Durante varios días, un estrépito creciente turba las calles del pueblo. Los himnos religiosos, aullados por jamaiquinas, alternan con puntos guajiros escandidos por un incisivo teclear de claves. El fonógrafo de la tienda china eyacula canciones de amor cantonesas. Las gaitas adiposas de algún gallego discuten con los acordeones asmáticos del haitiano. Las pieles de los bongóes vibran por simpatía, descubriendo el África en los cantos de la gente de Kingston. Se juega a todo: a los dados, a las barajas, al dominó, al ventilador considerado como ruleta, a las moscas volando sobre montículos de azúcar turbinada, a los gallos, a la sartén, a las tres chapitas, al “cochino ensebao…” (Los haitianos “se juegan el sol antes del alba”, opinan los guajiros cubanos.) Y un buen día hay una animación de nuevo aspecto en las calles del caserío. La disciplina se hace sentir en medio del desorden. El ambiente se empapa de una preocupación. La luz, los árboles, las bestias, parecen aguardar algo. La brisa se deja escuchar por última vez en los alrededores de la fábrica. Se espera…
Entonces rompe la zafra.
Las máquinas del Central -locomotoras sin rieles- despiertan progresivamente. Las agujas de válvulas comienzan a agitarse en sus pistas circulares. Los émbolos saltan hacia las techumbres sin poder soltar las amarras. Hay acoplamientos grasientos del hierro con el hierro. Ráfagas de acero se atorbellinan en torno a los ejes. Las trituradoras cierran rítmicamente sus mandíbulas de tiburón. Las dínamos se inmovilizan a fuerza de velocidad. Silban las calderas. Las cañas son atirabuzonadas, deshechas, molidas, reducidas a fibra. Su sangre corre, baja, se canaliza, en una constante caída hacia el fuego. Cunde el vaho de cazuelas fabulosas. Los hornos queman bagazo con carbón de Noruega. Los químicos extraen el licor ardiente, lo hacen recorrer laberintos de cristal, trastornan la sintaxis de la melaza, hacen la reacción Wasserman del monstruo que trepida y ensucia el paisaje. Cifras, grados, presiones. Cifras, grados. Grados. Un alud de cristales húmedos muere en sacos cubiertos de letras azules. Centrífuga, noventa y seis grados. “Por cada cien arrobas pagamos…” Sube el azúcar. Sube el promedio quincenal. Subirá más. “Hay guerra allá en Uropa.” Grados, presiones. El Kaise. Yofré. A corte y tiro en la colonia, amputaciones y tiros que nos cubrirán de oro. “Me siento alemán.” Casi tres centavos por libra. ¿Batiremos el récord del 93? ¿A cuatro? ¿A cinco? ¿A…? “¡Déme veinte mil pesos de brillantes!” “Por cada cien arrobas pagamos…” ¡Azúcar, azucara, azucarará! ¡El ingenio es de ley! Un olor animal, de aceite, de savia, de sudor, se estaciona en el paraninfo que jadea y tiembla. Los conductos y bielas tienen sacudidas y contracciones de intestinos metálicos. Una formidable batería de tambores redobla bajo tierra. Los hombres, asexuados, casi mecánicos, trepan por las escalas y recorren plataformas, sensibles a los menores fallos de los organismos atornillados que relucen y vibran bajo sudarios de vapor.
Afuera, las piscinas de resfriar el agua fingen cataratas en competencia. Diez mil arcoiris bailan en las duchas lechosas. ¡Pueden acariciarse con las manos…! Y el ingenio traga interminables caravanas de carretas, cargas de caña capaces de azucarar un océano. El “baculador” gime sin tregua. La cucaracha del Central alardea de locomotora verdadera. Crecen dunas de cachaza. La escoria de la miel engordará vacas americanas. Todo se crea; nada se pierde. La fábrica ronca, fuma, estertora, chifla. La vida se organiza de acuerdo con sus voluntades. Cada seis horas se le envían centenares de hombres. Ella los devuelve extenuados, pringosos, jadeantes. Por las noches arden en la obscuridad como un trasatlántico incendiado. Nadie contraría sus caprichos. Todos los relojes se ponen de acuerdo cuando suenan sus toques de sirena.
