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39 La decapitación del Bautista

Cristalina Valdés, madre de Cándida, vivía en las afueras de la ciudad, en los confines de un barrio que ya olía a vacas y espartillo quemado. Había dos mamoncillos en su patio, un pozo profundísimo, un busto de Lenin y un rosal. En su casa, de catadura colonial, con pisos de baldosas encarnadas, reinaba una continua penumbra. En ménsulas y cornisas de armarios -puntos elevados de aquel interior- se encontraban tinajitas, tazas y vasos llenos de agua. En la sala, un retrato de Allán Kardek se avecinaba con un triángulo masónico, un Cristo italiano, el clásico San Lázaro cubano “printed in Switzerland”, una efigie de Maceo y una máscara de Víctor Hugo. Según Cristalina Valdés, todos los “hombres grandes” eran transmisores. Transmisores de una fuerza cósmica, indefinible, tan presente en el sol como en la fecundación de un óvulo o una catástrofe ferroviaria. Por ello, cualquier retrato, busto, modelo, caricatura o fotografía de hombre famoso y muerto que le cayera bajo la vista, venía a enriquecer el archivo iconográfico de su “Centro Espiritista”. Bajo el signo de Allán Kardek, todas las místicas hallaban una justificación. Catolicismo, prácticas de revival, brujería y hasta lejanas alusiones a Mahoma, el “santo” que unos pocos esclavos habían venerado en los barracones criollos… Además, Cristalina sabía. Sabía cuentos con músicas, de esos que ya casi nadie era capaz de narrar en el ritmo tradicional. El cuento del viejo de la talanquera que se casó con la Reina de España. El cuento del negro vago cuyo campo fue arado por tres jicoteas. El cuento del negro listo que metió dos bichos de cada clase en una canoa grande cuando la bola del mundo se cayó al mar… Cristalina sabía. Tanto sabía, que si anunciaba: “Esta talde naiden pasará por frente a mi casa”, el callejón permanecía desierto hasta la puesta del sol. Cada domingo, al final del día, Cándida traía fieles a las sesiones del Centro. Elpidio, el albañil, Crescencio Peñalver, Menegildo y Longina llegaban a la “guagua” de Las Delicias del Carmelo. Frontera entre el campo y la ciudad, la casa de Cristalina recibía visita de guajiros cuyos machetes estaban pringosos de zumo de caña. Como el “Cuarto Fambá” del Enellegüellé quedaba cerca, Menegildo reconocía algunos escobios entre los presentes. Un gramófono preparaba los ánimos, tocando “música de iglesia”. Cantaban las cuerdas el preludio de Lohengrín, misteriosamente extraviadas en el trópico, y se procedía a formar la cadena… Una de las asiduas al Centro era mal vista por Cristalina: Atilana, mulatica arribista, cuyas pretensiones a la mediunidad constituían un continuo peligro para el prestigio de aquellas veladas. Apenas el ambiente se hacía propicio para acoger los mensajes de la orilla obscura, la intrusa fingía caer en trance, echando a perder un trabajo preparado por Cristalina durante varios años… Aquella vez volvió a producirse el engorroso episodio. Cuando un silencio cargado de efluvios de axilas pareció anunciar una levitación de objetos, una rotación de mesas, la voz de Atilana rompió la paz:

– ¡Hem’mano mío! ¡Yo soy el ep’píritu del Apostólo Martí!

Un zumbido colérico se alzó en el fondo de la sala.

Alguien exclamó:

– ¡Deja que Cristalina caiga en transe! Tú ni eres medio ni eres ná.

– El ep’píritu del Apostólo, el ep’píritu del Apostólo…

Cristalina ordenó:

– ¡Rompan la cadena!

Las manos sudorosas perdieron contacto. Pero Atilana proseguía imperturbablemente, fijando en lo alto sus pupilas dilatadas:

– …He venido entre vosotros, hem’mano mío… Un policía, sentado al lado de Cristalina, creyó hallar un procedimiento decisivo para hacer callar a “la sujeto”:

– Échenle agua malnética.

Cristalina tomó un vaso de agua que estaba colocado en la cornisa de un armario y comenzó a rociar a la muchacha en la frente, en los hombros, en los brazos. Atilana tuvo un sobresalto nervioso. Crispó los dedos y, bajando los párpados, gritó con voz tajante:

– ¡Aguanten! ¡Que el instrumento ha tostao café!…

Ante el temor de pasmarse -¡y con lo malo que es eso!-, la médium cerró la boca para sumirse en un abatimiento rabioso. La cadena se construyó nuevamente. Pero como ningún espíritu condescendía en responder a las llamadas, se procedió a invocar el de Rosendo… Sesión poco interesante la de aquella noche, pero sesión que transformó a Menegildo en verdugo de San Juan Bautista, ya que el negocio le fue ofrecido por el negro Antonio en la “guagua” del regreso, bajo la claridad temblorosa del quinqué de carburo, cuya llama en tridente moría y renacía en cada bache de la calzada.

