Un plato lleno de piedrecitas redondas. Mágico teatro, alumbrado levemente por unas candilejas diminutas colocadas dentro de tacitas blancas… Menegildo alzó los brazos hacia los santos juguetes, asiéndose del borde de un mantel.
– ¡Suet’ta eso, muchacho! -gritó Salomé, que entraba en la habitación-. ¡Suet’ta! ¿Cómo te apeat’te de la cama, muchacho?… ¡Y etá tó arañao!…
Aquella noche, para preservar al rorro de nuevos peligros, la madre encendió una velita de Santa Teresa ante la imagen de San Lázaro que presidía el altar.
5 Terapéutica (a)
Al cumplir tres años, Menegildo fue mordido por un cangrejo ciguato que arrastraba sus patas de palo en la cocina. El viejo Beruá, médico de la familia desde hacía cuatro generaciones, acudió al bohío para “echar los caracoles” y aplicar con sus manos callosas tres onzas de manteca de majá sobre el vientre del enfermo. Después, sentado en la cabecera del niño, recitó por él la oración al Justo Juez: “Ea, Señor, mis enemigos veo venir y tres veces repito: cución de hombres y alimañas:
“Hay leones y leones que vienen contra mí. Deténgase en sí propio, como se detuvo el Señor Jesucristo con el Dominusdeo, y le dijo al Justo Juez: ’Ea, Señor, mis enemigos veo venir y tres veces repito: ojos tengan, no me vean; manos tengan, no me toquen.; boca tengan, no me hablen; pies tengan, no me alcancen. Con los dos miro, con tres les hablo. La sangre les bebo y el corazón les parto. Por aquella santa camisa en que tu Santísimo Hijo fue envuelto. Es la misma que traigo puesta, y por ella me he de ver libre de prisiones, de malas lenguas, de hechicerías, de daños, de muertes repentinas, de puñaladas, de mordeduras de animales feroces y envenenados, para lo cual me encomiendo a todo lo angélico y sacrosanto y me han de amparar los Santos Evangelios, pues primero nació el Hijo de Dios, y ustedes llegaron derribados a mí, como el Señor derribó el día de Pascuas a sus enemigos. De quién se fía es de la Virgen María, de la hostia consagrada que se ha de celebrar con la leche de los pechos virginales de la Madre. Por eso me he de ver libre de prisiones, ni seré herido ni atropellado, ni mi sangre derramada, ni moriré de muerte repentina, y también me encomiendo a la Santa Veracruz. Dios conmigo y yo con Él; Dios delante, yo detrás de Él. Jesús, María y José.”
6 Bueyes
Hacía tiempo ya que una obscura tragedia se cernía sobre los campos que rodeaban el Central San Lucio. A medida que subía el azúcar, a medida que sus cifras iban creciendo en las pizarras de Wall Street, las tierras adquiridas por el ingenio formaban una mancha mayor en el mapa de la provincia. Una serie de pequeños cultivadores se habían dejado convencer por las ofertas tentadoras de la compañía americana, cediendo heredades cuyos títulos de propiedad se remontaban a más de un siglo. Las fincas de don Chicho Castañón, las de Ramón Rizo, las de Tranquilino Moya y muchas más habían pasado ya a manos de la empresa extranjera… Usebio terminó por verse rodeado de plantíos hostiles, cuyas cañas, trabajadas por administración, gozaban siempre del derecho de prioridad en tiempos de molienda. No le habían faltado proposiciones de compra. Pero cada vez que “le venían con el cuento” Usebio respondía, sin saber exactamente por qué, con la testarudez del hombre apegado al suelo que le pertenece:
– Ya veremo… Ya veremo… Deje que pase e’ tiempo…
Dejaron pasar el tiempo. Y un año en que la caña había crecido particularmente vigorosa y apretada, Usebio se encontró ante un problema que se le planteaba por primera vez: la Compañía declaraba tener bastante con las cañas cultivadas en tierras propias, y se negaba a comprarle las suyas. ¡Y sólo con el San Lucio podía contarse, ya que los otros ingenios estaban demasiado lejos y no había más ferrocarriles disponibles que los de la empresa misma…! Después de una noche de furor y maldiciones, durante la cual pidió al cielo que las madres de todos los americanos amanecieran entre cuatro velas, Usebio ensilló la yegua y fue al ingenio, resuelto a vender su finca. ¡Pero