Alejo Carpentier
Ecue-Yamba-O
Prólogo
En un artículo de juventud, Carlos Marx define la vanguardia como una actividad filosófica, situada en las avanzadas de la lucha social, vista como «un factor poderoso en la lucha por una transformación radical de la sociedad» [1]. Así: «del mismo modo que la filosofía halla en el proletariado su arma material, el proletariado halla en la filosofía su arma espiritual». El sentido de la palabra vanguardia estaba, pues, perfectamente definido en cuanto a lo intelectual desde los días en que Marx, en ese mismo texto («Crítica de la filosofía del derecho de Hegel») traza un certero aunque breve cuadro de las múltiples manifestaciones de la ideología conservadora y reaccionaria.
Sin embargo, en la década 1920-1930, la palabra «vanguardia», separada inesperadamente de su contexto político, cobra, por un tiempo, un nuevo significado. Ante un brote de ideas nuevas, en lo pictórico, en lo poético, en lo musical, los críticos y teorizantes califican de vanguardia todo aquello que rompe con las normas estéticas establecidas -con lo académico, lo oficial y lo generalmente preferido por el «buen gusto» burgués. Y se llama «vanguardista» a todo pintor, músico o poeta que, independientemente de cualquier definición política, rompe con la tradición en cuanto a la técnica, invención de formas, experimentos en los dominios de la literatura, el teatro, el sonido, el color, en busca de expresiones inéditas o re-novadoras, animado por un juvenil e impetuoso afán de originalidad.
Así, nacen los «ismos» («vanguardismos») en todas partes. Tras del Futurismo italiano, del Suprematismo ruso, del Cubismo parisiense (anteriores a la Primera Guerra Mundial), es el Dadaísmo nacido en Zurich hacia el año 1917, pronto seguido por el Ultraísmo español,movimientos estos que no tardan en tener repercusiones en América Latina, a partir de los años 1922-1923, con el Estridentismo mexicano (en el cual se destacaron muy especialmente los poetas Manuel Maples Arce y Arqueles Vela…) y otros ismos, más o menos diluidos, entre Buenos Aires y La Habana, en revistas que se titularon Proa, Hélice, Vértice, Espiral, o, en Cuba, sencillamente: Revista de Avance («avance», por no decir «vanguardia»).Y, mientras aparecían los códigos de tales movimientos con los libros muy difundidos que fueron, en nuestro idioma, El Cubismo y otros ismos de Ramón Gómez, de la Serna y Literaturas europeas de vanguardia de Guillermo de Torre, nacía en París, sobre las ruinas de un Dadaísmo que había querido destruirse a si mismo, el que habría de ser el último y más importante ismo artístico y poético de este siglo: el Surrealismo.
Encarcelado por la policía de Machado en 1927, para burlar el tedio del encierro en la prisión que entonces se alzaba en Prado No. 1 (dándose el caso singular, surrealista si se mira bien, de que el siniestro edificio se inscribiera en la bella avenida que era el lugar de paseo preferido por la burguesía habanera de aquellos años), pensé en escribir lo que habría de ser mi primera novela: Ecue-Yamba-O, libro que se resiente de todas las angustias, desconciertos, perplejidades y titubeos que implica el proceso de un aprendizaje. Para todo escritor es ardua la empresa de escribir una primera novela, puesto que los problemas del qué y del cómo, fundamentales en la práctica de cualquier arte, se plantean de modo imperioso ante quien todavía no ha madurado una técnica ni ha tenido el tiempo suficiente para forjarse un estilo personal. En ese momento, suele recurrirse a la imitación más o menos manifiesta de un buen modelo adaptado a las propias voliciones. De 1900 a 1920 habíamos tenido escritores, en América Latina, que nos habían dado buenas novelas más o menos calcadas -en cuanto a «modos de hacer»- de los patrones del