Y esto dura meses.
2 Paisaje (b)
Cuando las lentas carretas de caña, pesadas, renqueantes, llegaban frente al bohío del viejo Cué, las picas se alzaban, y se descansaba un instante al amparo del gran tamarindo con sombras de encaje. Belfos en tierra, los bueyes resoplaban como motores recalentados, abanicándose las ancas con la cola. Los hombres dejaban caer sus sombreros y, con dos dedos, se desprendían de la frente un lodo de sudor y polvos rojizos. Un vaho tembloroso se alzaba sobre las hierbas cálidas. Las palmeras estaban quietas como plantas de acuario. Las palmacanas crepitaban en sordina. Había huelga en el aserradero de los grillos. Al mediodía el sol era tan grande que llenaba todo el cielo.
Los guajiros se acercaban entonces a una claraboya tallada a machetazos en el seto de cardón, y saludaban a la comadre Salomé, que manipulaba trapos mojados junto al platanal. Ella inmovilizaba sus manos negras en el agua lechosa:
– ¿Y por allá? ¿Y lo’ muchacho…?
Los carreteros trepaban nuevamente por las escalas redondas de las altas ruedas. Las bestias empujaban el yugo. Y se rodaba, cuesta abajo, hacia la carretera del Central, arrancando lamentaciones a las maderas mal encajadas. Volando muy alto, las auras parecían sostener las nubes petrificadas sobre sus alas abiertas.
3 Natividad
Aquella mañana Salomé trabajaba rudamente. Sus gruesas manos arremolinaban la espuma de la batea, amasando paños con ruido de mascar melcocha.
– ¡Demonio! ¡Lo que es laval guayaberas embarrás de tierra colorá!
De cuando en cuando un mocoso prorrumpía en sollozos dentro del bohío.
– ¡Barbarita, sinbelgüenza; suet’ta a tu em’manito!
Pero los chillidos volvían a oírse con una intermitencia monótona. Cerdos negros y huesudos gruñían melancólicamente en el batey, mordisqueando semillas secas y haciendo rodar viejas latas de leche condensada. Junto al platanal, una choza de guano cobijaba restos de tinajas rotas y una “pipa” de agua, hirviente de gusarapos, montada en rastra triangular.
Salomé se sentía nerviosa y adolorida. Ya se disponía a tender la ropa al sol, llevándola sobre su vientre abultado, cuando sintió unas punzadas que conocía de sobra. Era como si le ladraran en las entrañas. Algo comenzaba a desplazarse dentro de ella; algo que, buscando un nuevo equilibrio, promovía linfas, desgarres y resabios de la carne… Soltó el fardo y corrió hacia la cabaña. Se dejó caer sobre su cama de sacos, rodeada por el cloqueo de las gallinas que acudían en bandadas.
– Barbarita, corre a buscal a Luisa y dile que venga enseguía, que voy a dal a lú…
La rapaza echó a correr, haciendo sonar sordamente sus pies desnudos en el suelo de tierra apisonada.
Cuando apareció la vieja Luisa, acompañada de su prole curiosa, Salomé restregaba con el borde de sus faldas un horrendo trozo de carne amoratada. Un nuevo cristiano enriquecía la ya generosa estirpe de los Cué.
– ¡Ay, comadre! ¿Cómo no me mandó a llamal ante?
¡No había cuidado! Esta era materia harto repasada por Salomé. Lo que sí le pediría a la comadre era que alineara a lo largo de una cuerda, junto al almacigo, las ropas mojadas que había dejado abandonadas entre las hierbas.
– Lo cochino, sinbelgüenza, deben haberla ensuciao toa con e’jocico.
El quejido de una sirena lejana se abrió sobre las campiñas como un abanico. El turno de 12-6 comenzaba en el Central.
– Comadre… Y póngame a sancochal las viandas. ¡Que orita vienen Usebio y Luí!