El parque de diversiones fue inaugurado en las inmediaciones de la gran carpa de circo que visitaba la ciudad, cada año, en otoño. Por la tarde, una parada, integrada por un elefante sucio, un camello con la giba caída, tres hienas y un león enjaulado, a más de algunos coches llenos de acróbatas vestidos de mallas descoloridas, recorrió la calle principal, seguida por la pandilla del Cayuco. Al romperse el cortejo se tiraron voladores, y la multitud invadió un yermo cercado, en que veinte barracas y una montaña rusa habían surgido del suelo. Un Bataclán avecindaba con una choza en que una boca del Orinoco adormecía su aburrimiento interminable. Más lejos, un enano proponía pelotas para “bañar al negro” que tiritaba sin ira en lo alto de una escalera plegadiza. Un museo reservado exhibía maniquíes enfermos de sífilis, a dos pasos del panóptico de fenómenos, cuyo organillo no cesaba de moler una giratoria sinfonía de siete notas.

LA DECAPITASIÓN DEL VAUTISTA

EL ASOMBRO DE LA SIENSIA

Entrada: 10 centavos

En el extremo del parque, en pleno vapor de cebolla frita, la barraca roja se alzaba, solitaria, con sus pinturas bárbaras, cabezas cortadas y troncos manando sangre como pellejos acuchillados. En un estrado de tablas, cubierto por un turbante, vestido con una larga bata roja, Menegildo se paseaba como fiera acosada, llevando un hacha de cartón en el hombro. De cuando en cuando lanzaba un grito estridente, se arrodillaba cara al público, y besaba el hacha, alzándola después en gesto de ofrenda. Se le había explicado que debía representar “la salasión de uno que le arrancó la cabeza a un santo”. Y Menegildo, consciente de su Papel, daba muestras de un talento dramático que maravillaba al mismo negro Antonio. El mozo desempeñaba su oficio de verdugo con una convicción absoluta. En horas de trabajo habría decapitado al propio Bautista si el santo, vestido de vellón de oveja, se hubiera aparecido entre los curiosos que rodeaban la barraca. Poco importaba que Crescendo Peñalver, envidioso, declarara que aquello “no era alte ni era ná”, y que el mozo estaba “sirviendo de mono”. Menegildo se había vuelto personaje en el solar. Medio Pilato, medio actor, se daba buena vida con el peso ganado diariamente en la barraca de los suplicios. El vientre de Longina crecía de día en día. El matrimonio prosperaba. El recuerdo del Central San Lucio iba perdiéndose en cendales de bruma. La casa de los Cué desaparecía entre las cañas, abismándose en un pasado de miseria, de barro y de aislamiento… Todavía debía durar allá el terrible tiempo muerto de calma canicular, de polvo, de tedio, de silencio, a la orilla de plantíos cuyos canutos acababan de hincharse lentamente. El ingenio permanecía mudo. Los relojes tenían doce horas. Se escuchaban las confidencias de la brisa y los vientres estaban apretados…

Una noche, al salir del parque de diversiones, Menegildo se encaminó hacia la casa de Juana Lloviznita, donde debía haber fiesta. Al llegar a la esquina de Pajarito y Agua Tibia, vio una aglomeración anormal en las aceras. Antes de poder enterarse de lo ocurrido, dos jaulas de la policía pasaron a toda velocidad por su lado. En uno de los carruajes divisó a los miembros del Sexteto Física Popular. El segundo estaba lleno de negros que no le eran conocidos. Erguida en el umbral de su casa, gesticulando y escupiendo, Juana lanzaba imprecaciones y mentadas de madre, mientras sus protegidas se marchaban apresuradamente, con los sombreros en la mano. Acababa de pasar lo que más de uno esperaba. Cuando mejor estaba el baile, los desgraciados del Sexteto Alma Tropical se habían aparecido por la cuadra. Comenzaron a tocar y cantar frente a la casa. Los del Física Popular delegaron a un emisario amenazador para desalojar a los músicos rivales. Recibido a empellones, la pelea se entabló entre los miembros de las dos orquestas. Volaron tambores, reventaron botijas, se astilló el contrabajo y las guitarras quedaron despedazadas. Los uniformes azules aparecían con la primera sangre, prendiendo a todo el mundo.

– ¡No tienen fundamento! ¡No tienen fundamento! -sollozaba Juana Lloviznita.

Cuando Menegildo regresó al solar, la noticia había despertado a todo el mundo. Las comadres se mesaban los cabellos. Las maldiciones se perfilaban en la noche del patio lleno de bateas. Y lo grave era qué el suceso venía a despertar viejas rencillas, olvidadas desde hacía meses. Chivos eran los habitantes de la ciudad alta, cuyas últimas casas se dispersaban entre las lomas circundantes. Sapos, los vecinos de las calles que terminaban a la orilla del agua salada. Chivos y sapos rivalizaban en las parrandas de Carnaval por presentar los altares más rutilantes y emperifollados. Y sapos todos eran los miembros de la Potencia ñáñiga del Enellegüellé, a la que pertenecía Menegildo, el negro Antonio, Elpidio y los del Sexteto Física Popular. Los chivos tenían su Ebión también: el Efó-Abacara, Potencia de antiguos, cuyo diablito era el maraquero del Alma Tropical. La ortodoxia y el liberalismo volvían a encontrarse frente a frente. Los antiguos sabían más lengua que los nuevos. Respetaban rituales que éstos pasaban por alto. Eran más estrictos en la admisión de nuevos “ecobios”… Ahora la guerra estaba declarada. ¡Yamba-ó! ¡Retumbarían las tumbas, renacerían las firmas, el yeso amarillo y el Cuarto Fambá…!