naturalismo francés o del realismo galdosiano. Cambiaban los paisajes, la atmósfera; traíamos los personajes a nuestro ámbito, poniéndoles otros trajes, tiñendo su vocabulario de modismos, pero los procedimientos eran los mismos… Dos novelas vienen a romper, sin embargo, en menos de dos años, nuestra visión de la novela latinoamericana: La Vorágine (1924) y Don Segundo Sombra (1926). Nacía, en nuestro continente, una novela nacionalista, vernácula, dotada de un acento nuevo (anunciado ya, en 1916, por Los de abajo de Azuela, sin olvidar algunas obras precursoras, pero que sólo conoceríamos tardíamente a causa de la incomunicación editorial que entonces existía entre nuestros países). Ahí estaban, pues, los modelos. Ese era el rumbo. Pero ahora surgía otro problema: había que ser vanguardista. La época, las tendencias afirmadas en manifiestos estrepitosos, la fiebre renovadora (más breve, lo veríamos después de lo que creíamos…) nos imponían sus deformaciones, su ecología verbal, sus locas proliferaciones de metáforas, de símiles mecánicos, su lenguaje puesto al ritmo de la estética futurista (porque, lo vemos ahora, todo salía de allí…) que, al fin y al cabo, estaba engendrando una nueva retórica [2]. Pero muy pocos fueron los escritores cubanos de mi generación -un Guillen, un Marinello, notables excepciones- que vieron dónde estaba la retórica subrepticia, aun sin preceptiva aparente, que se nos colaba, cosa muy nueva, y por nueva «revolucionaria», en un ámbito donde aún demoraban los efluvios preciosistas y musicales de un «modernismo» nuestro, nacido en América Latina, cuya presencia -muy pocos años después del paso de Rubén Darío por La Habana- se detectaba todavía en la obra de poetas que se contaban entre los mejores del momento.
Había, pues, que ser «nacionalista», tratándose, a la vez, de ser «vanguardista». That’s the question… Propósito difícil puesto que todo nacionalismo descansa en el culto a una tradición y el «vanguardismo» significaba, por fuerza, una ruptura con La tradición. De ahí que la ecuación de más y menos, de menos y más, de conciliación de los contrarios, se resolviera, para mi hamlético monólogo juvenil, en el producto híbrido -forzosamente híbrido, aunque no carente de pequeños aciertos, lo reconozco- que ahora va a leerse… Y debo decir que durante años, muchos años, me opuse a la reimpresión de esta novela que vio la luz en Madrid, en 1933, en una empresa editora [3] recién fundada por tres hombres cuyos nombres mucho habrían de sonar en un futuro próximo: Luis Araquistain, Juan Negrin y Julio Alvarez del Vayo. Y digo que me opuse a su reimpresión, porque después de mi ciclo americano que se inicia con El reino de este mundo, veía Ecue-Yamba-O como cosa novata, pintoresca, sin profundidad -escalas y arpegios de estudiante. Mucho había conocido a Menegildo Cué, ciertamente, compañero mío de juegos infantiles. El viejo Luis, Usebio y Salomé -y también Longina, a quien ni siquiera cambié el nombre- supieron recibirme, a mí, muchacho blanco a quien su padre, para escándalo de las familias amigas, «dejaba jugar con negritos», con el señorial pudor de su miseria en bohíos donde la precaria alimentación, enfermedades y carencias se padecían con dignidad, hablándose de esto y aquello en un lenguaje sentencioso y gnómico. Creí conocer a mis personajes, pero con el tiempo vi que, observándolos superficialmente, desde fuera, se me habían escurrido en alma profunda, en dolor amordazado, en recónditas pulsiones de rebeldía: en creencias y prácticas ancestrales que significaban, en realidad, una resistencia contra el poder disolvente de factores externos… Además… ¡el estilo mío de aquellos días! ¡El bendito «vanguardismo» que demasiado a menudo asoma la oreja en algunos capítulos -el primero, sobre todo!…