Luego, las dos mujeres comenzaron a cuidar del rorro. La escena era presidida por un Sagrado Corazón de Jesús, pegado en un calendario de hacía diez años, que mostraba la divina herida descolorida por la luz. Un olor de leña quemada se desprendía de las paredes de yaguas resecas. Barbarita y Tití contemplaban silenciosamente a su madre, desde la puerta, alzando dedos llenos de saliva, como mudas interrogaciones. Una lagartija, fallando el salto a una mosca, fue a caer sobre el vientre de la criatura arrugada y húmeda. El recién nacido esbozó una queja.
– ¡Cállate, Menegildo!
En la entrada del batey se oyó el ladrido de Palomo Era el viejo Luí, que regresaba del caserío, con un mazo de cogollos atravesado en el pomo de la albarda.
4 Iniciación (a)
Cuando se cansó de explorar el bastidor de sacos que hasta entonces había constituido su único horizonte verdadero, Menegildo quiso seguir a sus hermanos, que lo miraban con los ojos y los dientes. Rodó sobre el borde del lecho. El topetazo de su cabeza en la comba de una jícara interrumpió un amoroso coloquio de alacranes, cuyas colas, voluptuosamente adheridas, dibujaban un corazón de naipes al revés. Como nadie escuchaba sus gemidos, emprendió, a gatas, un largo viaje a través del bohío… En sus primeros años de vida, Menegildo aprendería, como todos los niños, que las bellezas de una vivienda se ocultan en la parte inferior de los muebles. Las superficies visibles, patinadas por el hábito y el vapor de las sopas, han perdido todo poder de atracción. Las que se ocultan, en cambio, se muestran llenas de pequeños prodigios. Pero las rodillas adultas no tienen ojos. Cuando una mesa se hace techo, ese techo está constelado de nervaduras, de vetas, que participan del mármol y de la ola. La tabla más tosca sabe ser mar tormentoso, como un maelstrom en cada nudo. Hay una cabeza de caimán, una niña desnuda y un caballo de medalla cuyas patas se esfuman en el alma de la madera. Eclipses y nubes en la piel de un taburete iluminada por el sol. Durante el día, una paz de santuario reina debajo de las camas… Pero el gran misterio se ha refugiado al pie de los armarios. El polvo transforma estas regiones en cuevas antiquísimas, con estalactitas de hilo animal que oscilan como péndulos blandos. Los insectos han trazado senderos, fuera de cuyos itinerarios se inicia el terrero de las tierras sombrías, habitadas por arañas carnívoras. Allí suelen encontrarse tesoros insospechados, ocultos por el polen estéril de la materia desgastada: un centavo de cobre, una aguja, una bola de papel plateado… Desde ahí, el mundo se muestra como una selva de pilares, que sostienen plataformas, mesetas y cornisas pobladas de discos, filos y trozos de bestias muertas… Menegildo sentía, palpaba, golpeaba, al lanzar su primera ojeada sobre el universo. Descansó un instante al abrigo de una silla, antes de culminar el periplo de la pesada albarda criolla que yacía abandonada en un rincón. El sudor de los caballos sabe a sal. Es grato llenarse la boca de tierra. Pero la saliva no derretirá nunca la estrella fría de una espuela. Menegildo cortó el viviente cordón de una procesión de bibijaguas que portaban banderitas verdes. Más allá, un lechón lo empujó con el hocico. Los perros lo lamieron, acorralándolo debajo de un fogón ruinoso. Una gallina enfurecida le arañó el vientre. Las hormigas bravas le encendieron las nalgas. Menegildo chilló, intentó levantarse, se llenó de astillas. Pero, de pronto, un maravilloso descubrimiento trocó su llanto por alborozo: desde una mesa baja lo espiaban unas estatuillas cubiertas de oro y colorines. Había un anciano, apuntalado por unas muletas, seguido de dos canes con la lengua roja. Una mujer coronada, vestida de raso blanco, con un niño mofletudo entre los brazos. Un muñeco negro que blandía un hacha de hierro. Collares de cuentas verdes. Un panecillo atado con una cinta.