En el portal de la barbería Brazo y Cerebro, alzando la brocha enjabonada como un ostensorio, don Dámaso sonreía a la patrona de su villa. Con las mejillas cubiertas de nieve perfumada, un político de color lo aguardaba rezongando herejías, mientras arañaba con furia el terciopelo verde de un sillón Koken, de marca norteamericana.
38 Niños
A media tarde una sombra transparente llenaba de silencio algunas casas de la cuadra. Las aldabas de las puertas se calentaban al sol y la calle era surcada a veces por la sombra de un aura. Mientras la usina de batea, espuma y plancha zumbaba a sus espaldas, con revuelo de faldas y sucedidos de comadres, Menegildo, sentado frente al solar en el borde de la acera, se divertía interminablemente contemplando los juegos de los niños. Fuera del “dale al que no te da”, de “su madre el último” y “con la peste…”, elementos constantes, las modas más imprevistas solían variar de día en día el carácter de esos entretenimientos. Una mañana todos los chicos amanecían alzados en coturnos, como trágicos antiguos, con una lata de leche condensada debajo de cada pie. Más tarde, las estacas de la quimbumbia iban a encajarse, con chasquido húmedo, en un medio barril lleno de lodo. Luego, el anhelo de ver el mundo desde lo alto se traducía en una fabricación de zancos, en espera del regreso a los “papalotes” de cuchilla, que combatían en el poniente dándose violentos cabezazos de costado… Pero en ciertas ocasiones, los juguetes y tarabillas eran repentinamente olvidados. Los nueve negritos del solar se reunían gravemente en la esquina, junto al Cayuco. El jefe de la partida, arqueando las piernas sobre la reja de la alcantarilla, dictaba órdenes misteriosas. Y los niños partían en fila india, rozando los muros con los dedos, siguiendo aceras altas y accidentadas como senda de montaña.
(…Por el hueco de una tapia penetraban a gatas en un jardín lleno de frutales sin podar y yerbas malas, donde puñados de mariposas blancas se alzaban en vuelo medroso. Los cráneos rapados surgían como pelotas de cuero pardo entre anchas calabazas color de cobre viejo. Cada flor era herida por un prendedor de libélula. Listada de azufre, las avispas gravitaban entre campanas con bordón de azúcar. Olía a almendras verdes y a guayaba fermentada… Los niños se arrastraban hacia el zaguán de la casa desierta y mal custodiada. El Cayuco arrancaba una alcayata, empujaba la puerta y todos entraban en un cobertizo lleno de aire caliente. Sacos de afrecho, dispuestos en tongas asimétricas, formaban una escalera que alcanzaba el borde de un tabique de tablas. Del otro lado, un alto aparador permitía invadir una habitación llena de muebles carcomidos y periódicos amarillos. Era aquélla la Cueva de las Jaibas. Pescando en la costa, los chicos habían envidiado muchas veces a los cangrejos, que solían ocultarse en antros de roca llenos de sombras glaucas y misteriosas dependencias. ¡Cuánto hubieran dado por tener el alto de un erizo y poder penetrar también en esos laberintos de paz! Ahora, en esa casa inhabitada hallaban el escondrijo apetecido. Cada cual era “jaiba” y aceptaba que aquella habitación se encontraba en el fondo del mar. Si alguno abriera las ventanas, todos morirían ahogados… El hallazgo de la cueva había conferido a los que estaban en el secreto una superioridad sobre todos los chicos del barrio. Los otros adivinaban que los fieles de Cayuco disfrutaban de extraordinarios privilegios. El rumor de que “poseían una cueva en el mar”, sus desapariciones durante tardes enteras, la arcana alegría que nimbaba sus regresos, quitaban el sueño a muchos envidiosos del vecindario, poniendo en la atmósfera un olor de prodigio. Se multiplicaban las cábalas y tabúes, las aldabas brujas, los grafitos absurdos, la inexplicable necesidad de tocar el caracol que estaba incrustado en la muralla de la frutería cada vez que se pasara por ahí… Pero la Cueva de las Jaibas seguía ignorada. Sus propietarios habrían linchado fríamente al miembro de un clan opuesto que se hubiese aventurado, por casualidad, en terreno prohibido. Y más ahora, que habían encontrado a su reina en una gaveta llena de papeles. Era un grabado de revista francesa que mostraba a una mujer desnuda erguida en una playa. Sus ojos, dibujados de frente, seguían siempre al observador, cualquiera que fuera el ángulo en que se colocara. Los niños obsesionados por esa mirada, que venía acompañada de una turbadora revelación anatómica. Después de un primer choque con sus sentidos nacientes, esa emoción física había derivado hacia un culto de una pureza sorprendente. Todos la amaban con mágico respeto. La imagen venía a llenar en ellos una necesidad de fervor religioso. Ninguno se atrevía a pronunciar malas palabras u orinar en su presencia. La contemplaban interminablemente en esa atmósfera sofocante, solos en el planeta, hasta que el Cayuco, haciendo sonar ritualmente los elásticos de un corsé deshilachado, sentenciaba:
– ¡Se cerró!
