Estaba claro que ni Menegildo, ni Salomé, ni Beruá habían emprendido nunca la ardua tarea de analizar las causas primeras. Pero tenían, por atavismo, una concepción del universo que aceptaba la posible índole mágica de cualquier hecho. Y en esto radicaba su confianza en una lógica superior y en el poder de desentrañar y de utilizar los elementos de esa lógica, que en nada se mostraba hostil. En las órficas sensaciones causadas por una ceremonia de brujería volvían a hallar la tradición milenaria -vieja como el perro que ladra a la luna-, que permitió al hombre, desnudo sobre una tierra aún mal repuesta de sus últimas convulsiones, encontrar en sí mismo unas defensas instintivas contra la ferocidad de todo lo creado. Conservaban la altísima sabiduría de admitir la existencia de las cosas en cuya existencia se cree. Y si alguna práctica de hechicería no daba los resultados apetecidos, la culpa debía achacarse a los fieles, que, buscándolo bien, olvidaban siempre un gesto, un atributo o una actitud esencial.
…Aun cuando Menegildo sólo tuviera unos centavos anudados en su pañuelo, jamás olvidaba traer del ingenio, cada semana, un panecillo, que ataba con una cinta detrás de la puerta del bohío, para que el Espíritu Santo chupara la miga.
Y cada siete días, cuando las tinieblas invadían los campos, el Espíritu Santo se corporizaba dentro del panecillo y aceptaba la humilde ofrenda de Menegildo Cué.
13 Paisaje (c)
Era raro que Menegildo saliera de noche. Conocía poca gente en el caserío y, además, para llegar allá, tenía que atravesar senderos muy obscuros, de los que se ven frecuentados por las “cosas malas”… Sin embargo, aquel 31 de diciembre, Menegildo se encaminó hacia el Central, a la caída de la tarde, para “ver el rebumbío”.
Algunas nubes mofletudas, anaranjadas por un agonizante rayo de sol, flotaban todavía en un cielo cuyos azules se iban entintando progresivamente. Las palmas parecían crecer en la calma infinita del paisaje. Sus troncos, escamados de estaño, retrocedían en la profundidad del valle. Dos ceibas solitarias brindaban manojos verdes en los extremos de sus largos brazos horizontales. Las frondas se iban confundiendo unas con otras, como vastas marañas de gasa. Un pavo real hacía sonar su claxon lúgubre desde el cauce de una cañada. El día tropical se desmayaba en lecho de brumas decadentes, agotado por catorce horas de orgasmo luminoso. Las estrellas ingenuas, como recortadas en papel plateado, iban apareciendo poco a poco, en tanto que la monótona respiración de la fábrica imponía su palpito de acero a la campiña… Menegildo tomó la ruta del Central. Unas pocas carretas se contoneaban entre sus altas ruedas. Otras, más lentas que andar de hombre, le venían al encuentro llevando familias de guajiros hacia alguna colonia vecina. Los campesinos, endomingados, lucían guayaberas crudas y rezagos en el colmillo. Instaladas en sillas y bancos, sus hijas, trigueñas, regordetas, vestidas con colores de pastelería, abrían ojos eternamente azorados en caras lindas y renegridas, llenas de cuajarones de polvos de arroz. De la rodante exposición de jipis, peinados grasientos y dentaduras averiadas, partía un saludo ruidoso:
– ¡Buena talde, camará!
– ¡Buena talde…! ¿Va pal caserío? ¿A eperal el año?
Frases amables. El chiste, insaciablemente repetido, del anciano que estaba muy grave. Y Menegildo se volvía a encontrar solo. Sin ser capaz de analizar su estado de ánimo, se sentía invadido por una leve congoja. Hoy -como le ocurría a veces en la cabaña que lo albergaba con sus padres y hermanos- pensaba vagamente en las cosas de que disfrutaban otros que no eran mejores que él. Los tocadores amigos de Usebio eran una palpitante emanación de buena vida, y se jactaban continuamente de haberse corrido rumbas en compañía de unas negras que eran el diablo. Menegildo imaginaba sobre todo, Como un héroe de romance, a aquel Antonio, primo suyo, que vivía en la ciudad cercana, y que, según contaban, era fuerte pelotero y marimbulero de un sexteto famoso, a más de benemérito limpiabotas. ¡El Antonio ese debía ser el gran salao…! Haciendo excepción de estas admiraciones, el mozo había considerado siempre sin envidia a los que osaban aventurarse más allá de las colinas que circundaban al San Lucio. No teniendo “ná que buscal” en esas lejanías, y pensando que, al fin y al cabo, bastaba la voluntad de ensillar una yegua para conocer el universo, evocaba con incomprensión profunda a los individuos, con corbatas de colorines, que invadían el caserío cada año, al comienzo de la zafra, para desaparecer después, sorbidos por las portezuelas de un ferrocarril. Pero más que todos los demás, los yanquis, mascadores de andullo, causaban su estupefacción. Le resultaban menos humanos que una tapia, con el hablao ese que ni Dio entendía. Además, era sabido que despreciaban a los negros… ¿Y qué tenían los negros? ¿No eran hombres como los demás? ¿Acaso valía menos un negro que un americano? Por lo menos, los negros no chivaban a nadie ni andaban robando tierras a los guajiros, obligándoles a vendérselas por tres pesetas. ¿Los americanos? ¡Saramambiche…! Ante ellos llegaba a tener un verdadero orgullo de su vida primitiva, llena de pequeñas complicaciones y de argucias mágicas que los hombres del Norte no conocerían nunca.
Menegildo era demasiado jíbaro para trabar amistad con los mozos de su edad que llevaban brillante existencia en el caserío, entre copas de ron y partidas de dominó en la bodega de Canuto, enamorando a las deslumbradoras muchachas obscuras, coloreteadas y emperifolladas, embellecidas por aretes y medias “colol calne”, que el adolescente solía admirar de lejos, como caza prohibida e inalcanzable. Nunca los hombros de Menegildo habían conocido el peso de una americana. Como vestimenta de lujo sólo poseía un larguísimo gabán de forros descosidos, dado por un pariente “pa que se lo pusiera por el tiempo frío”. Fuera de unos íntimos de su padre, nadie estaba enterado de sus habilidades coreográficas, ya que sólo desde el exterior había entrevisto los bailes ofrecidos por la Sociedad de Color del caserío.
Sintiéndose hombre, comenzaba a tener un poderoso anhelo de mujer. El franco deseo no era ajeno a estas inquietudes. Pero en ellas había también una miaja de sentimentalismo: a veces soñaba verse acompañado por alguna de las muchachas que se sentaban, al atardecer, en los portales del pueblo. La habría devorado con sus grandes ojos infantiles, sin saber qué decirle. Luego, le “habría pedido un beso”, de acuerdo con el hábito campesino, que cohíbe las iniciativas del macho… Pero todo esto era bien remoto. Jamás había pensado seriamente en la posibilidad de hablar con una mujer para otros fines que el de transmitir los recados que Salomé enviaba a sus vecinas. Por ello, sus incipientes ideales amorosos adoptaban las formas románticas de las pasiones descritas en los sones que conocía. Sus nociones en esta materia eran cándidamente voluptuosas. El amor era algo que permitía estrecharse bajo las palmas o los flamboyanes incendiados. Después venía una revelación de senos y de turbadoras intimidades. Pero la mujer era siempre cerrera, y cuando se iba con otro quedaba uno hecho la gran basura… Sin embargo, una necesidad de dominación quedaba satisfecha, y quien no hubiese casado por ahí, no podía llamarse un hombre -¡un hombre como ese negro Antonio, que le zumbaba el mango…!