Un sinnúmero de batallas sordas se libraba ya en la ciudad. Mañana día de lotería. Los vendedores de periódicos, acostados al pie de las rotativas bajo frazadas de papel impreso, se miraban con ojos torvos. Bastarían una leve “mala interpretación” para provocar encuentros. Las jícaras de brujería florecerían ahora en los umbrales de las casas de la ciudad alta y de la ciudad baja. Los domingos tronaban los cuatro tambores rituales junto a los Cuartos Fambás. La fidelidad a los Ebiones se recrudecería al calor de las hostilidades. Y como la policía estaba sobre aviso, los primeros rompimientos se llevaron a cabo con el mayor secreto. Encerrados en una habitación del solar, los fieles percutían en cajones y sombreros de paja, entre cuatro paredes adornadas con pinturas de un día, representando los atributos y moradas rituales. Los grafitos mostraban la palma de Sicanecua, el pez roncador y el curso sinuoso del río Yecanebión. Entre dos firmas se erguía un Senseribó en miniatura, hecho con un brazalete de cobre y cuatro plumas de gallina. El Diablito era figurado por un muñeco montado en un disco de cartón.
Como la temporada del circo había terminado y el Bautista se estaba haciendo decapitar bajo otros cielos, Menegildo no faltaba a las reuniones de su grupo. Había olor a sangre en la atmósfera, aunque ningún combate hubiese opuesto todavía las fuerzas del Efó-Abacara a la del Enellegüellé.
40 El diablo
Nubes de tormenta se cernían sobre la guerra invisible. Los truenos del otoño habían velado el cielo aquella tarde, enfundando el sol y dejando luz de eclipse en la ciudad. Todavía el horizonte no olía a lluvia, y las olas del mar eran tan pesadas que no llevaban espuma. Menegildo estaba tumbado en la colombina, con el pecho húmedo de sudor, cuando el Cayuco entró en la habitación.
– Dice e negro Antonio que vaya pal parque en seguía, que hay un asunto malo por aya.
– Voy.
Menegildo se abotonó la camisa, se apretó el cinturón y ocultó el cuchillo en uno de sus bolsillos. Bajo el portal del Café de París, el negro Antonio le aguardaba al pie de su sillón de limpiabotas. Tenía el ceño fruncido.
– ¿Qué hubo? -preguntó Menegildo.
– ¡Quédate por aquí, que puede pasal algo!
– ¿Y eso?
– Hay uno del Efó-Abacara que va a venil a buccalme bronca. Si viene con otro le caemo entre lo do. Tú hatte el bobo.
– ¡Ya sabe que aquí hay un macho!
Comenzó una espera silenciosa. Antonio lustró dos pares de zapatos, con aire distraído, atisbando de tiempo en tiempo los cuatro costados de la plaza. De pronto exclamó entre dientes:
– ¡Ahí vienen!
Tres negros, que Menegildo veía por primera vez, se habían detenido en la esquina más próxima. Uno de ellos se separó del grupo, acercándose al limpiabotas. Antonio tomó una expresión distante y hostil, mirando hacia la gaveta de cepillos y latas de betún. El enemigo apoyó un brazo en el sillón, con aire de desafío. Antonio comentó, sin inmutarse:
– Hay mucho sitio donde podel uno descansal. El negro apoyó el otro brazo:
– ¡Aquí e donde se está cómodo!
– ¡Así se clavó uno!
– ¡No se ocupe, que yo no me clavo!
Hubo un instante de expectación. Menegildo se preguntaba lo que estaba esperando el primo para “caerle” a ese desgraciao, cuando Antonio se levantó súbitamente, echándose una mano al bolsillo:
– ¡Mira cómo está el diablo!
En sus dedos crispados, entre uñas rosadas, un pequeño collar de cuentas negras se retorcía como una culebra herida. Lentamente, Antonio alzó la mano hasta las narices del adversario, cuyos ojos espantados fijaban el extraño objeto viviente. Dio un salto atrás:
– ¡Oye! ¡El diablo está duro!
Y volviéndoles las espaldas fue a reunirse con sus compañeros en la esquina. Los tres se alejaron rápidamente. El diablo regresó al bolsillo, mientras Menegildo contemplaba, al primo con admiración.
– ¡El collar está trabajao en forma! -exclamó Antonio-. ¡Con eso no hay quien puea!
Menegildo reconstruía mentalmente la ceremonia de preparación de aquellos talismanes. El brujo, sentado detrás de una mesa de madera desnuda, sacando de jícaras llenas de un líquido espeso aquellos collares, aquellas cadenas, que se doblaban en espiral, formaba el 8, dibujaban un círculo, se arrastraban y palpitaban sobre el corazón del hombre con una vida tan real como la que hacía palpitar el corazón del hombre.
– ¡Me voy a tenel que comprar un muerto! -sentenció Antonio para sí mismo.
– ¿Un muerto?
– Sí. En el sementerio.