La reina volvía a su gaveta. Los chicos trepaban al aparador, descendían los peldaños de sacos, cerraban la puerta y se zambullían entre las calabazas para reaparecer como ludiones negros en el boquete de la tapia…)
En los momentos en que se estimaba necesario “dejar descansar la cueva”, la pandilla del Cayuco variaba de aspecto, volviéndose de una vulgaridad desesperante. El carácter nocivo del niño criollo salía a flote, con su ausencia de respeto por las propiedades, pudores, árboles o bestias. La cola de los cometas se llenaba de navajas Gillette y filos de vidrio. Se combatía a golpe de inmundicias. Cuando los chicos se desperdigaban por alguna propiedad de las inmediaciones, asolaban huertas y jardines, apedreando los mangos, desgarrando flores y destruyendo plantíos de calabazas para fabricarse “pitos” con los tallos huecos. Durante días y días se consagraban, con enojosa insistencia, a lanzar guijarros a los alumnos del Colegio Metodista cuando regresaban de clase, o a abrirse la bragueta al paso de las niñas bien peinadas y con calcetines limpios, que emprendían una fuga digna, apretando nerviosamente sus libros de inglés sobre el pecho. Sabiendo que un vecino tenía una hermana loca encerrada en una habitación de su casa, tiraban latas y palos al tejado para enfurecer a la demente. Y cuando aún sonaban sus aullidos detrás del muro, la pandilla de descamisados lograba encolerizar a un pobre de espíritu, a quien el apodo absurdo de Caldo de Gallo era capaz de hacer cometer asesinatos. El viejo tonto desenvainaba un cuchillo y se daba a agotar imprecaciones, mientras el puñado de cabezas negras asomaba en una esquina clamando:
– ¡Caldo e Gallo! ¡Caldo e Gallo!
– ¡Eto muchacho son un diablo! -pensaba Menegildo conteniendo difícilmente la risa.
Menegildo se reía. Se reía anchamente de esas travesuras. De no pensar que “estaba muy grande pa eso”, habría acompañado gustosamente a la pandilla en sus recorridos de piratería. Ahora que la ciudad lograba borrar en él todo recuerdo de la vida rural, con las disciplinas de sol, de savias y de luna que impone a quienes pisan tierra, el mozo se adaptaba maravillosamente a una existencia indolente cuyas perezas se iban adentrando en su carne. El cuarto estaba pagado con la venta de los gallos malayos. Longina planchaba para el amante de Cándida Valdés. Mientras hubiera para lo superfluo, nadie pensaba en los problemas esenciales, que no tardarían en plantearse. Carente de toda conciencia de clase, Menegildo tenía, en cambio, una conciencia total de su facultad de existir. Se sentía a sí mismo, pleno, duro, llenando su piel sin espacio perdido, con esa realidad esencial que es la del calor o del frío. Como le fuese permitido “tomar el fresco”, fumar algunos vegueros o hacer el amor, sus músculos, sus bronquios, su sexo, le daban una sensación de vivir que excluía toda angustia metafísica. Y ni siquiera un escrúpulo de vagancia lograba inquietarlo, ya que desde el día de su iniciación, los “ecobios” ñáñigos le daban de cuando en cuando la oportunidad de demostrarle a la gente del solar que trabajaba, y que el niño que comenzaba a crecer en el vientre de Longina estaría al amparo de penurias. No era raro que uno de los músicos del Sexteto Física Popular viniera a verlo de parte del negro Antonio:
– Elpidio etá detenío. Necesitamo que venga a toca bongó eta noche.
– ¿Adonde?
– En casa e Juana Lloviznita. ¡Hay baile allá!
– ¿Pagan?
– No. Hay ñusa y comía. Pero no te ocupe, que buc’camo alguno peso con lo político…
– ¡Barín!
A la caída de la tarde, el contrabajo, la marímbula, el bongó, el güiro y las maracas doblaban la esquina y penetraban en fila en una casa llena de gente. Los músicos se instalaban en el patio, bajo farolillos de color, y el primer son cundía como una marejada por sobre los techos vecinos. Los hombres, en mangas de camisa, luciendo tirantes tornasolados y cinturón de hebilla dorada, comenzaban a girar lentamente, abrazados a las mujeres de trata conseguidas por la dueña. Se bailaba en la sala, en el comedor y en la habitación dé Juana, en cuya cama yacían, revueltos, sombreros, cuellos y americanas. La fiesta seguía sus fases previstas, en una atmósfera de bestialidad y lujuria triste, hasta que algún borracho comenzara a ponerse pesado… Los músicos no eran privados de arroz con pollo ni ron. Pero, para obtener algunos pesos, había que hacer el elogio cantado de algún invitado. El concejal Uñita, Aniceto Quirino (“para senador”), y el representante Juan Pendiente eran sujetos siempre propicios. Pronto nacía un montuno laudatorio:
Muchas vocaciones de estadistas brotaban de este modo en los bailes de Juana Lloviznita. Y Menegildo regresaba al solar con dos pesos en el pañuelo. Había trabajado y se “había diveltío”, que era lo principal.