ahora resultaba que ya sus tierras no interesaban a la Compañía yanqui…! Luego de mucha discusión, Usebio tuvo que contentarse con la mitad de la suma propuesta el año anterior, suma otorgada como un favor digno de agradecimiento. ¡Y eso que el azúcar, después de alcanzar cotizaciones sin precedente, estaba todavía a más de tres centavos libra y aún no habían muerto del todo las miríficas “vacas gordas”, incluidas para siempre en el panteón de la mitología antillana! Así fue como la finca de los Cué se redujo, del día a la mañana, a un simple batey con un potrero. Por temor a las asechanzas del futuro y presintiendo que su magra fortuna se le iría en conservas americanas, tasajos porteños y garbanzos españoles. Usebio invirtió parte del dinero recibido en un negocio cuyas acciones -a su parecer sin alzas ni bajas- conservaba para su prole: la compra de dos carretas y dos yuntas de bueyes… Las bestias eran majestuosas y tenaces; sus flancos vibraban eléctricamente al contacto de las guasasas y mil pajuelas doradas flotaban en el agua de sus ojos sin malicia. Habían sido castradas entre dos piedras, y, siguiendo una criollísima tradición bucólica, las de la primera pareja se llamaban Grano de Oro y Piedra Fina; las de la segunda, Marinero y Artillero. Obedecían a la palabra. Muy pocas veces había que hincarlas con la aguijada.
– ¡Arriba, Grano de Oro! ¡Arriba, Piedra Fina…!
Grano de Oro era amarillo como las arenas bajo el sol. Una suave nevada parecía haber caído sobre el pelo de castañas maduras de Piedra Fina. Artillero era negro azul, con una chispa blanca en la frente. Marinero había sido tallado en un hermoso tronco de caoba… Los hombres que lo mutilaron eran perdonados por la mansedumbre infinita de Grano de Oro. Piedra Fina solía mostrarse perezoso y soñador. En la primavera, Artillero tenía tímidos resabios de toro. Y Marinero era una síntesis de buen juicio, honestidad y calma. Eran bien queridos por los pajares judíos que cazaban garrapatas en los prados. Durante las largas esperas ante la romana, mientras los carreteros “tomaban la mañana”, el peso del yugo acababa por crear en ellos una suerte de somnolencia reflexiva. Con los ojos apenas abiertos, parecían atender el llamado de voces interiores, sin preocuparse por los impacientes estornudos de unos colegas, llamados Ojinegro y Flor de Mayo, Coliblanco y Guayacán. Profundos suspiros inflaban sus costillares. Las relucientes anillas que colgaban de sus narigones evocaban coqueterías de reinas abisinias. Usebio estaba satisfecho de sus bestias.
Cuando se ha dejado de ser propietario, el oficio de carretero ofrece todavía algunas ventajas. No se está obligado a trabajar en la fábrica, donde se suda hasta las visceras. Tampoco se alterna con la morralla haitiana que se agita en los cortes. La férula de la sirena no se hace tan dura y puede mirarse con suficiencia, desde lo alto del pescante, a los jamaiquinos con sombrero de fieltro, que inspiran el más franco desprecio, a pesar de que tengan el orgullo de declararse “ciudadanos del Reino Unido de Gran Bretaña…”
A los ocho años, cuando su sexo comenzaba a definirse bajo la forma de inofensivas erecciones, Menegildo acompañó a su padre al caserío. Con voz autoritaria condujo a Grano de Oro y Piedra Fina hacia el Central, siguiendo guardarrayas talladas en las ondas elásticas de los campos de caña. Terco el testuz, los bueyes resoplaban aparatosamente, hundiendo las pezuñas en huellas de otras pezuñas fijadas en el barro por la seca.
Desde ese día Menegildo comenzó a trabajar con Usebio, mientras Salomé lavaba camisas y seguía arrojando al mundo sus rorros de tez obscura. Fue inútil que un guardia rural insinuara que el chico debía concurrir a las aulas de la escuela pública. Usebio declaró enérgicamente que su hijo le resultaba insustituible para ayudarlo en las faenas del campo, desplegando tal elocuencia en el debate que el soldado acabó por alejarse tímidamente del bohío, preguntándose si en realidad la instrucción pública era cosa tan útil como decían algunos.