Menegildo sintió un escalofrío en la base del cráneo. Paula Macho. Los haitianos de la colonia Adela. Los que manosean huesos. El ciclón. Lo que el viejo Usebio había visto la noche aquella… Pero con Antonio las cosas cambiaban. Las fuerzas malas podían domarse en bien de uno. La niña Zoila mudaba de color y de significado según la orilla en que volara su ánima…
– ¡Voy a il esta mima noche! -proseguía Antonio-. Santa Teresa, que es macho un día y hembra al otro día, es la dueña de todos los muertos. Hay que hablarle: “Santa, ¡véndeme un ser!”
– ¿Y dipué? -preguntó Menegildo con tono inseguro.
– Tú no pué entendel de eso… Aggún día tú me dirá: “Antonio, ¡tú sabe!”… Uno saca un ser que está malo. ¡Malo! ¡Que no haiga descansao entodavía! Te lo llevas contigo y se lo echa a tu enemigo…
– ¿Se lo echa?
– Sí. ¡Se lo suelta!
– Y él lo ve?
– ¡Ni él, ni tú tampoco! ¡Pero ahí está! Lo coge por el pescuezo y se lo lleva pal sementerio… Y ya el ser puede descansal…
– ¿Y si le echan un muelto a uno?
– ¡Pa eso traigo el diablo! Antonio se palpó el bolsillo:
– ¡Y está duro!
Su voz cambió de entonación:
– Bueno, ya te puede il. Ellos no vuelven.
– Adió, entonce.
– Adió.
Menegildo se alejó del negro Antonio. Estaba angustiado. ¿Quién podría asegurarle que el adversario de hace rato, al salao ñáñigo ese, no traía un ser consigo? ¿No lo llevaría montado en el cogote, como un güije, espíritu malo…? Pero, ¡no! El diablo había estado demasiado cerca. El collar trabajado era.una barrera que los mismos muertos no escalaban. Recinto mágico que ponía a los fuertes en situación de sitiados, pero nunca de vencidos.
41 Nochebuena
El día de Nochebuena Cristalina Valdés reunió a todos sus amigos en el Centro Espírita. Estaba convencida que, una vez al año, era necesario crear una corriente de simpatía en su favor para cargar con ese fluido propicio los invisibles acumuladores de la ventura. ¡Que sus invitados comieran, bebieran y bailaran bajo su tejado! Ya el chino de la charada y los terminales de la lotería se encargarían de desquitarla de los gastos. Aquella vez había llevado la magnificencia hasta matar un lechoncillo. Abierto sobre un lecho de hojas de guayaba, colocado sobre un hoyo lleno de rescoldos, el cerdo iba dorándose apetitosamente bajo una constante lluvia de zumo de naranja agria, orégano y ajos machacados… La gente del solar llegó al atardecer, seguida por la pandilla del Cayuco. Traídos por Menegildo y el negro Antonio, casi todos los miembros del Enellegüellé estaban presentes. Al entrar, algunos depositaban en la cocina botellas de vino dulce, frascos de ron o paquetes de galleticas de María envueltos en papel transparente. Hacía fresco. Varias guitarras, los bongóes, cuatro maracas y una enorme marímbula se alinearon a lo largo de las tapias del traspatio. Los transmisores de Cristalina habían salido por una vez de las penumbras de la casa de las ánimas. Lenin, Napoleón, Lincoln, Allán Kardek y el Crucificado estaban alineados en una mesa, en busto y efigie, para presidir la fiesta… Cada invitado se sentó donde pudo. Los primeros tragos fueron servidos en un jarrito de lata que se sacudía antes de pasarlo a otra boca. Se encendieron algunos vegueros. Y el ritmo nació en la tarde. Reinaba una paz inmensa en el ambiente. Para conmemorar el nacimiento del Señor, las fábricas de la ciudad habían suspendido sus resoplidos de asno y buey. En el patio, los chicos jugaban a la lunita.
Con motivo de la fiesta, Longina se había envuelto la cabeza en un hermoso pañuelo de seda amarilla. Dos aros de celuloide rojo pendían de sus lóbulos. Cándida Valdés estrenaba zapatos encarnados, y Crescencio llevaba un alfiler de corbata con una clave de sol prendido en la solapa de la americana. Antonio lucía jipi nuevo. Menegildo se había rociado el cráneo con alcohol-colonia. Algunos invitados traían faroles que se colocaron en tierra alrededor de los músicos. El son comenzó a pasar de la afinación al canto. Después de vibrar en frío, los percutores sonaban con más vigor. Cundió un hai-kai tropicalísimo:
Y todas las voces partieron sobre un mismo ritmo. Las claves se entrechocaban en tres largas y dos breves. Los sonidos se subían a la cabeza como un licor artero. Cada vez más fuerte. Se gritaba ya, sacudiendo los hombros en un anhelo físico de movimiento. El negro Antonio comenzó a bailar solo, tirando de las puntas de un pañuelo tornasolado. Se hizo un círculo alrededor de él.
Exclamaciones parecidas a las que se lanzan en las vallas de gallos alentaron al bailador, cuya cintura se volvía talle de avispa a fuerza de elasticidad. Sus caderas se contoneaban con cadencia erótica. Arrojó el pañuelo al suelo y, sin perder un paso, girando en espiral, lo recogió con los dientes. Hubo gritos de entusiasmo.