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Sintiéndose hombre, comenzaba a tener un poderoso anhelo de mujer. El franco deseo no era ajeno a estas inquietudes. Pero en ellas había también una miaja de sentimentalismo: a veces soñaba verse acompañado por alguna de las muchachas que se sentaban, al atardecer, en los portales del pueblo. La habría devorado con sus grandes ojos infantiles, sin saber qué decirle. Luego, le “habría pedido un beso”, de acuerdo con el hábito campesino, que cohíbe las iniciativas del macho… Pero todo esto era bien remoto. Jamás había pensado seriamente en la posibilidad de hablar con una mujer para otros fines que el de transmitir los recados que Salomé enviaba a sus vecinas. Por ello, sus incipientes ideales amorosos adoptaban las formas románticas de las pasiones descritas en los sones que conocía. Sus nociones en esta materia eran cándidamente voluptuosas. El amor era algo que permitía estrecharse bajo las palmas o los flamboyanes incendiados. Después venía una revelación de senos y de turbadoras intimidades. Pero la mujer era siempre cerrera, y cuando se iba con otro quedaba uno hecho la gran basura… Sin embargo, una necesidad de dominación quedaba satisfecha, y quien no hubiese casado por ahí, no podía llamarse un hombre -¡un hombre como ese negro Antonio, que le zumbaba el mango…!

Sin ser casto, Menegildo era puro. Nunca se había aventurado en los bohíos de las forasteras que venían, en época de la zafra, a sincronizar sus caricias con los émbolos del ingenio. Tampoco era capaz de acudir a los buenos oficios de Paula Macho desde que su padre le contó que la desprestigiada andaba manoseando muertos con los haitianos de la colonia Adela. Hasta ahora, su deseo sólo había conocido mansas cabras pintas, con largas perillas de yesca y ojos tiernamente confiados.

14 Fiesta (a)

El caserío estaba de fiesta. La fábrica trepidaba como de costumbre, pero un estrépito inhabitual cundía a su alrededor. Las calles estaban llenas de jamaiquinos, luciendo chaquetas de un azul intenso. Sus mujeres llevaban anchas sayas blancas, y en más de una sonrisa brillaba el sol de un diente de oro. Un inglés de yea y ovezea topaba con el patuá de los haitianos, que regresaban a sus barracones y campamentos con los brazos cargados de botellas y los faldones de la camisa anudados sobre la barriga. Algunos traían banzas, chachas y tambores combos, como si se prepararan a invocar las divinidades del vaudú. En el umbral de su tienda, el polaco Kamín se erguía entre frascos y calcetines, esperando a los clientes deseosos de embellecerse a la salida del trabajo. La luz de una bombilla iluminaba crudamente sus panoplias de corbatas y las ligas de hombre estiradas sobre un modelo de pierna, impreso en tinta azul. Todos estos artículos disfrutaban de un éxito extraordinario entre los habitantes del caserío. Más de un jamaiquino había visto su honor de marido seriamente comprometido, por culpa de los pañuelos de seda amarilla o los pomos de Coty expuestos en el único escaparate de La Nueva Varsovia.

Menegildo atravesó varias callejuelas animadas… Se sentía extraño entre tantos negros de otras costumbres y otros idiomas. ¡Los jamaiquinos eran unos “presumíos” y unos animales! ¡Los haitianos eran unos animales y unos salvajes! ¡Los hijos de Tranquilino Moya estaban sin trabajo desde que los braceros de Haití aceptaban jornales increíblemente bajos! Por esa misma razón, más de un niño moría tísico, a dos pasos del ingenio gigantesco. ¿De qué había servido la Guerra de Independencia, que tanto mentaban los oradores políticos, si continuamente era uno desalojado por estos hijos de la gran perra…? Una sonrisa de simpatía se dibujaba espontáneamente en el rostro de Menegildo cuando divisaba algún guajiro cubano, vestido de dril blanco, surcando la multitud en su caballito huesudo y nervioso. ¡Ese, por lo menos, hablaba como los cristianos!

