireme, ireme! ¡La Potencia rompió, yamba-ó!
El Diablito se adelantó, brincando de lado como pájaro en celo, al ritmo cada vez más imperioso del tamborcito. Su danza remozaba tradiciones de grandes mascaradas tabúes y evocaba glorias de cabildos coloniales. Cayendo sin llegar a caer, proyectándose como saltador en cámara lenta, con repiqueteo de marugas y desgarres de rafia, la tarasca mágica saltó por encima del lomo tembloroso de cada neófito, pasándole el gallo tibio y babeante por los hombros, y envolviéndolo en un torbellino de vellón negro, piojillos y plumas.
Cuando hubo purificado a todos, el Diablito corrió hasta la entrada del batey, y arrojó el enkiko al camino. Luego se ocultó en el bohío. Calló el tamborcito invocador. Los nuevos se levantaron. Cada uno fue conducido por su padrino hasta la entrada de la choza, donde los esperaba el Munifambá de la Potencia. El guardián de los secretos los obligó a girar sobre sí mismos para hacerles perder el sentido de la orientación. Después se les hizo entrar en el bohío, siempre vendados. El Munifambá confió los neófitos al Iyamba. Este se dirigió gravemente al fondo, de la habitación y abrió una puerta secreta que conducía al Cuarto Fambá. Los neófitos fueron introducidos en el santuario, uno por uno, y se les hizo arrodillar ante un altar que no verían durante mucho tiempo todavía: Mesa cubierta de papel rojo, rodeada de flores de papel y ofrendas en jícaras y latas, todo bajo el signo de una cruz católica. Y en el centro, la garbosa arquitectura del Senseribó, con sus cuatro plumas de avestruces, negras, relucientes, plantadas en los puntos cardinales de un copón ciego, cubierto de conchas. ¡Secreto surtidor de hebras animales! ¡Pluma bengué, Pluma mogobión, Pluma abacuá, Pluma manantión! Cuatro plumas, porque cuatro fueron las hojas de aquellas palmas. Y donde cimbrea la palma, vive la fuerza de Ecue, que se venera cara al sol, cuando el chivo ha sido degollado entre cuatro colinas hostiles.
Bajo sus vendas, los ojos de los iniciados se dilataron. Los invadía un extraño malestar. Algo raro acontecía detrás de ellos, en un rincón del santuario… RRRRrrrruuuu… RRRRrrrruuuu… RRRRrrrruuuu… Algo como croar de sapo, lima que raspa cascos de mulo, siseo de culebra, queja de cuero torcido. Intermitente, neto pero inexplicable, el ruido persistía. Partía de una caja colocada al fondo del cuarto, cubierta por un trozo de yagua, y atada con bejucos. ¿Tambor, reptil, cosa mala, queja…? ¡El Ecue…! Menegildo sentía la carne de gallina subirse a sus espaldas, como manta movida por mano invisible. ¿No le había advertido el negro Antonio que aquello sí era grande? ¡El Ecue…! Ya debían estar surgiendo de la tierra, bajo las ramas de los árboles cercanos, los postes que hablan, cráneos trepadores, vísceras que andan, hechiceros con cuernos, llamadores de lluvia y pieles agoreras, que habían asistido, allá en Guinea, al nacimiento del primer aparato condensador del Ecue…
En aquellos tiempos los Obones eran tres, los tambores rituales eran tres, las firmas eran tres. El 4 no había revelado todavía su poder oculto. Tres Obones, ungidos ya por la divinidad, deliberaban misteriosamente, al pie de una palma con sombras de encaje. Pero les faltaba aún el signo divino que habría de darles fe en su misión… Ya los reyes y príncipes habían comenzado a trocar hombres negros por tricornios charolados, tiaras de abalorios, libreas y entorchados de segunda mano, traídos por marinos rapaces, señores de urcas y galeotas. Los Obones deliberaban, sin saber que un Nazacó, oculto detrás de un aromo, escuchaba sus palabras. Y he aquí que Sicanecua, negra linda, esposa del hechicero, se dirige al río Yecanebión, llevando su cántaro al hombro. Por esos años el mundo era más acogedor. Cada casa de fibra y palma se abría en la sabana como un Domingo de Ramos. Y Sicanecua cantaba la canción de las siete cebras que comieron siete hebras y siete lirios, cuando observó que algo bramaba, entre los juncos, como un buey. ¿Buey enano, duende buey? Y Sicanecua atrapa el prodigioso ser-instrumentos, y lo encierra en su cántaro amasado con barro de calveros. Era un pez roncador como nunca se viera otro en la comarca. La mujer corre a mostrar el hallazgo a su marido-nazacó. Este rompe el triángulo de los Obones, y les dice: “¡He aquí el signo esperado!” Con la piel del pez roncador se construye el primer Ecue-llamador. Y como ninguna hembra es capaz de guardar secretos, los tres Obones y el Nazacó degüellan a Sicanecua, y la entierran, con danzas y cantos, bajo el tronco de la palma. El número 4 había surgido. Y desde entonces, al amparo de Ecue, los Obones fueron cuatro, cuatro los tambores, cuatro los símbolos… RRRRrrrruuuu… RRRRrrrruuuu… RRRRrrrruuuu…
El Iyamba alzó una cazuela, donde el Diablito había dejado preparada la Mocuba. Mojó la cabeza de cada neófito con una gárgara del líquido santo, mezcla de sangre de gallo, pólvora, tabaco, pimienta, ajonjolí y aguardiente de caña. El Isué, segundo Obón de la Potencia, preguntó entonces:
– ¿Jura usté decil la verdá?
– ¡Sí señol!
– ¿Pa qué viene usté a esta Potencia?
– ¡Pa socorrel a mi’hemmanos!
El Isué declaró con voz sorda, monótona:
Y los iniciados se santiguaron, salmodiando en coro:
Los nuevos ecobios fueron sacados del Cuarto Fambá, donde el Ecue seguía sonando con insistencia inquietante -ruido que obsesionaría a Menegildo durante varias semanas. En la habitación principal del bohío cayeron las vendas. Los iniciados se vistieron, y se les presentó a cada miembro de la Potencia. Toparon pectorales. ¡Ya tos debían reconocelse y ayudalse! ¡Pa eso eran hemmanos…! Colgado de un testero, una imagen del Sagrado Corazón de Jesús son reía en sordina. Menegildo identificó al Iyamba de la Potencia: era el presidente del comité reeleccionista de su barrio.
Afuera, la música sagrada entonó un himno de gracia: porrazos en piel de chivo, síncopas y sacudidas.