Un ruido singular se produjo al fondo de una plazoleta, no lejos del parque, frente a una barraca de tablas ocupada por la modesta iglesia presbiteriana. Los transeúntes se habían agrupado para ver a una jamaiquina, que entonaba himnos religiosos, acompañada por dos negrazos que exhibían las gorras de la Salvation Army. Una caja pintada de rojo y un cornetín desafinado escoltaban el canto:

Dejad que os salvemos, Como salvó Jesús a la pecadora. Cantad con nosotros El himno de los arrepentidos…

Era una inesperada versión de la escena a que se asiste, cada domingo, en las calles más sucias y neblinosas de las ciudades sajonas. La hermana invitaba los presentes a penetrar en el templo, con esos ademanes prometedores que hacen pensar en los gestos prodigados a la entrada de los burdeles… La letanía se hacía quejosa, o bien autoritaria y llena de amenazas. El Señor misericordioso sabía encolerizarse. Quien no montara en su ferrocarril bendito, corría el peligro de no conocer el Paraíso… Los perros del vecindario ladraron desesperadamente, y los graciosos soltaron trompetillas. Una vaca, en trance de parto, lanzó mugidos terroríficos detrás del santuario. Los cantantes, impasibles, se prosternaron, viendo tal vez al Todopoderoso y su gospeltrain bienaventurado a través de las nubes de humo bermejo que salían de las torres del ingenio. Y el cántico estalló nuevamente en los gaznates de papel de lija. Una mandíbula de lechón a medio roer produjo una ruidosa estrella de grasa en el tambor del trío espiritual.

Y toda la oleada de espectadores rodó bruscamente hacia una calleja cercana. El organillo eléctrico del Silco tocaba la obertura de Poeta y aldeano, bajo una parada de fenómenos retratados en cartelones multicolores.

– ¡Entren a ver al indio comecandela! ¡La mujel má fuelte del mundo! ¡El hombre ejqueleto…! ¡Hoy e el último día…!

Ante este imperativo de fechas, el ferrocarril del Señor tuvo que partir con cuatro jamaiquinas sudorosas por todo pasaje.

15 Fiesta (b)

En casa del administrador del Central, la fiesta de San Silvestre reunía a toda la élite azucarera de la comarca. La vieja vivienda colonial, con sus anchos soportales y sus pilares de cedro pintados de azul claro, estaba iluminada por cien faroles de papel. En la “ssala”, generosamente guarnecida de muebles de mimbre, bailaban varias parejas al ritmo de un disco de Jack Hylton. Las muchachas, rientes, esbeltas, de caderas firmes, se entregaban a la danza con paso gimnástico, mientras las madres, dotadas de los atributos de gordura caros al viejo ideal de belleza criollo, aguardaban en corro la hora de la cena. Como de costumbre, mucha gente había venido de las capitales para pasar las Pascuas y la semana de Año Nuevo en el ingenio, siguiendo una tradición originada en tiempo de bozales y caleseros negros.

En el hotel yanqui -bungalow con aparatos de radio y muchas ruedas rotarias-, los químicos y altos empleados se agitaban a los compases de un jazz traído de la capital cercana. En el bar se alternaban todos los postulados del buen sentido alcohólico. La caoba, húmeda de Bacardí, olía a selva virgen. Las coktaileras automáticas giraban sin tregua, bajo las miradas propiciadoras de un caballito de marmolina blanca regalado por una casa importadora de whisky. En un cartel de hojalata, un guapo mozo de tipo estandarizado blandía un paquete de cigarrillos: It’s toasted…! En una pérgola, algunas girls con cabellos de estopa se hacían palpar discretamente por sus compañeros. Con las faldas a media pierna y todo un falso pudor anglosajón disuelto en unos cuantos high-ball de Johnny Walker, celebraban intrépidamente el advenimiento de un nuevo año de desgracia azucarera.